5. El poeta CONTRA la ciudad: La Generación del 27



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La actitud intelectual y artística «contra la ciudad», en la acepción moderna de este término, que para ser más precisos deberíamos nombrar como metrópolis o incluso megápolis, nace como corriente de pensamiento en paralelo a la creación y desarrollo de la gran ciudad en Estados Unidos, tal como han mostrado Morton y Lucía White en su importante estudio sobre El intelectual contra la ciudad (1962).
Desde el siglo XVIII se verifica, a través de los escritos de Benjamin Franklin (1706-1790) y Thomas Jefferson (1743-1826), que allí donde el crecimiento urbano empieza a desbordar los límites de la pequeña comunidad unida es percibido, de una forma meramente intuitiva pero con agria rotundidad, como el lugar donde se acumulan todos los males y todos los pecados: «la vida de ciudad —dice Jefferson en una carta de 1823 citada por los White— ofrece más medios para malgastar el tiempo y también con más frecuencia, y ofrece asimismo los objetos de vicio y vileza más repugnantes. Nueva York, por ejemplo, al igual que Londres, parece ser un albañal de todas las depravaciones de la naturaleza humana».
Esta primera actitud de enfrentamiento a la ciudad, hija del puritanismo, recuerda inmediatamente que el Génesis atribuye a Caín la construcción de la primera ciudad, que compartió nombre con el de su descendencia: «Conoció Caín a su mujer, que concibió y parió a Enoc. Púsose aquél a edificar una ciudad, a la que dio el nombre de Enoc, su hijo» (Génesis 4,17). Caín era un labrador desterrado, y esta figura —antes que una encarnación del mal— cumple otro papel más decisivo en la historia de las ciudades: él fue el primer emigrante que tuvo que abandonar la labranza porque —dice el Génesis (4, 3)— «la ofrenda a Yavé de los frutos de la tierra» no fue del agrado de éste, es decir, en traducción del mito a la ciencia económica, la labranza sumió en la pobreza a Caín. Creo que esta figura del desarraigado como hecho fundador de la ciudad sigue siendo válida a finales del segundo milenio, y para ello baste pensar en los movimientos migratorios que actualmente se producen en el Tercer Mundo y la superpoblación de sus ciudades. Un problema, por cierto, que pocas veces se enuncia.
Regresemos a la concepción de la ciudad como el hábitat del pecado y no alarguemos más la digresión, peligro éste constante que amenaza no sólo a quien habla de las ciudades. En carta a su familia del 21 de octubre del 29 Federico García Lorca reconoce «El otro día tuve al fin mi primera pérdida en la ciudad... Hasta que no pasa esto, no se entera uno de dónde está, de la inmensidad de calles y la agrupación de millones de gentes» (Los subrayados, tan significativos, son de Lorca). Igual ocurre con el discurso de la ciudad, hasta que uno no se pierde en él no se entera de su complejidad y de sus posibilidades.
Este primer ataque a la ciudad norteamericana por los intelectuales del XVIII, intuitivo y plagado de acritud puritana, no resulta tan distante de nuestro contexto como parecen apuntar los datos concretos. Aquellos nostálgicos de sus pequeñas comunidades unidas por la religión experimentaron en la gran ciudad un sentimiento de contrariedad que tal vez sea posible ver reproducido en ámbitos históricos y sociales que nada comparten con el de partida. En su célebre «El silbo de afirmación en la aldea», Miguel Hernández realiza uno de los ataques poéticos más feroces que se han realizado contra la ciudad contemporánea. En este extenso poema, verdadero catálogo de agravios contra la ciudad, hasta en cuatro ocasiones utiliza argumentos paralelos a los leídos antes en la carta de Jefferson. En los versos 34-38 se lee:

Topado por mil senos, embestido
por más de mil peligros, tentaciones,
mecánicas jaurías,
me seguían lujurias y claxones,
deseos y tranvías.
Un poco más adelante, en los versos 49-52, se sigue leyendo, ahora ya con términos menos ambiguos:

Los vicios desdentados, las ancianas
echándose en las camas rosicleres,
infamia de las canas,
y aun buscando sin tuétano placeres.

Los versos 64 y 65 se apoyan en una palabra consustancial a la vida urbana, «velocidad», para darle un contenido semejante al de la carta de Jefferson, enunciado ahora con una rotundidad que anula los matices:

Y miro, y sólo veo
velocidad de vicio y de locura.

