tag:blogger.com,1999:blog-49433657118134900012024-02-18T21:34:13.717-08:00Poesía y CiudadUnknownnoreply@blogger.comBlogger17125tag:blogger.com,1999:blog-4943365711813490001.post-35787551215104583452011-09-16T09:17:00.000-07:002011-11-19T08:32:46.470-08:00<span style="color:#ffffff;">.</span><br /><span style="color:#ffffff;">.</span><br /><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh0mLBfpCfNNZDul53wHBTlXZ0qkoWMuvOcDqUZYnZcG6HhibLeVwhWpi_u2_OjjmIX0Ji8pHY7aY8vIC2GcEm-jNXDlr__5cfuMMfIufuTPZ4RiSsji6oTGBe80bQh34QBByyAqfSAsdQ/s1600/IMAG0015letras.jpg"><img style="TEXT-ALIGN: center; MARGIN: 0px auto 10px; WIDTH: 354px; DISPLAY: block; HEIGHT: 466px; CURSOR: hand" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5676744614220291106" border="0" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh0mLBfpCfNNZDul53wHBTlXZ0qkoWMuvOcDqUZYnZcG6HhibLeVwhWpi_u2_OjjmIX0Ji8pHY7aY8vIC2GcEm-jNXDlr__5cfuMMfIufuTPZ4RiSsji6oTGBe80bQh34QBByyAqfSAsdQ/s320/IMAG0015letras.jpg" /></a><br /><br /><div align="right"><br /><span style="font-family:georgia;"><span style="color:#666666;"><em>La aparición de estos rostros en la multitud,<br />pétalos en una húmeda rama negra</em>.</span><br />EZRA POUND<br /><br /><em><span style="color:#666666;">Un poema comprime muchas cosas en muy poco espacio y le añade<br />música, elevando así su significado.<br />La ciudad es como la poesía: comprime<br />toda la vida, todas las razas y castas, en una pequeña isla<br />y les añade música y un acompañamiento<br />de motores subterráneos.<br /></span></em>E.B. WHITE </span></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4943365711813490001.post-84427535808430703752011-09-16T08:59:00.000-07:002011-09-16T09:15:48.752-07:001. Poesía y ciudad<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhQU-PZdJsBceSmfPbcRQ-6AUxLCfdhuONpA1eIg5IrChuqYEmpIpyR61Ah3nSANFFws0WJCwJu1u3sdos20h2Nk9AhCjCWbZ3WubysUdqeKm7ricF4TJL_NuU-784HOvCxDaeiZ5u53KE/s1600/P1020672.jpg"><img style="TEXT-ALIGN: center; MARGIN: 0px auto 10px; WIDTH: 320px; DISPLAY: block; HEIGHT: 240px; CURSOR: hand" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5652991827147663090" border="0" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhQU-PZdJsBceSmfPbcRQ-6AUxLCfdhuONpA1eIg5IrChuqYEmpIpyR61Ah3nSANFFws0WJCwJu1u3sdos20h2Nk9AhCjCWbZ3WubysUdqeKm7ricF4TJL_NuU-784HOvCxDaeiZ5u53KE/s320/P1020672.jpg" /></a><br /><br /><div align="justify"><span style="font-family:georgia;font-size:130%;">El hecho de que la gran transformación urbana sea un fenómeno histórico reciente, junto a la conciencia de que no concierne sólo a quienes lo gestionan, explica el aspecto que en la actualidad presentan los estudios sobre la ciudad: es poco lo que se ha dicho, pero cada día se plantean nuevos asedios desde distintas combinaciones interdisciplinares (urbanistas, geógrafos, historiadores o psicólogos). Y sería conveniente que la crítica literaria no permaneciera ajena a esta tendencia.<br />Roland Barthes ya avisaba a los geógrafos, en 1971, de la conveniencia de ir a buscar en la tradición literaria los datos necesarios para sus investigaciones: «Lo que tiene más interés no es tanto multiplicar las encuestas o los estudios funcionales de la ciudad, cuanto aumentar las lecturas de la ciudad, de la que, desgraciadamente hasta ahora, sólo los escritores nos han dejado algunos ejemplos». Consejo que coincide con la opinión del geógrafo francés Antoine S. Bailly, autor de un estudio clásico sobre <em>La percepción del espacio urbano</em> (1979), quien reconoce que «mucho antes que el geógrafo o el urbanista, el escritor tuvo la ambición de aprehender la ciudad». Ambas observaciones apuntan hacia la esencia misma de la ciudad, fenómeno que sólo se puede comprender desde el mestizaje del saber. En la misma línea el geógrafo español Horacio Capel se ha atrevido a aconsejar a los geógrafos argentinos, reunidos en congreso, que sobre todo lean a Jorge Luis Borges, en conferencia que recoge el volumen <em>Dibujar el mundo</em> (2001).<br />Lo que no ha ocurrido, sin embargo, es el consejo de Barthes, Bailly y Capel a la inversa: el que los críticos literarios asuman la condición urbana que aparece en su propio y específico campo de observación. Pueden mencionarse, es cierto, algunos trabajos recientes sobre novela y espacios urbanos, pero en conjunto no remontan un acercamiento al problema meramente empírico. Y cuando algún tratadista intenta mayores vuelos suele conformarse con la luz nebulosa de las generalizaciones, o bien derivar sus análisis —en el mejor de los casos— hacia visiones mucho más amplias o más habituales en la crítica actual (sociológicas, sociales o sencillamente literarias).<br />Semejante vacío bibliográfico se halla en el vértice conceptual que reúne el ámbito urbano y la tradición poética. Mayor, si cabe, puesto que los cimientos críticos y filosóficos de esta relación, íntima y ya indisoluble, fueron excavados con lucidez en las primeras décadas del siglo XX por Walter Benjamin, sobre todo en su lectura del París decimonónico: «En Baudelaire París se hace por vez primera tema de la poesía lírica». Es decir, desde <em>Les fleurs du mal</em> la ciudad se convierte en tema de la poesía, pero también ésta —«la mirada (alegórica) del alienado»— pasa a formar parte del ser de la ciudad. Y esta doble implicación es la que debe ser desvelada por la crítica allí donde ocurra.<br />El binomio ciudad y poesía ha de resolver distintos contratiempos históricos y conceptuales: ¿a qué<em> ciudad</em> se hace referencia cuando se utiliza este término: la urbe amurallada, la expansión industrial, la metrópoli, la megalópolis? ¿Qué amplitud se otorga al concepto de ciudad, que es capaz de abarcarlos todos, desde el mero individuo como reflejo urbano (recuérdese la <em>domus pusilla urbs</em> de Alberti) hasta la Ecumenópolis, cuya virtualidad cada día es más patente? ¿Qué grado de autonomía histórica y artística se adscribe a las ciudades en relación con entes de mayor extensión a las que aquellas se vinculan de manera difícilmente divisible: naciones, estados, países...? ¿Cómo organizar, en suma, el laberinto de referencias sobre un único concepto, que nace de observar las ciudades más dispares y distantes? ¿Todas las ciudades son una misma ciudad? Y para no complicar del todo este panorama, se ha de dar por supuesto que existe un acuerdo crítico sobre lo que se considera <em>poesía</em> o sobre qué tradición sea la hegemónica.<br />A grandes rasgos y atendiendo a esta complejidad conceptual, las relaciones entre «poesía y ciudad» pueden situarse en tres niveles diferentes que indican tres preocupaciones distintas bajo el mismo enunciado.<br />En el nivel más genérico posible, <em>ciudad</em> equivale a civilización. Sentido éste que percibió con claridad Unamuno: «La civilización en su estricto sentido, en el sentido de hacer a un pueblo civil, ciudadano, dotado de espíritu de ciudad...» Algo semejante, pese al pobre acierto estético, expresan algunos versos de Eduardo Marquina en sus <em>Canciones del momento</em> (1910):<br /><br /><span style="color:#666666;">Que antes que piedra y que madera y hierro<br />la Ciudad era espíritu...<br /></span><br />A partir de esta concepción cabría interesarse, en un primer acercamiento, por el debate sobre el papel del poeta en la civilización contemporánea. En la tradición anglosajona, por ejemplo, este asunto se ha convertido en una preocupación central de cualquier poética, pero no se puede afirmar lo mismo sobre la hispánica, que suele agotar el problema con meras anécdotas sociológicas (subvenciones, editoriales, público...).<br />Si las relaciones entre poesía y ciudad son de doble dirección, en este mismo nivel se ha de plantear una cuestión mucho más fértil e interesante: ¿qué consecuencias ha tenido la ciudad-civilización en la tradición poética? Me atrevería a pensar que tanto ese «espíritu de ciudad» de Unamuno como la propia dinámica urbana a partir de la revolución industrial (algo más tarde en España) no han sido inocuos en la evolución de las formas poéticas. La inflexión del tono lírico, de la grandilocuencia a la casi intimidad, la persecución del coloquialismo, la atención al valor simbólico de minucias y trivialidades de la vida cotidiana, o cierta afición canallesca que germinaron junto a las delicuescencias y sinestesias modernistas no son ajenas al influjo urbano, entendido éste en su sentido más extenso. Dentro del modernismo, una parte de la obra de Manuel Machado, <em>El mal poema</em> (1909) en especial, quizá sea el mejor ejemplo. De la misma época datan las <em>Canciones del momento</em> (subtituladas pomposamente: «Odas de la ciudad y horas trágicas»), de Marquina, aunque su valor literario sea sustancialmente menor.<br />Después del modernismo, aunque con una intención opuesta, también Dámaso Alonso se propuso integrar en la lírica el sentido lingüístico y de civilización que aportaba la ciudad en un libro extraordinario: <em>Hijos de la ira</em> (1944). La ciudad existencialista del «millón de cadáveres», lo es «(según las últimas estadísticas)». Este libro fecundó además una poética comprometida con las condiciones de «la vida civil» y con una lengua poética que fuera sobre todo «ciudadana».<br />En un segundo nivel de relación,<em> ciudad</em> equivale a «un asentamiento relativamente grande, denso y permanente, de individuos socialmente heterogéneos», según la definición ya clásica de Louis Wirth. En este capítulo se tratará de analizar no sólo la poesía que asume como tema la vida urbana, sino también las reacciones frente al fenómeno urbano que la literatura haya propiciado, o incluso condicione en la actualidad.<br />Hay que realizar una importante observación previa: la moderna lírica urbana, de raíz baudelairiana, no es heredera de la poesía de la ciudad antigua. Ésta tenía su propio subgénero, el canto apologético, que era una exaltación externa de la ciudad noble: su fundación, sus héroes, sus murallas, sus maravillas... Aunque hoy siga existiendo una poesía de lugares, a veces más artesanal que artística; al poeta actual le interesa únicamente el aspecto interno, íntimo, de la vivencia urbana. Que no existan vínculos profundos entre la poesía de la ciudad antigua y la propia de la metrópoli no significa, sin embargo, que no se perciban claramente las connotaciones de una y otra. Existe un brevísimo poema del poeta nicaragüense Luis Alberto Cabrales que es capaz de dedicar dos atinados versos a cada una de esas concepciones antagónicas, para quedarse luego con la ciudad, y el ideal amoroso, tradicionales:<br /><br /><span style="color:#666666;">Fulgen los rascacielos arropados en niebla.<br />Un río de muchachas frescas —leche y miel— pasa.<br />Sueño con una ciudad de tejas rojas<br />donde una mujer sola como yo sueña.<br /><br /></span>También en el modernismo se puede rastrear el inicio de esta poética. Villaespesa escribió poemas como el soneto «Toledo», que empieza «Vieja ciudad de hierro...» y concluye refiriéndose explícitamente a aquello que definía la ciudad antigua, su inmutabilidad:<br /><br /><span style="color:#666666;">y el águila imperial detendrá el vuelo<br />sobre la aguja de la catedral.<br /><br /></span>Pero también escribió un poema como «Nocturno de ciudad», que <em>narra</em> un episodio urbano donde imágenes de anonimato se suceden (niños, madres, moribundos, amantes) para concluir en una escena donde ese anonimato impregna lo más íntimo: el ofrecimiento amoroso, susurrado por «las hijas pálidas del vicio». La herencia de Baudelaire se dibuja nítida, y, junto a ésta, emerge una concepción de la vida de ciudad muy distinta a la que emana del poema dedicado a Toledo.<br />La primera ciudad que entra en los versos modernos es, por lo tanto, la ciudad marginal: una suerte de arrabal literario donde el poeta se identifica con alcohólicos, ladrones, anarquistas o rameras. En esta ciudad del mal la poesía a veces ampara un mero costumbrismo bohemio (Carrère), pero en otras ocasiones se reconoce un esfuerzo notable por renovar los temas de la poesía lírica.<br />Más tarde los poetas se centrarán sobre todo en la ciudad deshumanizada de las multitudes y el ruido. O mejor sería decir <em>contra</em> la ciudad deshumanizada. <em>Poeta en Nueva York</em> (1940) es ya un título emblemático, al que se pueden añadir no pocos textos del <em>Cántico</em> de Jorge Guillén, como: «Jardín de en medio», «Además», «A vista de hombre», o «Callejeo». No todos los poemas guillenianos, sin embargo, participan de esa aversión urbana; «Como en la noche mortal» es una espléndida introspección en la vida de ciudad:<br /><br /><span style="color:#666666;">Mujeres fugacísimas,<br />Ráfagas hacia el deseo,<br />Un ocio vagabundo...<br />¿Qué es lo que yo no quiero?<br /><br /></span>La conocida como Generación del 50 fue la primera que se propuso desarrollar una poética de la ciudad, sin complementos detrás ni preposiciones previas. «Los poemas de Ángel González en su primer libro, <em>Áspero mundo</em>, se remiten siempre al Madrid de los últimos cuarenta y primeros cincuenta. La atmósfera, las luces y el sentimiento de vivir en aquellos años y en aquella ciudad parecen haberse condensado en ellos, mucho más que en cualquier descripción directa» (carta de Jaime Gil de Biedma del 20 de octubre de 1988). Los poetas de esta generación fueron quienes más connotaciones desvelaron de la vida interior en la metrópoli.<br />Un tercer nivel de estudio es el que cohesiona radicalmente el nombre de un poeta al nombre de una ciudad. Pero, ¿es París quien crea la figura de Baudelaire o es Baudelaire quien ha creado una imagen de París? Que las dos opciones sean ciertas es premisa necesaria de aquella doble dirección que se establece entre el poeta y la ciudad. Nadie ha de dudar que cada ciudad tiene un carácter propio que penetra en sus habitantes, pero tampoco negará que vemos y <em>leemos</em> hoy muchas ciudades apegados a los versos de sus poetas. Lisboa sin Cesário Verde y sin Álvaro de Campos no sería la ciudad que<em> es</em>.<br />Como toda clasificación, ésta no es menos arbitraria que cualquier otra. Su única intención ha sido mostrar esa necesidad que la crítica literaria va a tener, tiene ya, de estudiar el fenómeno urbano para no desentenderse de preocupaciones y hallazgos de los poetas. </span></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4943365711813490001.post-14663959484717698532011-09-16T08:40:00.000-07:002011-09-16T08:54:24.353-07:002. El poeta HACIA la ciudad: Tomás Morales<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhr_W9hO71bEIOh-KpaHPjrIYSPRPQRsKvLzzHpcQz47mJia4pw_DfZcPRADxVQjvw3LeHcDOrHcNLurNml5NBTHHSND87ZGbpD11beP5BqZRCjs_1ZOzyGmv1Rs8bLiNGueb_spmO8gns/s1600/P1030944.jpg"><img style="TEXT-ALIGN: center; MARGIN: 0px auto 10px; WIDTH: 320px; DISPLAY: block; HEIGHT: 240px; CURSOR: hand" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5652986274069393474" border="0" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhr_W9hO71bEIOh-KpaHPjrIYSPRPQRsKvLzzHpcQz47mJia4pw_DfZcPRADxVQjvw3LeHcDOrHcNLurNml5NBTHHSND87ZGbpD11beP5BqZRCjs_1ZOzyGmv1Rs8bLiNGueb_spmO8gns/s320/P1030944.jpg" /></a><br /><br /><div align="justify"><span style="font-family:georgia;font-size:130%;">Los urbanistas distinguen con claridad dos fases históricas del fenómeno «ciudad». Inmutable, estática, cercada y unitaria ha pervivido la ciudad a lo largo de los siglos. Su crecimiento estaba cercenado por los necesarios muros de defensa, y estos a su vez acendraban su unificación formal e ideológica. La revolución industrial supuso una mutación absoluta de la faz tradicional de las ciudades. Lo estático se convirtió en dinámico, los límites se disiparon con rapidez hasta desaparecer como entidad urbana significativa, se impusieron, en fin, las tendencias acumulativa e innovadora. «Ciudad antigua» y «metrópoli» son los nombres que convencionalmente han de recibir aquí cada una de estas dos realidades diacrónicas.<br />Esta evolución de la inmutabilidad al dinamismo tiene su reflejo paralelo en el tratamiento poético de la ciudad. La poesía llamada propiamente «urbana», cuya primera revelación fue dada por Charles Baudelaire, es el resultado de una vivencia lírica propiciada por el movimiento de las grandes urbes. La ciudad clásica, por su parte, ha sido objeto siempre de ensalzados cantos a sus particularidades. La perspectiva simbólica que asumen los poetas antes de la mutación es externa, después será interna. Es decir, la ciudad antigua fomentó un subgénero apologético de canto a una ciudad que normalmente aparecía enunciada en el título. En general se trata de composiciones extensas que desarrollan los siguientes puntos: primero, la fundación e historia mítica de la ciudad; segundo, su descripción tópica; y en tercer lugar, los hechos y linajes que servían como «medio de identificación histórica de cada comunidad», según ha estudiado José Luis Orozco Prado. La nueva perspectiva desarrollada por los poetas tras la gran transformación arraiga en el uso del espacio urbano —con frecuencia genérico, no relacionado con tal o cual ciudad— como referente simbólico interno. La ciudad no es ya el único tema, sino un entramado —referencial o metafórico— que subyace a los temas clásicos de la poesía: el amor, la soledad, la muerte… De un modo somero podría afirmarse que la ciudad ocupa ahora el lugar que en la tradición había ocupado la naturaleza.<br />A grandes rasgos estos son los dos polos del tratamiento poético de la ciudad a lo largo de nuestra historia literaria. Ahora bien, entre uno y otro se extiende un territorio fronterizo en el que se mezclan maneras de una y otra actitud. Una obra emblemática de este punto de inflexión es la «Oda a Barcelona» (1883) del poeta catalán Jacint Verdaguer (1845-1902), donde se refleja el dinamismo y la expansión metropolitanas en una composición que presenta todas las características del cántico mítico y apologético:<br /><br /><span style="color:#666666;">mes prompte ta creixença rompé l’estret cordó;<br />(…)<br />per sobre el clos de pedra saltant com un lleó<br /><br /></span><span style="color:#666666;">[<em>pero pronto tu crecimiento rompió el estrecho cordón</em>;<br />(…)<br /><em>sobre el cerco de piedra saltando como un león</em>]<br /><br /></span>Otro texto que ilustra con claridad este punto de inflexión es el «Canto a la Ciudad Comercial» de Tomás Morales. Con él inicia la sección «Poemas de la Ciudad Comercial» del libro segundo de <em>Las Rosas de Hércules</em> (1919). Formalmente se adscribe a la convencionalidad del canto apologético de la ciudad antigua. Sus 120 versos desarrollan, por este orden, los siguientes motivos: primero, el linaje y la fundación míticos (1-45); segundo, la descripción de la ciudad (77-113); y acaba con la conclusión o broche donde el poeta da razón de su «canto» (114-120), final común también en este tipo de composiciones elogiosas. Además de conservar la misma estructura de estas, comparte con ellas un mismo tono basado en el uso enfático de la segunda persona verbal, referida a la ciudad («¡Era tu epinicio!», «Sucinta es tu historia», «ésta tu opulenta, sagital, carrera»), impensable en la actual poesía urbana. Estos rasgos formales y estructurales, sin embargo, no son coherentes con la materia significativa que transportan. No describe Tomás Morales una ciudad clásica, sino una dinámica y próspera ciudad comercial, es decir, moderna. Son constantes las referencias al crecimiento de la urbe:<br /></span></div><br /><div align="justify"><span style="font-family:georgia;font-size:130%;"><span style="color:#666666;"></span></span></div><br /><div align="justify"><span style="font-family:georgia;font-size:130%;"><span style="color:#666666;">Después, tu incremento;<br />un inusitado desenvolvimiento,<br />un infatigable sueño de grandeza<br /><br /></span>Pero lo que fecunda el poema es sobre todo la efervescencia comercial de la ciudad, su auge económico:<br /><br /><span style="color:#666666;">Es la puesta en marcha de esta maquinaria<br />de ruedas audaces y ejes avizores,<br />que el cálculo impulsa y el oro gobierna.<br />¡Cólquida moderna<br />de los agiotistas y especuladores!