Y aún se puede leer un verso más, el 114, donde se insiste en la misma idea: «y es pormayor la vida como el vicio».
Morton y Lucía White señalan en su estudio el miedo como «la reacción más generalizada» de los intelectuales americanos frente a la ciudad. Miguel Hernández lo afirma con clarividencia:

No quiero más ciudad, que me reduce
Su visión, y su mundo me da miedo.

Reducción de la visión y miedo son, por lo tanto, dos primeras consecuencias de una concepción pecaminosa de la ciudad.
Sin olvidar el punto de partida, la ciudad como «un albañal de todas las depravaciones de la naturaleza humana», cabría leer ahora tres versillos de Jorge Guillén dispuestos a quitarle al asunto todo el hierro candente que le habían echado Jefferson y Miguel Hernández. Dicen así:

De noche en la calle espera.
Por dinero da retórica
sexual: mujer de cualquiera.
(«Tréboles», Clamor)

Convertir la depravación y el vicio en mera retórica me parece un acierto de la ironía puramente urbana. Hay otro texto de Clamor, el poema en prosa titulado «Esquina», donde se describe una espera parecida. Pasa un transeúnte. «Hubo diálogo más de ojos que de bocas». Punto y guión. Aparece el primer «No». Luego con una finísima gracia políglota el transeúnte va dándole vueltas a su negativa: «No, pecado, no. ¿Infierno? Gracias, no lo uso». Entonces, ¿cuál es la razón de una negativa ante algo que sin embargo acumula tanta antigüedad y prestigio, desde las geishas hasta las cortesanas del renacimiento? Escribe Guillén: «A pesar de todo, esclavas siempre. Y el humillado yo también. Necesito tu libertad, tu gusto sin pecado».
Creo que estas frases, que ya no necesitan exégesis, cierran para siempre el primero de los argumentos que históricamente la metrópoli ha tenido en contra. Porque las verdaderas causas de muchas cuestiones morales no apuntan a la ciudad tal como se había denunciado desde el ideal de la pequeña comunidad unida. Y de paso, gracias a la lucidez poética de Guillén, se descubre una valiosa pista en la construcción del discurso sobre la gran ciudad: cuando éste se asienta sobre concepciones apriorísticas —una visión religiosa, por ejemplo—, la distorsión de la mirada crea monstruos (la depravación, el vicio, la locura...) y produce irremediablemente miedo.
Los verdaderos ataques contra la ciudad moderna habrá que buscarlos, por lo tanto, en argumentos más sutiles, trazados con menor evidencia.

2
Miedo y desconfianza ante el crecimiento urbano consolidan pronto dos posturas contra la ciudad. Por una parte, aparece una actitud radical con tintes irracionales en contra de la urbe y de la sociedad que la habita y en favor de la naturaleza salvaje de los bosques y de los prados en los que aún no existan vestigios humanos. Éste es el caso de Henry David Thoreau (1817-1862), quien sólo se sentía a gusto en la ciudad sentado en la sala de espera de la estación central ante la esperanza de abandonarla. Thoreau vivió «constantemente... alejándose de la ciudad más y más y retirándose a la espesura». Así lo describió el día de su funeral, en 1862, su amigo Ralph Waldo Emerson (1803-1882), que es precisamente quien consolida la otra actitud en contra de la ciudad: el discurso racional y reflexivo, inserto incluso en una teoría del conocimiento.
La teoría del conocimiento de Emerson se elabora condicionada —y ahora sigo la descripción de Morton y Lucía White— por «su desagrado ante la ciudad. Emerson distinguía nítidamente entre entendimiento y razón. El entendimiento se detiene en el presente, en lo práctico, en lo corriente; en tanto que la razón, que para él era la facultad más elevada del alma, se limita a percibir, es visión. La razón es la facultad elevada del filósofo y el poeta [....] y es ejercida típicamente en el campo, en tanto que el entendimiento es una facultad urbana» (págs. 32-33). Y ahora ya copio las reflexiones de Emerson citadas por los White: «La ciudad deleita al entendimiento. Está constituida por finitos, por líneas cortas, nítidas y matemáticas, todas ellas calculables. Está llena de variaciones, de sucesiones y de artificios. En cambio, el campo ofrece un horizonte ininterrumpido, la monotonía de un camino interminable, de vastas llanuras uniformes y de montañas distantes, la melancolía de una vegetación continua e infinita; los objetos que hay en el camino son pocos y sin interés, constantemente la vista es invitada a volverse hacia el horizonte y las nubes. Es la escuela de la razón».
Unamuno escribió en 1899 un poema titulado «Al campo» donde afirma compartir la misma pedagogía:

Aprenderás en su callada escuela
sencillos goces de artificio exentos
(Versos 29-30)

El poema empieza con una proposición que hubiera sido muy del gusto de Emerson:

Al campo libre a renovar tu savia
corre cuanto antes, agotado enfermo,
dejando el artificio que te roe,
(Versos 1-3)

e incluso algún verso habría entusiasmado a Jefferson:

Que esos ardores de ciudad te temple
y resucite tu vital esfuerzo.
(Versos 39-40)

Esta confrontación entre entendimiento urbano y razón natural ha condicionado el discurso sobre la ciudad desde el romanticismo, —ya sea intuitiva, poética o racionalmente—. Y no sólo la oposición ha proporcionado argumentos al pensamiento visionario, que lógicamente desprecia el pragmatismo urbano; sobre todo ha favorecido el hecho de que la reivindicación de la ciudad se haya realizado desde estas mismas premisas, cambiando sólo los signos de valor: el énfasis en lo pragmático (aviones, coches, velocidad...), lo múltiple o fragmentario y lo artificial. Ésta fue la actitud que mostraron, por ejemplo, las vanguardias históricas de raíz futurista frente a otras intuiciones de vanguardia, en su momento marginales, que dieron un contenido más profundo a la multiplicación inaudita de diálogos que significa la irrupción de la gran ciudad en las aguas sosegadas de la cultura, como es el caso de Fernando Pessoa.
El enfrentamiento entre conocimiento pragmático y conocimiento visionario planteado por Emerson contiene en su seno otras antagonías. Una de ellas es la que establece entre lo urbano finito y el infinito natural. Ahora bien, esta infinitud del espacio campestre prende en un elemento concreto: «un camino interminable». En la visión de lo natural de Emerson el camino, es decir, la percepción hodológica, se impone como un elemento central de esa escuela donde se aprehende la razón. Y si el campo y la razón se perciben en el curso del camino, la ciudad y el entendimiento poseen para Emerson sólo cualidades estáticas: lo corto, lo nítido, lo matemático, es decir, aquello que puede ser calculado y por lo tanto que tiende a la fijación e incluso a la inmovilidad que necesita cualquier realidad para ser percibida por el entendimiento práctico. Así pues, la contraposición de Emerson entre campo y ciudad, podría ser formulada de nuevo en los siguientes términos: el campo se percibe a través del camino y la ciudad se percibe en su fijación y estatismo.
La primera percepción cuenta con obras poéticas notables, y sólo por mencionar algún nombre emblemático se puede señalar el punto de partida hodológico que estructura los mejores poemas de visión paisajística de Rosalía de Castro o de Antonio Machado. Hay un poema de Dámaso Alonso, escrito en la época de los Poemas Puros que muestra perfectamente este sentido hodológico del conocimiento:

Mañana lenta,
cielo azul,
.................campo verde,
......................................tierra vinariega.
Y tú, mañana, que me llevas.
Carreta
demasiado lenta...

En este poema, como en tantos de Rosalía o de Machado, el camino asume no sólo la función de conocer, sino también se convierte, con los versos que siguen, en un símbolo existencial decisivo.
La segunda percepción parece, en principio, más extraña a la poesía. Sin embargo no es necesario, para encontrarla, abandonar la lectura de Dámaso Alonso. En su primer libro, impreso en 1921, aparece una sección —también nombrada en el título— denominada: «Poemillas de la ciudad». En el primero, «El propósito», se descubre con timidez el movimiento urbano, pero el sujeto ya no se encuentra incorporado a él como aquel joven de la mañana lenta, sino observándolo desde un punto fijo y distante:

De la ventana abierta se veían
lejos
sedas cambiantes, aguas de la noche.

En el segundo texto, «Calle del arrabal», el sujeto ya no busca sus referencias urbanas fuera, sino dentro, interiorizadas:

Se me quedó en lo hondo
una visión tan clara,
que tengo que entornar los ojos cuando
pretendo recordarla.

La mención es significativa porque el resto del poema está compuesto por una mera descripción de una escena urbana sin otra intervención explícita del sujeto; y cuando un leve movimiento anima la escena («Por el arroyo pasa / un viejo cojitranco») el yo se encuentra fuera de la misma, evocándola.
El tercer poema, «Los contadores de estrellas», recupera el sujeto que observa a distancia (en este caso sentimental) la ciudad, y añade un rasgo valorativo revelador:
Miro
esta ciudad
-una ciudad cualquiera-
donde ha veinte años vivo.
Todo está igual.

Este Todo está igual delata una percepción de la ciudad que, más que finita, parece ya agotada.
El séptimo poema se inicia sin preámbulo inmovilizando un movimiento urbano concreto, el de la salida de un espectáculo, mediante una imagen poética: «Racimo de burgueses». Y en el verso siguiente un plural genérico y la ausencia de un artículo crean una ambigüedad semántica de deliciosa ironía que contribuye a la percepción de la realidad como inerme: «Salidas de teatro».
El poema decimoprimero, «Tarde», que lamenta los domingos sin amor («Quiere / el alma compañía»), concluye con tres versos donde se suma a aquel observador distante desde la ventana un nuevo observador distante, aunque ahora lo sea de las ventanas ajenas (metáfora de la compañía no alcanzada por él) en una imagen que no despierta dudas sobre su concepción de la ciudad como una magnitud calculable, no sé si en el sentido que había vaticinado Emerson, aunque sí en un brillante cálculo poético de la soledad:

Heme
aquí, en esta tarde de domingo,
contando las ventanas que se encienden.

El poema duodécimo, «Crepúsculo», repite en su texto una imagen que subraya la concepción inmóvil de la ciudad, pese a la amenaza de «la noche, monstruo negro»:

Y la ciudad no sabe. La ciudad
extática
se mira en una estrella prematura:

y el poema acaba:

Y la ciudad no sabe.
-¡Ay, la ciudad
extática!-
Y están abiertas ya las fauces negras
que habrán de devorarla.

Y todavía se pueden citar tres versos más de un decimotercer poema, «Música callejera» que cerraba esta parte en la primera edición, aunque fue omitido en ediciones posteriores:

Sombra vïoleta,
café de la esquina,
dormida ciudad.

Este análisis de los poemillas juveniles y urbanos de Dámaso Alonso señala una percepción de la ciudad como una entidad distante (física y sentimentalmente), inamovible, estática (o extática), compuesta de imágenes fragmentarias cuyo movimiento o bien tiende a ser concebido como inerme, o bien no implica al sujeto.
No sé si Emerson y su teoría antiurbana del conocimiento explican estos «Poemillas de la ciudad», escritos con una ingenuidad que parece no plantear una postura en contra de la ciudad; postura que sin embargo existe previa a ellos. En uno de sus primeros poemas, «Madrid. Calles de tradición», fechado en 1918, se exaltan las calles antiguas y solitarias frente a la amenaza de la gran ciudad:

Sin que la calma de estas calles turbe,
a lo lejos difúndese y palpita
un extraño rumor, rugir de urbe,
de estulta población cosmopolita,

Y la misma idea persiste en el intelectual maduro, que en 1949 escribe: «Pero la verdad es que nosotros, habitantes de las ciudades —tan orgullosos como estúpidos—, nos entusiasmamos con la burda hojalatería de un automóvil americano, y hemos olvidado la belleza y la sabiduría (madurada en tantísimas eras) de esta nutricial y verdadera raigambre» [se refiere Dámaso Alonso al exacto significado de ciertas palabras vinculadas a la tradición].
Y si el ataque filosófico de Emerson contra las ciudades no se encontrara detrás de estos poemas, siquiera intuitivamente, sí se puede recurrir a él para analizar algunos versos emblemáticos de la poesía madura de Dámaso Alonso. El poema «Insomnio» se inicia con una definición de Madrid establecida como un cálculo —más de un millón— en el que la realidad de la ciudad queda reducida al método de establecer dicho cómputo —(según las últimas estadísticas)—. Y la selección léxica del poema contribuye a potenciar una concepción anti-hodológica de la existencia: me revuelvo, me incorporo, nicho, me pudro, paso largas horas, se pudren... La conciencia de finitud por la que clama el poema encuentra su contexto ideal en la ciudad finita y reducida a cálculo que coincide con la que había descrito Emerson.
De todas formas, la imposibilidad hodológica de la ciudad, es decir, la negación a concebir la ciudad como camino aparece hondamente enraizado en la poesía de Dámaso Alonso. «Mujer con alcuza» empieza planteando esta posibilidad: «¿Adónde va esa mujer, / arrastrándose por la acera...» Pero inmediata y bruscamente la imaginación hodológica urbana se interrumpe y se traslada a una simbología existencial trabada con elementos del campo:

Sí, estamos equivocados.
Esta mujer no avanza por la acera
de esta ciudad,
esta mujer va por un campo yerto,
entre zanjas abiertas, zanjas antiguas, zanjas recientes...