<br /><br /></span>La actividad económica es, de hecho, el único vínculo que mantienen entre sí los habitantes de la ciudad:<br /><br /><span style="color:#666666;">Es la Plaza. Gente,<br />que detrás del medro corre diligente<br />y a tu seno el brillo de tu bolsa atrajo;<br /><br /></span>O dicho de otro modo: los lazos religiosos políticos, culturales, simbólicos… que tradicionalmente habían unido a los ciudadanos, ahora, en la metrópoli se han ido reduciendo en favor de una nueva relación preponderante, porque —como afirma Antoine S. Bailly— «la ciudad transmite cada vez menos la cultura de la sociedad y las expresiones simbólicas, y ha pasado a ser un lugar económico, en el que signos e indicadores tipificados nos permiten orientarnos.» Y estos «signos e indicadores» aparecen diáfanos en el poema. Son los comercios, las mercancías, la maquinaria, el puerto… En suma, Tomás Morales, sorprendido por la nueva fisonomía que su ciudad adquiere, describe con exactitud lo nuevo, descubre las tensiones de la mutación, y con todo ello elabora un poema apoyándose en los rasgos establecidos por un subgénero tradicional, el canto apologético. Esta aparente paradoja tipifica el punto de inflexión entre las perspectivas que asumen la poesía de la ciudad antigua (externa) y la moderna poesía urbana (interna).<br />El conjunto de poemas que el «Canto a la Ciudad Comercial» prologa recibe el significativo nombre de «La Ciudad y el Puerto». De hecho, la mención misma de ambos títulos señala el modo cómo percibe Tomás Morales su realidad urbana: la Ciudad Comercial como un todo dividido en dos mitades perfectamente delimitadas: el puerto y la ciudad.<br />El puerto es, a su vez, el puente entre dos temas esenciales en Tomás Morales: la Ciudad Comercial y el Mar. Por una parte, el puerto está integrado en la vida económica de la ciudad, es una zona vital («Son tus anchas calles y tus malecones»); pero por otra, adquiere una autonomía simbólica vinculada al «mar». Aunque también se puede dar la vuelta al aserto: la visión del mar de Morales está íntimamente ligada al ámbito portuario. La razón que justifica el tema del mar es de índole lírica: «Yo respiré, de niño, su salobre fragancia.» Es decir, el mar y el puerto forman parte del paisaje originario del poeta, su visión primera y virginal del mundo. El dato es de capital importancia, pues en él prende sin duda la tradición poética urbana. La ciudad ahora, en detrimento de la naturaleza, es codificadora y catalizadora de la experiencia; lógico será por lo tanto tomar una actitud ante ella, sea ésta de aceptación o de rechazo. En Morales es de plena aceptación: «Yo amo a mi puerto.» Y su puerto incluye un paisaje de barcos, recién fletados o herrumbrosos y encallados («yo amo estos barcos»), «poderosas grúas», almacenes de mercancías, tabernas inmisericordes, y sobre todo un paisaje de marineros foráneos, viejos lobos de mar que entonan cantares y narran en noches de bonanza las historias, terribles, de navegaciones y naufragios («¡Hombres del mar, yo os amo!»). Y todo este ambiente, tan espléndidamente recreado por el poeta, forma parte indefectiblemente de la percepción lírica de la ciudad.<br />La concepción de la ciudad en sí misma se adecua a la ruptura de la unidad clásica: no es una y homogénea, son tres las ciudades que Tomás Morales evoca en la Ciudad. En primer lugar recrea el poeta «la ciudad del comercio», situada en torno a la calle de Triana:<br /><br /><span style="color:#666666;">La calle del comercio, donde ofrece<br />el cálculo sus glorias oportunas;<br /><br /></span>Algunas notas que caracterizan esta zona de la ciudad son: riqueza, estrépito, predominio de lo extranjero, de lo oriental… La percepción poética de este tipo de ambiente urbano es uno de los hallazgos más singulares de Morales. Al final, sin embargo, el poeta, que con entusiasmo había descrito la caótica calle, se deja vencer por el cansancio:<br /><br /><span style="color:#666666;">Y el alma, que es, al fin, mansa y discreta,<br />tanta celeridad le da quebranto…<br />y sueña con el barrio de Vegueta,<br />lleno de hispano-colonial encanto…<br /><br /></span>El barrio de Vegueta nombrará un segundo tipo urbano: la ciudad residencial. Remanso de reposo provinciano:<br /><br /><span style="color:#666666;">Esta es la paz callada; a su dormida ausencia<br />no llegan los rumores roncos de la urbe en celo;<br /><br /></span>Es la zona urbanizada para el descanso familiar («¡Oh, la casa canaria, manantial de emociones!»)… Si ciudad del comercio y residencial son cabos de una misma actividad, frente a estas se halla escondida una tercera ciudad, arraigada en una tradición literaria más densa (que se extiende desde Baudelaire hasta los modernista coetáneos de Morales), aunque no por ello con un referente menos real que las otras: <em>la ciudad del mal</em>.<br />El paisaje descrito con minuciosidad por el poeta, con esa portentosa capacidad suya para crear en el texto un ambiente sobrecogedor, en este caso, es una ciudad de:<br /><br /><span style="color:#666666;">Tascas, burdeles; casas que previenen<br />con su aspecto soez. Toda la incuria<br />de los puertos de mar, en lo que tienen<br />de pendencia, de robo y de lujuria…<br /><br /></span>Tres ciudades conviven, pues, en el seno de la Ciudad de Tomás Morales, la del comercio, la residencial y la del mal. Cada una es percibida con su particular modo de vida, todas ellas reunidas por la mirada lírica del poeta caminan <em><strong>hacia</strong></em> una verdadera poética de la ciudad.<br />Se ha comprobado que puerto y ciudad son dos temas esenciales en la poesía de Tomás Morales. Ahora bien, la actitud clara y rotunda del poeta frente a ellos sólo se manifiesta en los textos que prologan o enmarcan los poemas dedicados a uno u otro asunto. Pero en estos sólo aparece de una forma velada. Esta actitud lírica tiene, por lo tanto, dos modos de aflorar: uno explícito —mencionado en los párrafos anteriores («yo amo…»)—; y otro implícito, accesible únicamente mediante un análisis de los espacios urbanos como espacios reflejos (perspectiva interna). Señalaré el caso ejemplar de dos poemas: uno, el soneto XII de los «Poemas del Mar», que empieza: «Noche pasada a bordo, en la quietud del puerto…»; y otro, el soneto «Estampa de la ciudad primitiva». Ambos son dos crepúsculos matutinos, ambos poseen una filiación literaria en la tradición de «Le Crépuscule du matin» de Baudelaire. En ninguno aparece explícita la actitud del poeta, pero no será difícil detectarla en el trasfondo del poema. Si el crepúsculo vespertino simboliza el final de un período, la conclusión de un ciclo, y convoca en general un sentimiento de nostalgia; el crepúsculo matutino simbolizará el punto opuesto del recorrido, el comienzo. Así ambos poemas plantean en primer lugar una situación inicial: la ciudad y el puerto no están para el poeta a punto de extinguirse, sino en una naciente actualidad, rodeados de luz y claridad, visibles, aprehendibles. Por ello también la sentimentalidad implicada en ambos espacios se halla en el polo opuesto a la nostalgia: la exaltación de una realidad palpable, diáfana, actual, compartida, aceptada e identificada con el propio ser del poeta. Tomás Morales escribe sobre su ciudad y su puerto desde un simbólico crepúsculo matutino, lo hace con agudeza de percepción y entusiasmo, lo describe porque lo ama, porque procede de su interior y nombra, a su vez, sus vivencias íntimas.<br />Tal vez Tomás Morales sea el primer poeta español plenamente consciente de desarrollar una poética urbana. Su lección conviene tanto a los olvidadizos historiadores de los fenómenos literarios, como a los poetas actuales que reivindican el espacio urbano como lugar transitable para la poesía. </span></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4943365711813490001.post-75048843138768782392011-08-30T07:51:00.000-07:002011-08-30T08:00:53.611-07:003. El poeta ANTE la ciudad: Franciso Izquierdo<div align="justify"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgsKi_K80Ex029cWXMM2sNvkuN-UP3iL8sIrr28vus7NXX69oSuEsDrvq931cbEtECTUxbHYroownlZ5ynJ1JpGQw5mFI5GMUcpLRHc-84PybgWz164gekh8sCTjZFs76YpVI0YYG62lwY/s1600/03.jpg"><img style="TEXT-ALIGN: center; MARGIN: 0px auto 10px; WIDTH: 320px; DISPLAY: block; HEIGHT: 225px; CURSOR: hand" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5646661915168407682" border="0" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgsKi_K80Ex029cWXMM2sNvkuN-UP3iL8sIrr28vus7NXX69oSuEsDrvq931cbEtECTUxbHYroownlZ5ynJ1JpGQw5mFI5GMUcpLRHc-84PybgWz164gekh8sCTjZFs76YpVI0YYG62lwY/s320/03.jpg" /></a>
<br /><span style="font-family:georgia;font-size:130%;">Si hay un lugar en el que el nacimiento de la poesía moderna está esencialmente unido al desarrollo de la ciudad moderna es en las Islas Canarias: «En el caso de Canarias […] —escribe Oswaldo Guerra Sánchez en un trabajo de referencia— ciudad y literatura “modernas” nacen prácticamente a la par». El mismo estudioso ha puesto al descubierto el paralelismo que existe entre el desarrollo económico y urbano de Las Palmas y una portentosa generación de poetas que, al igual que el Puerto de la Luz introdujo las islas en las grandes rutas internacionales, situaron la literatura insular en hora con la de occidente: Tomás Morales, que nació en 1884, Saulo Torón, que nació en 1885 y Alonso Quesada, que nació en 1886. Estos tres poetas, a los que se suele unir Domingo Rivero (1852), son sin duda extraordinarios, pero no agotan el nacimiento de una poesía moderna vinculada a la percepción de la ciudad moderna en Canarias.
<br />Entre Saulo Torón y Alonso Quesada, en el año 1886 nació en La Laguna otro poeta cuya visión de su ciudad —de sus dos ciudades habrá que decir para ser exactos— va a resultar igualmente inaugural: Francisco Izquierdo, aunque Oswaldo Guerra Sánchez no refleje en «El espacio urbano como mito fundacional del modernismo canario» su lúcida mirada sobre la ciudad que emerge, ni tampoco Jorge Rodríguez Padrón analice sus impresionantes poemas portuarios en «El tema del puerto en algunos poetas modernistas».
<br />Ignoro el motivo de tal olvido, ni creo que sea necesario especular sobre ello. Entre los poetas grancanarios y el tinerfeño Francisco Izquierdo hay dos importantes elementos comunes: primero, la indiscutible pertenencia a una misma generación en un mismo ámbito geográfico; y, segundo, el indiscutible protagonismo que el mar, el puerto, la ciudad y la vida contemporánea adquieren en su poesía. Se sobreentiende un tercer elemento, que es la valoración crítica que se realice de estos autores. Si bien hasta ahora la atención de la crítica ha sido asimétrica, confío que estas páginas puedan demostrar que tan fundacional fue la obra de Morales, Torón y Quesada como la de Izquierdo. Las diferencias entre poetas de una y otra isla, algunas muy pequeñas, han resultado sin embargo decisivas para su segregación: la ciudad de nacimiento, las fechas y el lugar de publicación de los libros y su alejamiento de las islas. Acaso algunos poemas dedicados a ciudades españolas que no siempre se recibieron bien en su época. Dejando atrás estas menudencias de historia literaria, lo más interesante en este momento es demostrar aquel tercer elemento común: el hecho de que la poesía de Francisco Izquierdo constituya un mito fundacional de la poesía urbana.
<br />A diferencia de los poetas del Puerto de la Luz, los poemas de Francisco Izquierdo que evocan Santa Cruz y La Laguna fueron escritos desde la distancia temporal y, sobre todo, espacial. Fue un tiempo salvado por la memoria, según precisa Eliseo Izquierdo. De hecho, la exaltación nostálgica deja huella en ciertos poemas: «¡Oh, el oro de la tarde en tus balcones viejos / y los montes de Anaga retozando a lo lejos,». Es cierto, pero eso ocurre en pocos textos y en absoluto constituye un elemento que vertebre <em>Medallas</em>, el libro que Izquierdo publicó en La Habana, en 1925.
<br />La huella simbolista es perceptible en algún poema. El último terceto de «Genoveva» es ejemplar:
<br />
<br /><span style="color:#666666;">Como lágrimas grises, los árboles filtraban
<br />las hojas secas: pájaros de otoño. Quedaban
<br />por la arena, lo mismo que mariposas muertas.
<br />
<br /></span>Con ser espléndidos sus sonetos simbolistas —léanse también «Jardines abandonados» o «El palacio de los Nava»—, ninguna de estas dos huellas, ni la visión nostálgica ni la simbolista, dominan el conjunto, ninguna trasciende a su percepción de la ciudad.
<br />Que no es ni nostálgica ni simbolista la mirada poética de Izquierdo, ni siquiera guarda fidelidad al parnasianismo que transmite el título del libro, se advierte enseguida en sus imágenes. Por ellas siempre va alguien de paso. «Pasa un indio, un verdoso hijo de otros países» se lee en un poema, en otro «Pasan barcos, gabarras», o «Pasan sombras humosas» en el puerto de Santa Cruz, mientras que en la La Laguna «Pasan algunos hombres» o «Pasan viejas beatas, clérigos, ganapanes» o «Pasan viejos». En un soneto leemos este verso prodigioso: «Suena un tranvía. Apenas ruido de pasos. Nada.»
<br />El ámbar de la memoria, donde nacen estas escenas urbanas, no las ha petrificado, no las ha detenido. Llegan con su movimiento. El movimiento es de hecho un elemento esencial de esta poesía. Y no se limita a dinamizar las descripciones. El tercer poema de <em>Medallas</em> se titula «Barco a la vista». En la primera estrofa el barco apenas es un presentimiento en el anticuado semáforo del puerto; en la segunda estrofa, una lejana luz; en la tercera, un trabajo para el práctico y en la cuarta aparece ya el magnífico «glauco barco inglés». Desde un presentimiento sonoro y un punto cromático en la lejanía hasta la visión del barco, el soneto ha emulado de una forma pasmosa el movimiento del puerto de Santa Cruz. Cabe añadir que en el movimiento no interviene el sujeto —siempre pasivo, mero observador de la escena—, sino que la acción incumbe sólo al objeto, en especial a los objetos inanimados, con un uso de la metagoge muy del gusto modernista. Esta característica anula el carácter narrativo que implica la acción. Estamos frente a un poema con acción, pero no ante un poema narrativo.
<br />El hecho de que en la primera estrofa se mencione algo de tamaño reducido y en la cuarta algo de gran tamaño —o al revés, que el poema parta de una imagen panorámica y concluya en una imagen mínima— es muy frecuente en <em>Medallas</em>. Veamos dos ejemplos de la primera sección, dedicada a Santa Cruz:
<br />*En el soneto «Tachuela de oro», la primera estrofa describe una «barquita» con la que unos colegiales se han «fugado de clase». Los dos tercetos describen el sol y el mar.
<br />*El poema «La noche» se abre evocando «los Montes de Anaga» y se cierra con esta imagen: «es mi balandro […] / índice de una mano».
<br />De la sección segunda, dedicada a La Laguna, dos ejemplos más:
<br />*El primer cuarteto de «Santa María de Gracia» describe el viejo convento y el terceto final dibuja el vuelo de un cernícalo en el cielo.
<br />*«Gotas de paz» empieza connotando una «tarde» con soldados y concluye en unas «gotas» que van rodando por el cristal.
<br />Estos cuatro sonetos citados son sólo ejemplos de un recurso estilístico y temático que caracteriza la poesía de Francisco Izquierdo y que se podría formular así: el poema se concibe como un tránsito entre el límite máximo y el mínimo de una misma esfera. Entre lo macro (el sol, el mar, la tarde, las montañas) y lo micro (por lo general, el ámbito del sujeto) de una misma concepción del universo. De un sistema, se podría afirmar.
<br />En este sistema que transita en el curso del poema, la ciudad, el puerto y la vida contemporánea no aparecen ni como entes máximos ni como entes mínimos. Sin embargo, en todos los poemas que hemos citado, el movimiento de amplificación o de concentración temática pasa siempre por la ciudad, el puerto o la vida urbana:
<br />*En «Tachuela de oro», entre «barquita» y el mar, aparece el espigón.
<br />*En «La noche», entre «los Montes de Anaga» y «mi balandro», aparece el puerto, el espigón, la ciudad y las farolas.
<br />*En «Santa María de Gracia», entre el viejo convento y el cielo, suena el tranvía, pasos, la plaza (que rechina).
<br />*En «Gotas de paz», entre los soldados y las «gotas» que van rodando por el cristal, está la plaza, los árboles, las beatas y el obeso canónigo.
<br />En el sistema de percepción del universo que Francisco Izquierdo actualiza en sus poemas, la ciudad y el puerto ocupan siempre el punto de inflexión entre lo macro y lo micro. Entre el espacio panorámico y el espacio del yo, la ciudad está situada en un espacio intermedio. La ciudad es el espacio del tránsito entre lo mayor y lo menor en nuestra comprensión del mundo. Esta es creo, la mayor contribución de la poesía de Francisco Izquierdo a la historia de la poesía urbana: señalar para la ciudad una precisa ubicación en el sistema de aprehensión del universo. Es casi un sistema filosófico cifrado en clave exclusivamente poética.
<br />La ciudad es, pues, el espacio intermedio, el espacio del tránsito en un sistema de percepción y comprensión de la realidad. El término «realidad» ha sido reivindicado por algunas de las poéticas eminentemente urbanas, no todas, evidentemente, porque la ciudad ha sido reivindicada desde casi todas las opciones estéticas y creativas existentes. Después de leer a Francisco Izquierdo comprendemos mejor la pobreza que supone restringir la memoria de la realidad a un único espacio. El ensanchamiento que experimenta el término «realidad» en los versos de Izquierdo es paradigmático. Y el papel que en ese sistema otorga a la ciudad, como inflexión y tránsito, como espacio intermedio, abre la experiencia de la ciudad hacia los límites extremos de la percepción.
<br />El sistema de la doble ciudad de Francisco Izquierdo podría resumirse de la siguiente forma:
<br />* Santa Cruz es: el mar, el puerto, yo.
<br />* La Laguna es: las montañas, la plaza, yo.
<br />La ambientación y el ornamento específicamente urbanos sólo aparecen en este espacio intermedio, el espacio de la ciudad; pero la ciudad, como concepto, se inserta en un sistema de mayor complejidad.
<br />En algún momento se ha denominado como casi filosófico este sistema. En cuanto modelo de percepción del universo tal vez lo sea. Ahora bien, lo que corresponde delimitar aquí es su función literaria. La pregunta que cabe formularse en este momento de la reflexión es la siguiente: ¿en qué proceso poético tiene interés delimitar que la ciudad sea el espacio intermedio o el espacio de tránsito?
<br />Como se trata de un proceso poético, es decir, lírico, puesto que la lírica es ya el único vestigio clásico que sustenta el género de la poesía, resulta necesario determinar el papel del sujeto.
<br />Aparte de encarnar la primera persona del singular, el sujeto poético aparece explícito en muchos poemas bien bajo la primera persona del plural («vimos nacer», «nos fuimos», «nos hemos fugado»…), bien bajo el pronombre personal de primera persona del plural («nos contaba», «nos ponemos… a pensar»…). De hecho en los poemas donde aparece el «yo», este se combina con el «nosotros». Pero, ¿quién se cobija en este «nosotros»?
<br />Los poemas que Izquierdo agrupa en la segunda sección, «La ciudad, el campo», evocan los años que vivió en esta ciudad: «Los nueve primeros años de la vida del poeta transcurrieron en su ciudad natal», recuerda Eliseo Izquierdo. Es decir, los poemas de La Laguna están vinculados a los años de infancia, son una evocación de su niñez, y este «nosotros» nombra a los niños que van al colegio o corretean en las plazas: «Esta adorada plaza, que opaca nuestros gritos, / tiene color pasiego, de tostado garbanzo. / Quedamos solos…» En Santa Cruz, Francisco Izquierdo vivió hasta que en 1916 embarcó rumbo a La Habana. Entre los 9 y los 30 años, Santa Cruz fue para el poeta el territorio de la adolescencia y la juventud, época que retrata la primera sección de <em>Medallas</em>, «El mar, el puerto».
<br />Infancia, adolescencia y juventud conforman la época biográfica de la iniciación, del aprendizaje, y <em>Medallas</em> es, en buena medida, la crónica de una iniciación en la vida y de un aprendizaje. Veremos cómo se concreta poéticamente esta voluntad de crónica, pero antes conviene mencionar otra característica que hasta ahora no se ha apuntado. <em>Medallas </em>está lleno de personajes de época. También en eso la evocación de Izquierdo es dinámica y animada.