Esta reducción del ámbito significativo de la ciudad, producida una vez más en el seno de la poética de Dámaso Alonso, muestra la clara imposibilidad que la ciudad tiene en ella para proponer metáforas existenciales, seguramente por su incapacidad para encarnarse como camino. La ausencia de esta visión hodológica de la urbe —presente en la poesía moderna desde que Baudelaire la introdujera en su concepto de flâneur— sitúa a Dámaso Alonso en una actitud poética en contra de la ciudad (concebida como estática y reducida a cálculo), aun cuando la ingenuidad aparente de algunos poemillas la tiña de ternura y de simpatía.

3
Según el análisis de Morton y Lucía White, «Emerson reconocía que las ciudades ejercen una suerte de atracción magnética sobre los hombres de genio, y que es probable que sólo la ciudad ofrezca ciertas instituciones educativas, como escuelas de natación (sic), teatros de ópera, museos, bibliotecas y círculos sociales, así como oradores y viajeros extranjeros». Esta virtud de las ciudades frente a la vida alejada de ellas está implícita incluso en su origen mítico. Entre las razones por las que fue necesario construir ciudades, el humanista del siglo XIV Francesch Eiximenis afirma en el Dotzé del Crestià que la primera fue, obviamente, por honor y gloria de Dios; pero ya la segunda razón o «La segona raó per que los passats edificaren les ciutats es... per esquivar ignorancia e per saber çó que es profitós e necessari al hom en cors e en anima...». Y hasta cabría recordar lo que le dijo Sócrates a Fedro en un célebre diálogo platónico: «Soy amante de aprender. Los campos y los árboles no quieren enseñarme nada, y sí los hombres de la ciudad».
La observación de Emerson, de raigambre tan antigua, crea una asimetría entre pensamiento (sea poético o filosófico) y biografía; asimetría que resulta sencillo ilustrar en muchos poetas y filósofos cuyos escritos personales nos han llegado, con la excepción de Thoreau, claro. Incluso Miguel Hernández ha dejado en sus cartas impresiones gratas de la ciudad, opiniones que desechó a la hora de escribir su radical y nada matizado «Silbo de afirmación en la aldea».
Parecida asimetría es posible rastrearla también entre la obra y el Epistolario completo (1997) de Federico García Lorca. En sus cartas se repiten elogios a la vida intelectual que lleva en Madrid, y aún a la ciudad, pese al «bullicio insoportable y [a]... estas calles amplias llenas de desocupados y de hambrientos». Pero más claro que los continuos elogios a la ciudad mayor, anotaré sólo dos ejemplos de la comparación entre la vida intelectual de Madrid y la de su literariamente amadísima Granada. En 1920 le escribe a su madre, rogándole que interceda ante el padre y le convenza para que siga sosteniendo económicamente su estancia madrileña: «Ir a Granada —escribe Lorca— para estar en el café Alameda y oír (porque esto tú sabrás y te lo supondrás) multitud de majaderías es cosa inaguantable dada la vida seria y buena y provechosa que hago aquí». Seis años más tarde, desde su ciudad, exclama contundente: «Ya estoy un poco fastidiado en Granada. Quiero marcharme de aquí». Las citas que corroboran la apreciación de Emerson podrían multiplicarse. También las cartas desde Nueva York presentan la ciudad como algo «inmenso, pero [...] hecho para el hombre, la proporción humana se ajusta a las cosas que de lejos parecen gigantescas o descabelladas», o —dice en otro lugar— «que [Nueva York] es una ciudad de alegría insospechada» en la cual, desde luego, Lorca encuentra infinidad de motivos que atraen su atención de hombre de genio y que reseña en sus cartas, aunque sus poemas no recojan esa experiencia.
Todos los ejemplos anotados corroboran una asimetría de carácter difuso entre biografía y obra poética en la percepción de la ciudad. Para observar más de cerca este fenómeno voy a situarme en la primera obra de Lorca, publicada en 1918, el libro de prosas Impresiones y paisajes.
Se pueden definir las impresiones del título, para comprender lo que éste pretende, como descripciones con valoración subjetiva; descripciones de paisajes que a su vez son susceptibles de ser ordenados en tres apartados jerárquicos: paisajes monumentales, naturales y humanos. Los paisajes urbanos, los que interesan en esta reflexión, se incluyen en un subapartado de los primeros, es decir, lo urbano para el joven poeta carece de interés por sí mismo y es percibido en Impresiones y paisajes como un aspecto de los espacios monumentales.
Cuando se describen, estos paisajes urbanos aparecen caracterizados del siguiente modo: (a) en primer término son comprendidos siempre como emblemas del pasado, de un pasado que se admira y se añora, (b) en segundo lugar se subraya su carácter solitario y silencioso, por el que no transita nadie pese a ser lugares de paso de gentes (calles, plazas, puentes...), (c) y en última instancia, se repudia cualquier posibilidad de evolución, así como cualquier motivo que vincule el espacio con hechos del tiempo presente.
Si ahora, una vez determinados tres rasgos característicos concretos, se comparan los textos de Impresiones y paisajes con las cartas escritas por Lorca durante los viajes que inspiraron el libro, se obtiene el siguiente resultado:
a) El paisaje urbano concebido como emblema del pasado aparece tanto en las cartas («la ciudad [Ávila] es una joya del arte. Es como si la Edad Media se hubiera levantado del suelo: palacios señoriales, las murallas...» etc.) como en el libro («En algunas obscuras plazuelas revive el espíritu antiquísimo, y al penetrar en ellas se siente uno bañado en el siglo XV»)
b) Esta simetría se desequilibra ante la segunda característica. Los adjetivos silencioso y solitario son los más usados por Lorca para describir calles («se diría que por las calles tristes y silenciosas pasan sombras antiguas que lloraran cuando la noche media»), para describir plazas («Plaza amplia y desierta...»), para describir lugares («una cruz de estructura bizantina, admirable y solitaria...») y para describir ciudades («La ciudad está callada»). En el epistolario del viaje, sin embargo, no sólo no se encuentran referencias a esta soledad y este silencio que rodea los paisajes urbanos de aire medieval, sino que, por el contrario, Lorca habla a su familia de las personas que conoce («aquí la gente nos atiende una enormidad» dice en Ávila, y más adelante describe a los campesinos que acuden a las fiestas patronales y concluye: «aquí hay muchos de ellos y hemos hablado con muchos»). En la prosa literaria, sin embargo, el poeta avanza sólo «por calles llenas de quietud y oro de crepúsculo».
El carácter de estas calles castellanas y andaluzas solitarias, cruzadas sólo por sombras espectrales, se aparta por lo tanto de la percepción directa e inmediata de la realidad urbana de las ciudades visitadas. Es posible preguntarse, ahora, por el origen de esta impresión, y no resulta complicado encontrarlo. Detrás aparece el tópico simbolista de «la ciudad muerta», convertido en una moda literaria —como la califica Hans Hinterhauser en Fin de siglo, figuras y mitos (1980)— desatada tras el éxito en la época de la novela Brujas muerta del belga Georges Rodenbach, escritor en lengua francesa pero de espíritu flamenco. En España hubo «ciudades muertas» de gran prestigio como Toledo; pero sobre todo existió en el 98 un gusto especial por este tropo literario del simbolismo, presente en Azorín, en Baroja, en Unamuno y en Antonio Machado. El joven Lorca, heredero en su primer libro de la percepción finisecular del paisaje (noventayochista y modernista), puede sumarse a este nutrido recuento en la literatura española del tópico simbolista de la ciudad muerta.
Uno de los principios fundamentales del paisajismo en la época moderna es la necesaria relación que se establece en una descripción entre la veracidad del lugar y el método de observación cuidadosamente establecido. En este caso Impresiones y paisajes es el fruto de una simbiosis entre una realidad percibida cuya veracidad ha sido transformada artísticamente por un método de observación heredado de la época inmediatamente anterior, el tropo de la ciudad muerta. La asimetría entre obra y escritos íntimos se debe, por lo tanto, a esta razón.
c) Aún nos queda un tercer aspecto por comparar. En Impresiones y paisajes, el repudio de lo moderno y del presente son radicales, en coherencia siempre con el tropo elegido: «¡Ciudades arruinadas por el progreso y mutiladas por la civilización actual!» Sin embargo, de una de estas ciudades castellanas dice Lorca en carta a su familia: «Burgos es maravilloso, tanto en lo antiguo, que es de lo mejor de España, como en lo moderno».
Esta asimetría entre lo percibido en la realidad y lo reflejado en la obra literaria es la expresión de otra asimetría más profunda de la que Lorca es consciente desde muy pronto: los compartimentos estancos que habitan el arte —por una parte— y la civilización moderna —por otra—. En carta a Adriano del Valle de 1918, a propósito de la aparición de su primer libro, Lorca reflexiona con lucidez sobre este aspecto: «Yo soy un gran romántico y este es mi mayor orgullo. En un siglo de zepelines y de muertes estúpidas, yo sollozo ante mi piano soñando en la bruma...». Es decir, el arte y la poesía viven de espaldas a la civilización del presente. Resulta curioso que esto se afirme en 1918, año en que las vanguardias de estirpe futurista empiezan a llegar a Madrid. La ciudad moderna es, para este primer Lorca, un subgénero de una civilización que desprecia, pero a la que, de momento, se enfrenta de una manera oblicua, es decir, destacando sólo cuanto en ella existe de pasado y antigüedad. Es otra forma de estar en contra de la ciudad, en una oposición que no es ya la de campo-ciudad, sino, ciudad del pasado (ciudad muerta)-ciudad del presente (civilización moderna); confrontación que también aparece en el primerísimo Dámaso Alonso, pues este mismo tema es el que se desarrolla —en las mismas fechas— en su poema juvenil «Madrid. Calles de tradición»: versos que exaltan las callejas viejas, tristes y solitarias frente al «rugir de urbe» y su «estulta población cosmopolita»; argumento contra la ciudad que el primer 27 hereda de las corrientes estéticas del fin de siglo.