<br />Por sus sonetos transitan múltiples personajes, empezando por el texto que abre el libro, dedicado a «Santa Cruz, concha del mar». Los dos cuartetos iniciales describen, como era presumible, la ciudad y su puerto frente al océano y la noche. El primer terceto da un curioso quiebro («un pescador greñudo / nos contaba»), a partir del cual el lector pierde de vista Santa Cruz y la noche para asistir al incendiario discurso de este áspero personaje de «voz gruesa, negro el cuello y desnudo». En el poema evocador de Santa Cruz, ¿qué función tiene este personaje desmesurado ante el grupo de adolescentes que le escucha atónito? Sólo se le puede atribuir una: el tributo a un aprendizaje, a uno de sus maestros de la vida. Los jóvenes que escuchan al viejo pescador contar sus «cosas estrafalarias de guerra y de traición» descubren en el marco ideal («Santa Cruz, la pequeña concha del mar»: así empieza el soneto) el conocimiento de la otra cara de la belleza, la historia «como una maldición».
<br />Otros personajes de Izquierdo enseñan al joven otras materias de la vida. El «bravo Tatiñas», buzo, le sumerge en el ámbito de la imaginación y la aventura: «Espuma fui contigo y arpegio de las olas… / los albinos silencios me enseñaste a violar.» Al «mugriento Muselina» —dice Izquierdo— «Espero yo a que enhebre / la aguja de sus cuentos». El viejo «Zamburgo era mi amigo. Él nos contaba oscuras / cosas de embrujamiento, febriles, inseguras. / En sus barbas de chivo danzaba el desengaño.» El soneto «Don Ambrosio» recoge una anécdota análoga, aunque de signo menos áspero, tal vez por encontrarse en la sección dedicada a la niñez: «A la tarde, los jueves, siempre iba a verle. Historias / me contaba, tonante, de sus lejanas glorias. / Un intervalo. Un suave sorbito de rapé»… y tres versos más adelante: «Sentía mucho miedo, yo, sin saber por qué».
<br />Son algunos ejemplos que señalan todos hacia un mismo punto. No se trata de personajes peculiares de la época, su papel —al igual que el de la ciudad y el puerto— no se conforma con ser una evocación ornamental. Son personajes que enseñan al sujeto, que le adentran en la complejidad de la vida. Son sus maestros en el aprendizaje e iniciación. Le muestran cómo es el mundo, la maldad, la historia, la imaginación, la aventura… Le abren las puertas de ese conocimiento al niño y al adolescente.
<br />Ahora bien, en el sistema de percepción que Izquierdo había ideado en sus poemas, estos personajes pueblan el nivel intermedio, la ciudad y el puerto. Ayudan a comprender ese tránsito que va desde lo inabarcable y acaso incomprensible, como el mar, hasta lo íntimo, el sujeto. La rememoración de los maestros de la vida encarna esta inflexión. Y este es ya, sí, creo, un sentido puramente literario, esencialmente poético.
<br />El espacio intermedio es el lugar, sobre todo, de la iniciación, del aprendizaje de la vida; el lugar —la ciudad, el puerto—<strong><em> ante</em></strong> el cual el sujeto se sitúa, entre el universo y la conciencia de sí mismo. Esta es la lección que Francisco Izquierdo imparte en la cátedra de la poesía urbana, y por ella, por su complejidad y novedad, merece una valoración y una estima crítica máximas, que desde luego no es menor que la de esos tres extraordinarios poetas que son Tomás Morales, Saulo Torón y Alonso Quesada, al costado de los cuales la historia literaria ha de ubicar la figura decisiva de Francisco Izquierdo. </span></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4943365711813490001.post-74625865986794925702011-07-16T02:15:00.000-07:002011-07-16T02:28:28.957-07:004. El poeta DESDE la ciudad: el Ultraísmo<div align="justify"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgWVg8Zt9BwLOScyc-3aVNLg5bY9XQSj4MZyZ3Ma5RnM8pONgQrjyiK6mGmxb2wWGI4sr57jJ3a4VnMQkwmR7LsCu7vqOQ08NkJ7j3_9erHySHBj9zq-Ai9Ij8RfV7AFfLh1LokWpcxew0/s1600/20d-Madrid+2011.jpg"><img style="TEXT-ALIGN: center; MARGIN: 0px auto 10px; WIDTH: 320px; DISPLAY: block; HEIGHT: 240px; CURSOR: hand" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5629876883523234194" border="0" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgWVg8Zt9BwLOScyc-3aVNLg5bY9XQSj4MZyZ3Ma5RnM8pONgQrjyiK6mGmxb2wWGI4sr57jJ3a4VnMQkwmR7LsCu7vqOQ08NkJ7j3_9erHySHBj9zq-Ai9Ij8RfV7AFfLh1LokWpcxew0/s320/20d-Madrid+2011.jpg" /></a><br /><span style="font-family:georgia;font-size:130%;">El ultraísmo, que tantas dificultades encontró para romper amarras con el modernismo tardío, no hereda sin embargo su concepción de ciudad. La línea baudelairiana de la Ciudad del Mal que había penetrado en la bohemia madrileña del fin de siglo, para dar la razón quizá a los moralistas de todas las épocas que hallaban en las urbes modernas la cuna de los mayores vicios, pervive tenuemente en los poetas más apegados a los modos expresivos del movimiento precedente, como Rafael Lasso de la Vega o Luis Mosquera, pero es abandonado por los ultraístas más decididos.<br />Tampoco destaca en Ultra una ciudad geográfica. El prestigioso eco de París cala, evidentemente, en los autores ligados al modernismo, como el mismo Lasso de la Vega, o en los más viajeros, como Rogelio Buendía, que publica en la revista <em>Grecia</em> la serie «El París de mis gafas». Madrid, sede de casi todas las conspiraciones ultraístas, asoma con timidez en alguna de las hiperbólicas proclamas —«Ultra es la casa de 90 pisos que se alza sobre Madrid»—. Mayo timidez si cabe hay en los versos, cuyas referencias a nombres propios madrileños son escasísimas, salvo en Rafael Cansinos Assens.<br />Cansinos, que se había educado literariamente en los círculos modernistas y a cuya generación pertenece por edad, fue, como es sabido, el iniciador, el baluarte y el más firme entusiasta del movimiento Ultra, convirtiéndose a su vez en verdadero motivo ultraísta, por el elevado número de poemas que se dedican explícitamente —y no sólo en el epígrafe— a su persona. Si bien su expresión poética no alcanzó nunca el ideal imaginativo de la escritura nueva —pues permaneció apegado a los modos expresivos modernistas—, fue sin embargo el único poeta del grupo que creó una mitología urbana moderna, centrada sobre todo en el Viaducto madrileño, símbolo de una exaltación suicida que es vista como osadía y audacia:<br /><br /><span style="color:#999999;">El Viaducto, trémulo,<br />soñador de sueños que andan,<br />es la gran hamaca<br />para los hombres osados<br /><br /></span>Y al mismo tiempo es símbolo de fracaso y desencanto: «los suicidas frustrados / desandan los viaductos». Reflexión que conviene metafóricamente también a la poesía moderna. No en vano en su poema «El arte nuevo», construido con evidentes rasgos autobiográficos, Cansinos, «el poeta de cuarenta años», afirma su convicción: «Ultra, este será mi arte», que se resuelve en «el acto viaducto» contemplando su propia caída. Con esta red simbólica que relaciona el viaducto, el suicidio (osadía y fracaso) y la poesía de vanguardia, Cansinos proporciona un primer acercamiento a la concepción de la ciudad en la poética ultraísta; aunque no sea esta la que va a dominar en su conjunto.<br />En su acepción más amplia, el término «ciudad» puede leerse como sinónimo de civilización moderna, y en este sentido, el ultraísmo en virtud del parentesco que mantiene con el futurismo italiano, es rico en cánticos a los elementos emblemáticos de esa modernidad: automóviles («vamos en un automóvil empujando las nubes», escribe José Rivas), aeroplanos («las alas de los aviones vendrán chamuscadas por el sol», cifra Eugenio Montes); en suma, «la belleza de la velocidad» que había postulado Marinetti.<br />Los ultraístas a veces prefieren contar otros emblemas modernos, tal vez menos veloces, pero más acordes con la realidad de la España de inicios del siglo XX, como son los trenes y los tranvías. Al tranvía le dedican poemas Xavier Bóveda y Francisco Vighi, y no es raro verlo cómo «tritura los nervios de la calle» entre los versos. También el ferrocarril atraviesa los poemas Ultra («el silbato de un tren prófugo / lejanamente / me dice adiós», según Juan Larrea), y otras veces es materia de imágenes felices («mi cabellera corre como el tren», afirma Gerardo Diego). Pero no todo es movimiento en la poética del ultraísmo, casi tan frecuente como automóviles, aviones, tranvías y trenes juntos, aparecen en los poemas los árboles, las flores y hasta los pajarillos. Así empieza un poema ultraísta de Larrea:<br /><br /><span style="color:#999999;">En las antenas<br />se abaten las bandadas mensajeras<br />y oigo el pío pío de los pájaros tristes<br />en la infinita noche de los auriculares<br /><br /></span>Al margen de estos emblemas de la civilización incipiente es difícil identificar una mitología urbana específica, reconocible y propia; salvo el caso mencionado de Cansinos Assens. Otros elementos urbanos del ultraísmo proceden del modernismo (el <em>music-hall</em> o la vida de Café), aunque su nueva formulación formal, menos estricta, ha favorecido algún poema de mérito, como el «Tertulia» de Vighi.<br />La auténtica ciudad Ultra se encuentra dispersa en imágenes, o con mayor exactitud, es ella misma una imagen. A veces aparece con una aceptación realista —«y la ciudad brumosa de enormes chimeneas, / donde tiembla el burgués y el bolchevista ruge» (José María Romero)—. Aunque el uso del término genérico potencia una leve abstracción, más visible en el uso de la palabra en plural —«a la orilla del mar y en las ciudades / un hombre vaga bajo la luna» (Lasso de la Vega)—. Más frecuente es su personificación, que si en ocasiones es meramente contextual —«la ciudad, corridos los últimos visillos, / ha encendido sus luces» (José Rivas)—, en otras muestra tintes simbólicos —«la ciudad / ha visto morir al pájaro / que la encendía / detrás de la sombra de su ala» (Eliodoro Puche)—, melodramáticos —«la ciudad lanza un suspiro» (Eugenio Montes)—, o que incluso presienten el surrealismo —«la ciudad viaja sobre los ómnibus» (Rafael Cansinos Assens).<br />La imagen osada, cercana al automatismo, es habitual en el urbanismo ultraísta: «ciudad de hojas caducas / como mujer en rústica» (Larrea): o: «las ciudades caían de los árboles» (Rivas). Tampoco le es ajena a la ciudad de Ultra sus proyecciones fantásticas. Así: «la ciudad vertiginosa gira / en el centro de los planetas» (Cansinos). Pero tal vez la imágenes más felices son aquellas en las que participa el yo distante y objetivo, propio de la vanguardia: «ahora, en invierno, vestiré / el gran gabán de la ciudad» (Cansinos); o: «en mi bolsillo / se me ha extraviado la ciudad» (Gerardo Diego).<br />Esta gradación es artificio de erudito, pues en los textos los diferentes tipos de imagen se producen sin ese orden jerárquico, en simultaneidad, y aun en voluntario caos. Hay un poema de Pedro Garfias que resume bien la poética urbana ultraísta:<br /><br /><span style="color:#999999;">CIUDAD<br />Los faroles levantan su voz trémula<br />al cielo despeinado<br /><span style="color:#ffffff;">...............................</span>Ciudad<br />Ciudad ardida como un sueño<br />El corazón del bar canta como un jilguero<br />Y húmedos de silencio<br /><span style="color:#ffffff;">...............................</span>mis ojos<br /><span style="color:#ffffff;">....................................</span>saltan entre los vasos<br />La noche gime extraviada<br /><br /></span>Los «faroles» personificados —que recuerdan el «Madrigal de los faroles» que compuso Gerardo Diego como claro ejemplo de esa simbiosis extraña entre tradición y modernidad que le caracterizó, tanto a él como al movimiento Ultra; por ejemplo, Montes escribe: «brotan amapolas de los faroles»—, la «ciudad» nombrada por su genérico, la comparación de los «jilgueros» que testifican la pervivencia de un léxico poético tradicional, la primera persona de «mis ojos» con aire de lirismo objetivo, y finalmente «la noche», tiempo predilecto de los ultraístas, herencia tal vez de las ensoñaciones bohemias del fin de siglo. Al emblemático poema de Garfias podrían sumarse algunos textos más, igualmente representativos de la idealidad urbana de Ultra: «Carnaval» de Gerardo Diego, «Conjunción abismo» de Lasso de la Vega, «Cosmopolitano» de Larrea... Todos se caracterizan por la yuxtaposición de imágenes, por las ráfagas verbales invertebradas que parecen querer proporcionar una idea disparatada, caótica, irracional y heterogénea de las urbes modernas.<br />Esta percepción se remonta al origen mismo de la ciudad post-industrial y cosmopolita; Henry James, por poner un ejemplo clásico, ya había apuntado que «uno no tiene la posibilidad de hablar de Londres en conjunto por la sencilla razón de que no hay un conjunto de Londres... Más bien se trata de una suma de muchos conjuntos». El Londres de James es también cualquier gran ciudad. La noción de la heterogeneidad urbana, cuyas raíces se pueden buscar incluso en la época medieval —el cronista Fernão Lopes ya hablaba de Lisboa como una ciudad de «muitas e desvairadas gentes», ha cristalizado en la definición clásica de ciudad: «un asentamiento relativamente grande, denso y permanente de individuos socialmente heterogéneos», acuñada por el archicitado Louis Wirth en su célebre artículo de 1938, «El urbanismo como forma de vida».<br />En suma, esta heterogeneidad intrínseca a la ciudad parece el blanco de una poética ultraísta, aunque, a diferencia de la formulación sociológica, se refiere sobre todo a la inasible heterogeneidad de los objetos, entre los que el poeta, desde la ciudad y desposeído de la personalidad subjetiva romántica, se muestra como un objeto más.<br /></span></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4943365711813490001.post-29466090409318238602011-06-13T09:01:00.000-07:002011-06-13T10:26:31.000-07:005. El poeta CONTRA la ciudad: La Generación del 27<div align="justify"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgy99etNGxd7s3K2LApQwpz1WxW2nANC-Et7slX7Gve-XxkgZfzVzz_GCi8r5XtvBv4OzHZI2cnUQir8ShlGEsWYEfbydMdwmk89FHTGiFH8SccwDH29G3hSyhoFSdyRNW_Brr3Lo-Sws8/s1600/P1030129.jpg"><img style="TEXT-ALIGN: center; MARGIN: 0px auto 10px; WIDTH: 240px; DISPLAY: block; HEIGHT: 320px; CURSOR: hand" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5617749996431918722" border="0" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgy99etNGxd7s3K2LApQwpz1WxW2nANC-Et7slX7Gve-XxkgZfzVzz_GCi8r5XtvBv4OzHZI2cnUQir8ShlGEsWYEfbydMdwmk89FHTGiFH8SccwDH29G3hSyhoFSdyRNW_Brr3Lo-Sws8/s320/P1030129.jpg" /></a><br /><br /><span style="font-family:georgia;font-size:130%;"><span style="color:#660000;">1<br /></span>La actitud intelectual y artística «contra la ciudad», en la acepción moderna de este término, que para ser más precisos deberíamos nombrar como metrópolis o incluso megápolis, nace como corriente de pensamiento en paralelo a la creación y desarrollo de la gran ciudad en Estados Unidos, tal como han mostrado Morton y Lucía White en su importante estudio sobre <em>El intelectual contra la ciudad</em> (1962).<br />Desde el siglo XVIII se verifica, a través de los escritos de Benjamin Franklin (1706-1790) y Thomas Jefferson (1743-1826), que allí donde el crecimiento urbano empieza a desbordar los límites de la pequeña comunidad unida es percibido, de una forma meramente intuitiva pero con agria rotundidad, como el lugar donde se acumulan todos los males y todos los pecados: «la vida de ciudad —dice Jefferson en una carta de 1823 citada por los White— ofrece más medios para malgastar el tiempo y también con más frecuencia, y ofrece asimismo los objetos de vicio y vileza más repugnantes. Nueva York, por ejemplo, al igual que Londres, parece ser un albañal de todas las depravaciones de la naturaleza humana».<br />Esta primera actitud de enfrentamiento a la ciudad, hija del puritanismo, recuerda inmediatamente que el <em>Génesis</em> atribuye a Caín la construcción de la primera ciudad, que compartió nombre con el de su descendencia: «Conoció Caín a su mujer, que concibió y parió a Enoc. Púsose aquél a edificar una ciudad, a la que dio el nombre de Enoc, su hijo» (<em>Génesis</em> 4,17). Caín era un labrador desterrado, y esta figura —antes que una encarnación del mal— cumple otro papel más decisivo en la historia de las ciudades: él fue el primer emigrante que tuvo que abandonar la labranza porque —dice el <em>Génesis</em> (4, 3)— «la ofrenda a Yavé de los frutos de la tierra» no fue del agrado de éste, es decir, en traducción del mito a la ciencia económica, la labranza sumió en la pobreza a Caín. Creo que esta figura del desarraigado como hecho fundador de la ciudad sigue siendo válida a finales del segundo milenio, y para ello baste pensar en los movimientos migratorios que actualmente se producen en el Tercer Mundo y la superpoblación de sus ciudades. Un problema, por cierto, que pocas veces se enuncia.<br />Regresemos a la concepción de la ciudad como el hábitat del pecado y no alarguemos más la digresión, peligro éste constante que amenaza no sólo a quien habla de las ciudades. En carta a su familia del 21 de octubre del 29 Federico García Lorca reconoce «El otro día tuve <em>al fin</em> mi primera <em>pérdida </em>en la ciudad... Hasta que no pasa esto, no se <em>entera uno</em> de dónde está, de la inmensidad de calles y la agrupación de millones de gentes» (Los subrayados, tan significativos, son de Lorca). Igual ocurre con el discurso de la ciudad, hasta que uno no se pierde en él no <em>se entera</em> de su complejidad y de sus posibilidades.<br />Este primer ataque a la ciudad norteamericana por los intelectuales del XVIII, intuitivo y plagado de acritud puritana, no resulta tan distante de nuestro contexto como parecen apuntar los datos concretos. Aquellos nostálgicos de sus pequeñas comunidades unidas por la religión experimentaron en la gran ciudad un sentimiento de contrariedad que tal vez sea posible ver reproducido en ámbitos históricos y sociales que nada comparten con el de partida. En su célebre «El silbo de afirmación en la aldea», Miguel Hernández realiza uno de los ataques poéticos más feroces que se han realizado contra la ciudad contemporánea. En este extenso poema, verdadero catálogo de agravios contra la ciudad, hasta en cuatro ocasiones utiliza argumentos paralelos a los leídos antes en la carta de Jefferson. En los versos 34-38 se lee:<br /><br /><span style="color:#666666;">Topado por mil senos, embestido<br />por más de mil peligros, tentaciones,<br />mecánicas jaurías,<br />me seguían lujurias y claxones,<br />deseos y tranvías.<br /></span></span></div><br /><div align="justify"><span style="font-family:georgia;font-size:130%;">Un poco más adelante, en los versos 49-52, se sigue leyendo, ahora ya con términos menos ambiguos:<br /><br /><span style="color:#666666;">Los vicios desdentados, las ancianas<br />echándose en las camas rosicleres,<br />infamia de las canas,<br />y aun buscando sin tuétano placeres.<br /><br /></span>Los versos 64 y 65 se apoyan en una palabra consustancial a la vida urbana, «velocidad», para darle un contenido semejante al de la carta de Jefferson, enunciado ahora con una rotundidad que anula los matices:<br /><br /><span style="color:#666666;">Y miro, y sólo veo<br />velocidad de vicio y de locura.<br /><br /></span>Y aún se puede leer un verso más, el 114, donde se insiste en la misma idea: «y es pormayor la vida como el vicio».<br />Morton y Lucía White señalan en su estudio el miedo como «la reacción más generalizada» de los intelectuales americanos frente a la ciudad. Miguel Hernández lo afirma con clarividencia:<br /><br /><span style="color:#666666;">No quiero más ciudad, que me reduce<br />Su visión, y su mundo me da miedo.<br /></span><br />Reducción de la visión y miedo son, por lo tanto, dos primeras consecuencias de una concepción pecaminosa de la ciudad.<br />Sin olvidar el punto de partida, la ciudad como «un albañal de todas las depravaciones de la naturaleza humana», cabría leer ahora tres versillos de Jorge Guillén dispuestos a quitarle al asunto todo el hierro candente que le habían echado Jefferson y Miguel Hernández. Dicen así:<br /><br /><span style="color:#666666;">De noche en la calle espera.<br />Por dinero da retórica<br />sexual: mujer de cualquiera.<br /></span>(«Tréboles», <em>Clamor</em>)<br /><br />Convertir la depravación y el vicio en mera retórica me parece un acierto de la ironía puramente urbana. Hay otro texto de <em>Clamor</em>, el poema en prosa titulado «Esquina», donde se describe una espera parecida. Pasa un transeúnte. «Hubo diálogo más de ojos que de bocas». Punto y guión. Aparece el primer «No». Luego con una finísima gracia políglota el transeúnte va dándole vueltas a su negativa: «No, pecado, no. ¿Infierno? Gracias, no lo uso». Entonces, ¿cuál es la razón de una negativa ante algo que sin embargo acumula tanta antigüedad y prestigio, desde las geishas hasta las cortesanas del renacimiento? Escribe Guillén: «A pesar de todo, esclavas siempre. Y el humillado yo también. Necesito tu libertad, tu gusto sin pecado».