4
Nueva York ha sido desde el principio el objetivo favorito de los detractores de las ciudades. La literatura y el pensamiento norteamericanos acumulan reproches, antipatías, ataques y soflamas en contra de esta ciudad. Y también algún elogio. Nueva York ha pasado a formar parte de tradiciones literarias que nada tienen que ver con su territorio. Desde el Diario del poeta reciencasado de Juan Ramón o desde Poeta en Nueva York, hasta los más recientes Nova York de Blai Bonet, Ciudad del hombre: New York de José María Fonollosa o el Cuaderno de Nueva York de José Hierro, la gran ciudad norteamericana forma parte ya de los asuntos y temas centrales de la literatura contemporánea en España.
Federico García Lorca incorpora a Poeta en Nueva York muchos de los juicios contra la ciudad que le preceden y los recrea en versos pletóricos de fuerza poética. Sin embargo, Nueva York sólo posee relieve de tema principal en dos o tres poemas del libro («La aurora», «Nueva York (Oficina y denuncia)» y tal vez «Paisaje de la multitud que vomita»), en los otros textos la gran ciudad, cuando aparece, se limita a acompasar una angustia y un dolor cuyas raíces exceden la limitada magnitud de los rascacielos: «¡Asesinado por el cielo!» clama un verso desde el primer poema. Poema cuyo título, «Vuelta de paseo», busca introducir el sentido hodológico en el libro ya desde el inicio. Aunque aquí Lorca realiza una pequeña trampa literaria, o por explicarlo con palabras de María Clementa Millán, editora del texto, se delata «la diferencia existente entre [... la] 'estructura externa' [títulos] y [la] 'configuración interna' del poemario». El camino que el poema establece con sus identificaciones (árbol, niño, animalitos, agua, mariposa) no es obviamente urbano como supondría el título de la sección, «Poemas de la soledad en Columbia University», ('estructura externa') sino campestre ('configuración interna'), en coherencia con el lugar donde fue escrito: las montañas de Castkills.
Se ha afirmado en estas páginas que en Poeta en Nueva York es posible hallar vestigios de los discursos contra la ciudad que le preceden. De hecho cuanto se ha anotado en ellas debería de servir como comentario y glosa a algunos versos del libro.
Una vez recordado cómo el crecimiento urbano fue percibido y aun definido por sus expresiones más extremas («un albañal de todas las depravaciones de la naturaleza humana» decía Jefferson), y cómo Guillén sometía este criterio a una nueva visión laica que señalaba otros responsables antes que la gran ciudad, se comprueba que Lorca comparte esta última opinión, y añade incluso un nuevo matiz decisivo: el deseo de amparar el sufrimiento latente que provocan esas situaciones de esquina. En la «Oda a Walt Whitman» se lee:

Por eso no levanto mi voz (...)
(...)
contra los solitarios de los casinos
que beben con asco el agua de la prostitución,

Versos en los que, ausente la noción del pecado, aflora el sentimiento solidario ante los que sufren la verdadera soledad, que no es sólo la de quienes poseen una manera de amar diferente, sino la de quienes se encuentran solos y despreciados en esa soledad.
En esta suma de ecos de los discursos de la ciudad, es posible descubrir rastros de aquel tropo simbólico que tanto cultivó Lorca en su juventud, el de las ciudades muertas. Un verso de «Luna y panorama de los insectos» lo evoca claramente: «por las calles deshabitadas de la Edad Media que bajan al río».
Con Emerson comparte el rechazo de la ciudad pragmática del cálculo y de la medida. El poema «La aurora» es un desabrido ataque a la desnaturalizada Nueva York:

saben que van al cieno de números y leyes,
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.

«Nueva York (Oficina y denuncia)» concentra todos los argumentos en contra de la urbe matemática: multiplicaciones, divisiones, sumas... operaciones crematísticas bajo las cuales «hay una gota de sangre». En este poema Lorca enuncia con un gran acierto un tema capital de la vida en las grandes ciudades, la imposición de una economía monetaria:

Todos los días se matan en Nueva York
cuatro millones de patos,
cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes
un millón de vacas,
un millón de corderos
y dos millones de gallos
que dejan los cielos hechos añicos.

En su fundamental ensayo sobre «las grandes urbes y la vida del espíritu», Georg Simmel estudia las consecuencias de la economía monetaria impuesta por las sociedades complejas. Esta economía monetaria, objetiva e indiferente al individuo, crea un espíritu calculador que, afirma Simmel, «favorece la exclusión de aquellos rasgos esenciales e impulsos irracionales, instintivos, soberanos, que quieren determinar desde sí la forma vital, en lugar de recibirla como una forma general, esquemáticamente precisada desde fuera». Subrayo en el texto las palabras exclusión e impulsos soberanos. Creo que esta observación sociológica se encuentra en el centro del discurso antiurbano de Lorca, quien, por cierto, lo dice con una belleza que estremece:

debajo de las divisiones
hay una gota de sangre de marinero;
debajo de las sumas, un río de sangre tierna.

Estos temas —el mal, el progreso ciego, el cálculo— no agotan el pensamiento contra la ciudad en la literatura y la filosofía norteamericanas ni tampoco en Poeta en Nueva York. Hablando de multitudes, de la angustia, de amenazas e injusticias... se podría seguir estableciendo paralelismos entre ideas y versos, no sé si en el aire de la imaginación o sobre la tierra firme de los textos. Pero para cerrar estas divagaciones me gustaría anotar una frase de un célebre narrador norteamericano del siglo XIX, Nathaniel Hawthorne, quien afirmó: «Hay motivos para sospechar que un pueblo va hacia la decadencia y la ruina en el momento mismo en que su vida se torna fascinante para la imaginación del poeta o el ojo del pintor». ¿Cómo no darle la razón si se piensa en el Nueva York del 29 y en los ojos de Lorca embelesados en las multitudes? «Tropezando con mi rostro distinto de cada día» dice un verso de «Vuelta de paseo»; un verso —por cierto— que deshace aquella trampa con la que inicia el libro y desvela la autenticidad de su sentido hodológico urbano: un rostro distinto cada día, el camino y la multitud no están fuera, como en el Poe de «El hombre de la multitud» que la observa cínico desde «el café D., de Londres.», sino que camino y multitud se encuentran dentro del poeta, y éste es uno de los rasgos poéticos y también de percepción urbana más notables de Poeta en Nueva York.
Se me ocurre, sin embargo, que tal vez sí se pueda decir, parafraseando al novelista norteamericano, que cuando la imaginación de un poeta o el ojo de un pintor se fijan en la decadencia y en la ruina de una ciudad, ésta inmediatamente se redime, como esta espléndida imagen nocturna de Nueva York redime la ciudad de cuantos males se le han atribuido en estas páginas: «Enjambres de ventanas acribillan un muslo de la noche».