<br />Creo que estas frases, que ya no necesitan exégesis, cierran para siempre el primero de los argumentos que históricamente la metrópoli ha tenido en contra. Porque las verdaderas causas de muchas cuestiones morales no apuntan a la ciudad tal como se había denunciado desde el ideal de la pequeña comunidad unida. Y de paso, gracias a la lucidez poética de Guillén, se descubre una valiosa pista en la construcción del discurso sobre la gran ciudad: cuando éste se asienta sobre concepciones apriorísticas —una visión religiosa, por ejemplo—, la distorsión de la mirada crea monstruos (la depravación, el vicio, la locura...) y produce irremediablemente miedo.<br />Los verdaderos ataques contra la ciudad moderna habrá que buscarlos, por lo tanto, en argumentos más sutiles, trazados con menor evidencia.<br /><br /><span style="color:#660000;">2<br /></span>Miedo y desconfianza ante el crecimiento urbano consolidan pronto dos posturas contra la ciudad. Por una parte, aparece una actitud radical con tintes irracionales en contra de la urbe y de la sociedad que la habita y en favor de la naturaleza salvaje de los bosques y de los prados en los que aún no existan vestigios humanos. Éste es el caso de Henry David Thoreau (1817-1862), quien sólo se sentía a gusto en la ciudad sentado en la sala de espera de la estación central ante la esperanza de abandonarla. Thoreau vivió «constantemente... alejándose de la ciudad más y más y retirándose a la espesura». Así lo describió el día de su funeral, en 1862, su amigo Ralph Waldo Emerson (1803-1882), que es precisamente quien consolida la otra actitud en contra de la ciudad: el discurso racional y reflexivo, inserto incluso en una teoría del conocimiento.<br />La teoría del conocimiento de Emerson se elabora condicionada —y ahora sigo la descripción de Morton y Lucía White— por «su desagrado ante la ciudad. Emerson distinguía nítidamente entre entendimiento y razón. El entendimiento se detiene en el presente, en lo práctico, en lo corriente; en tanto que la razón, que para él era la facultad más elevada del alma, se limita a percibir, es visión. La razón es la facultad elevada del filósofo y el poeta [....] y es ejercida típicamente en el campo, en tanto que el entendimiento es una facultad urbana» (págs. 32-33). Y ahora ya copio las reflexiones de Emerson citadas por los White: «La ciudad deleita al entendimiento. Está constituida por finitos, por líneas cortas, nítidas y matemáticas, todas ellas calculables. Está llena de variaciones, de sucesiones y de artificios. En cambio, el campo ofrece un horizonte ininterrumpido, la monotonía de un camino interminable, de vastas llanuras uniformes y de montañas distantes, la melancolía de una vegetación continua e infinita; los objetos que hay en el camino son pocos y sin interés, constantemente la vista es invitada a volverse hacia el horizonte y las nubes. Es la escuela de la razón».<br />Unamuno escribió en 1899 un poema titulado «Al campo» donde afirma compartir la misma pedagogía:<br /><br /><span style="color:#666666;">Aprenderás en su callada escuela<br />sencillos goces de artificio exentos</span> (Versos 29-30)<br /><br />El poema empieza con una proposición que hubiera sido muy del gusto de Emerson:<br /><br /><span style="color:#666666;">Al campo libre a renovar tu savia<br />corre cuanto antes, agotado enfermo,<br />dejando el artificio que te roe,</span> (Versos 1-3)<br /><br />e incluso algún verso habría entusiasmado a Jefferson:<br /><br /><span style="color:#666666;">Que esos ardores de ciudad te temple<br />y resucite tu vital esfuerzo.</span> (Versos 39-40)<br /><br />Esta confrontación entre entendimiento urbano y razón natural ha condicionado el discurso sobre la ciudad desde el romanticismo, —ya sea intuitiva, poética o racionalmente—. Y no sólo la oposición ha proporcionado argumentos al pensamiento visionario, que lógicamente desprecia el pragmatismo urbano; sobre todo ha favorecido el hecho de que la reivindicación de la ciudad se haya realizado desde estas mismas premisas, cambiando sólo los signos de valor: el énfasis en lo pragmático (aviones, coches, velocidad...), lo múltiple o fragmentario y lo artificial. Ésta fue la actitud que mostraron, por ejemplo, las vanguardias históricas de raíz futurista frente a otras intuiciones de vanguardia, en su momento marginales, que dieron un contenido más profundo a la multiplicación inaudita de diálogos que significa la irrupción de la gran ciudad en las aguas sosegadas de la cultura, como es el caso de Fernando Pessoa.<br />El enfrentamiento entre conocimiento pragmático y conocimiento visionario planteado por Emerson contiene en su seno otras antagonías. Una de ellas es la que establece entre lo urbano finito y el infinito natural. Ahora bien, esta infinitud del espacio campestre prende en un elemento concreto: «un camino interminable». En la visión de lo natural de Emerson el camino, es decir, la percepción hodológica, se impone como un elemento central de esa escuela donde se aprehende la razón. Y si el campo y la razón se perciben en el curso del camino, la ciudad y el entendimiento poseen para Emerson sólo cualidades estáticas: lo corto, lo nítido, lo matemático, es decir, aquello que puede ser calculado y por lo tanto que tiende a la fijación e incluso a la inmovilidad que necesita cualquier realidad para ser percibida por el entendimiento práctico. Así pues, la contraposición de Emerson entre campo y ciudad, podría ser formulada de nuevo en los siguientes términos: el campo se percibe a través del camino y la ciudad se percibe en su fijación y estatismo.<br />La primera percepción cuenta con obras poéticas notables, y sólo por mencionar algún nombre emblemático se puede señalar el punto de partida hodológico que estructura los mejores poemas de visión paisajística de Rosalía de Castro o de Antonio Machado. Hay un poema de Dámaso Alonso, escrito en la época de los <em>Poemas Puros</em> que muestra perfectamente este sentido hodológico del conocimiento:<br /><br /><span style="color:#666666;">Mañana lenta,<br />cielo azul,<br /><span style="color:#ffffff;">.................</span>campo verde,<br /><span style="color:#ffffff;">......................................</span>tierra vinariega.<br />Y tú, mañana, que me llevas.<br />Carreta<br />demasiado lenta...<br /><br /></span>En este poema, como en tantos de Rosalía o de Machado, el camino asume no sólo la función de conocer, sino también se convierte, con los versos que siguen, en un símbolo existencial decisivo.<br />La segunda percepción parece, en principio, más extraña a la poesía. Sin embargo no es necesario, para encontrarla, abandonar la lectura de Dámaso Alonso. En su primer libro, impreso en 1921, aparece una sección —también nombrada en el título— denominada: «Poemillas de la ciudad». En el primero, «El propósito», se descubre con timidez el movimiento urbano, pero el sujeto ya no se encuentra incorporado a él como aquel joven de la <em>mañana lenta</em>, sino observándolo desde un punto fijo y distante:<br /><br /><span style="color:#666666;">De la ventana abierta se veían<br />lejos<br />sedas cambiantes, aguas de la noche.<br /><br /></span>En el segundo texto, «Calle del arrabal», el sujeto ya no busca sus referencias urbanas fuera, sino dentro, interiorizadas:<br /><br /><span style="color:#666666;">Se me quedó en lo hondo<br />una visión tan clara,<br />que tengo que entornar los ojos cuando<br />pretendo recordarla.<br /><br /></span>La mención es significativa porque el resto del poema está compuesto por una mera descripción de una escena urbana sin otra intervención explícita del sujeto; y cuando un leve movimiento anima la escena («Por el arroyo pasa / un viejo cojitranco») el yo se encuentra fuera de la misma, evocándola.<br />El tercer poema, «Los contadores de estrellas», recupera el sujeto que observa a distancia (en este caso sentimental) la ciudad, y añade un rasgo valorativo revelador:<br /></span></div><br /><div align="justify"><span style="font-family:georgia;font-size:130%;"><span style="color:#666666;">Miro<br />esta ciudad<br />-una ciudad cualquiera-<br />donde ha veinte años vivo.<br />Todo está igual.<br /><br /></span>Este <em>Todo está igual</em> delata una percepción de la ciudad que, más que finita, parece ya agotada.<br />El séptimo poema se inicia sin preámbulo inmovilizando un movimiento urbano concreto, el de la salida de un espectáculo, mediante una imagen poética: «Racimo de burgueses». Y en el verso siguiente un plural genérico y la ausencia de un artículo crean una ambigüedad semántica de deliciosa ironía que contribuye a la percepción de la realidad como inerme: «Salidas de teatro».<br />El poema decimoprimero, «Tarde», que lamenta los domingos sin amor («Quiere / el alma compañía»), concluye con tres versos donde se suma a aquel observador distante desde la ventana un nuevo observador distante, aunque ahora lo sea de las ventanas ajenas (metáfora de la compañía no alcanzada por él) en una imagen que no despierta dudas sobre su concepción de la ciudad como una magnitud calculable, no sé si en el sentido que había vaticinado Emerson, aunque sí en un brillante cálculo poético de la soledad:<br /><br /><span style="color:#666666;">Heme<br />aquí, en esta tarde de domingo,<br />contando las ventanas que se encienden.<br /><br /></span>El poema duodécimo, «Crepúsculo», repite en su texto una imagen que subraya la concepción inmóvil de la ciudad, pese a la amenaza de «la noche, monstruo negro»:<br /><br /><span style="color:#666666;">Y la ciudad no sabe. La ciudad<br />extática<br />se mira en una estrella prematura:<br /><br /></span>y el poema acaba:<br /><br /><span style="color:#666666;">Y la ciudad no sabe.<br />-¡Ay, la ciudad<br />extática!-<br />Y están abiertas ya las fauces negras<br />que habrán de devorarla.<br /><br /></span>Y todavía se pueden citar tres versos más de un decimotercer poema, «Música callejera» que cerraba esta parte en la primera edición, aunque fue omitido en ediciones posteriores:<br /><br /><span style="color:#666666;">Sombra vïoleta,<br />café de la esquina,<br />dormida ciudad.<br /><br /></span>Este análisis de los<em> poemillas</em> juveniles y urbanos de Dámaso Alonso señala una percepción de la ciudad como una entidad distante (física y sentimentalmente), inamovible, estática (o <em>extática</em>), compuesta de imágenes fragmentarias cuyo movimiento o bien tiende a ser concebido como inerme, o bien no implica al sujeto.<br />No sé si Emerson y su teoría antiurbana del conocimiento explican estos «Poemillas de la ciudad», escritos con una ingenuidad que parece no plantear una postura en contra de la ciudad; postura que sin embargo existe previa a ellos. En uno de sus primeros poemas, «Madrid. Calles de tradición», fechado en 1918, se exaltan las calles antiguas y solitarias frente a la amenaza de la gran ciudad:<br /><br /><span style="color:#666666;">Sin que la calma de estas calles turbe,<br />a lo lejos difúndese y palpita<br />un extraño rumor, rugir de urbe,<br />de estulta población cosmopolita,<br /><br /></span>Y la misma idea persiste en el intelectual maduro, que en 1949 escribe: «Pero la verdad es que nosotros, habitantes de las ciudades —tan orgullosos como estúpidos—, nos entusiasmamos con la burda hojalatería de un automóvil americano, y hemos olvidado la belleza y la sabiduría (madurada en tantísimas eras) de esta nutricial y verdadera raigambre» [se refiere Dámaso Alonso al exacto significado de ciertas palabras vinculadas a la tradición].<br />Y si el ataque filosófico de Emerson contra las ciudades no se encontrara detrás de estos poemas, siquiera intuitivamente, sí se puede recurrir a él para analizar algunos versos emblemáticos de la poesía madura de Dámaso Alonso. El poema «Insomnio» se inicia con una definición de Madrid establecida como un cálculo —<em>más de un millón</em>— en el que la realidad de la ciudad queda reducida al método de establecer dicho cómputo <em>—(según las últimas estadísticas)</em>—. Y la selección léxica del poema contribuye a potenciar una concepción anti-hodológica de la existencia:<em> me revuelvo, me incorporo, nicho, me pudro, paso largas horas, se pudren...</em> La conciencia de finitud por la que clama el poema encuentra su contexto ideal en la ciudad finita y reducida a cálculo que coincide con la que había descrito Emerson.<br />De todas formas, la imposibilidad hodológica de la ciudad, es decir, la negación a concebir la ciudad como camino aparece hondamente enraizado en la poesía de Dámaso Alonso. «Mujer con alcuza» empieza planteando esta posibilidad: «¿Adónde va esa mujer, / arrastrándose por la acera...» Pero inmediata y bruscamente la imaginación hodológica urbana se interrumpe y se traslada a una simbología existencial trabada con elementos del campo:<br /><br /><span style="color:#666666;">Sí, estamos equivocados.<br />Esta mujer no avanza por la acera<br />de esta ciudad,<br />esta mujer va por un campo yerto,<br />entre zanjas abiertas, zanjas antiguas, zanjas recientes...<br /><br /></span>Esta reducción del ámbito significativo de la ciudad, producida una vez más en el seno de la poética de Dámaso Alonso, muestra la clara imposibilidad que la ciudad tiene en ella para proponer metáforas existenciales, seguramente por su incapacidad para encarnarse como camino. La ausencia de esta visión hodológica de la urbe —presente en la poesía moderna desde que Baudelaire la introdujera en su concepto de<em> flâneur</em>— sitúa a Dámaso Alonso en una actitud poética en contra de la ciudad (concebida como estática y reducida a cálculo), aun cuando la ingenuidad aparente de algunos poemillas la tiña de ternura y de simpatía.<br /><br /><span style="color:#660000;">3<br /></span>Según el análisis de Morton y Lucía White, «Emerson reconocía que las ciudades ejercen una suerte de atracción magnética sobre los hombres de genio, y que es probable que sólo la ciudad ofrezca ciertas instituciones educativas, como escuelas de natación (sic), teatros de ópera, museos, bibliotecas y círculos sociales, así como oradores y viajeros extranjeros». Esta virtud de las ciudades frente a la vida alejada de ellas está implícita incluso en su origen mítico. Entre las razones por las que fue necesario construir ciudades, el humanista del siglo XIV Francesch Eiximenis afirma en el <em>Dotzé del Crestià</em> que la primera fue, obviamente, por honor y gloria de Dios; pero ya la segunda razón o «La segona raó per que los passats edificaren les ciutats es... per esquivar ignorancia e per saber çó que es profitós e necessari al hom en cors e en anima...». Y hasta cabría recordar lo que le dijo Sócrates a Fedro en un célebre diálogo platónico: «Soy amante de aprender. Los campos y los árboles no quieren enseñarme nada, y sí los hombres de la ciudad».<br />La observación de Emerson, de raigambre tan antigua, crea una asimetría entre pensamiento (sea poético o filosófico) y biografía; asimetría que resulta sencillo ilustrar en muchos poetas y filósofos cuyos escritos personales nos han llegado, con la excepción de Thoreau, claro. Incluso Miguel Hernández ha dejado en sus cartas impresiones gratas de la ciudad, opiniones que desechó a la hora de escribir su radical y nada matizado «Silbo de afirmación en la aldea».<br />Parecida asimetría es posible rastrearla también entre la obra y el <em>Epistolario completo</em> (1997) de Federico García Lorca. En sus cartas se repiten elogios a la vida intelectual que lleva en Madrid, y aún a la ciudad, pese al «bullicio insoportable y [a]... estas calles amplias llenas de desocupados y de hambrientos». Pero más claro que los continuos elogios a la ciudad mayor, anotaré sólo dos ejemplos de la comparación entre la vida intelectual de Madrid y la de su literariamente amadísima Granada. En 1920 le escribe a su madre, rogándole que interceda ante el padre y le convenza para que siga sosteniendo económicamente su estancia madrileña: «Ir a Granada —escribe Lorca— para estar en el café Alameda y oír (porque esto tú sabrás y te lo supondrás) multitud de majaderías es cosa inaguantable dada la vida seria y buena y provechosa que hago aquí». Seis años más tarde, desde su ciudad, exclama contundente: «Ya estoy un poco fastidiado en Granada. Quiero marcharme de aquí». Las citas que corroboran la apreciación de Emerson podrían multiplicarse. También las cartas desde Nueva York presentan la ciudad como algo «inmenso, pero [...] hecho para el hombre, la proporción humana se ajusta a las cosas que de lejos parecen gigantescas o descabelladas», o —dice en otro lugar— «que [Nueva York] es una ciudad de alegría insospechada» en la cual, desde luego, Lorca encuentra infinidad de motivos que atraen su atención de <em>hombre de genio</em> y que reseña en sus cartas, aunque sus poemas no recojan esa experiencia.<br />Todos los ejemplos anotados corroboran una asimetría de carácter difuso entre biografía y obra poética en la percepción de la ciudad. Para observar más de cerca este fenómeno voy a situarme en la primera obra de Lorca, publicada en 1918, el libro de prosas <em>Impresiones y paisajes</em>.<br />Se pueden definir las <em>impresiones</em> del título, para comprender lo que éste pretende, como descripciones con valoración subjetiva; descripciones de paisajes que a su vez son susceptibles de ser ordenados en tres apartados jerárquicos: paisajes monumentales, naturales y humanos. Los paisajes urbanos, los que interesan en esta reflexión, se incluyen en un subapartado de los primeros, es decir, lo urbano para el joven poeta carece de interés por sí mismo y es percibido en <em>Impresiones y paisajes</em> como un aspecto de los espacios monumentales.<br />Cuando se describen, estos paisajes urbanos aparecen caracterizados del siguiente modo: (a) en primer término son comprendidos siempre como emblemas del pasado, de un pasado que se admira y se añora, (b) en segundo lugar se subraya su carácter solitario y silencioso, por el que no transita nadie pese a ser lugares de paso de gentes (calles, plazas, puentes...), (c) y en última instancia, se repudia cualquier posibilidad de evolución, así como cualquier motivo que vincule el espacio con hechos del tiempo presente.<br />Si ahora, una vez determinados tres rasgos característicos concretos, se comparan los textos de <em>Impresiones y paisajes</em> con las cartas escritas por Lorca durante los viajes que inspiraron el libro, se obtiene el siguiente resultado:<br />a) El paisaje urbano concebido como emblema del pasado aparece tanto en las cartas («la ciudad [Ávila] es una joya del arte. Es como si la Edad Media se hubiera levantado del suelo: palacios señoriales, las murallas...» etc.) como en el libro («En algunas obscuras plazuelas revive el espíritu antiquísimo, y al penetrar en ellas se siente uno bañado en el siglo XV»)<br />b) Esta simetría se desequilibra ante la segunda característica. Los adjetivos <em>silencioso </em>y <em>solitario</em> son los más usados por Lorca para describir calles («se diría que por las calles tristes y silenciosas pasan sombras antiguas que lloraran cuando la noche media»), para describir plazas («Plaza amplia y desierta...»), para describir lugares («una cruz de estructura bizantina, admirable y solitaria...») y para describir ciudades («La ciudad está callada»). En el epistolario del viaje, sin embargo, no sólo no se encuentran referencias a esta soledad y este silencio que rodea los paisajes urbanos de aire medieval, sino que, por el contrario, Lorca habla a su familia de las personas que conoce («aquí la gente nos atiende una enormidad» dice en Ávila, y más adelante describe a los campesinos que acuden a las fiestas patronales y concluye: «aquí hay muchos de ellos y hemos hablado con muchos»). En la prosa literaria, sin embargo, el poeta avanza sólo «por calles llenas de quietud y oro de crepúsculo».<br />El carácter de estas calles castellanas y andaluzas solitarias, cruzadas sólo por sombras espectrales, se aparta por lo tanto de la percepción directa e inmediata de la realidad urbana de las ciudades visitadas. Es posible preguntarse, ahora, por el origen de esta <em>impresión</em>, y no resulta complicado encontrarlo. Detrás aparece el tópico simbolista de «la ciudad muerta», convertido en una moda literaria —como la califica Hans Hinterhauser en <em>Fin de siglo, figuras y mitos</em> (1980)— desatada tras el éxito en la época de la novela <em>Brujas muerta</em> del belga Georges Rodenbach, escritor en lengua francesa pero de espíritu flamenco. En España hubo «ciudades muertas» de gran prestigio como Toledo; pero sobre todo existió en el 98 un gusto especial por este tropo literario del simbolismo, presente en Azorín, en Baroja, en Unamuno y en Antonio Machado. El joven Lorca, heredero en su primer libro de la percepción finisecular del paisaje (noventayochista y modernista), puede sumarse a este nutrido recuento en la literatura española del tópico simbolista de la ciudad muerta.<br />Uno de los principios fundamentales del paisajismo en la época moderna es la necesaria relación que se establece en una descripción entre la veracidad del lugar y el método de observación cuidadosamente establecido. En este caso Impresiones y paisajes es el fruto de una simbiosis entre una realidad percibida cuya veracidad ha sido transformada artísticamente por un método de observación heredado de la época inmediatamente anterior, el tropo de la ciudad muerta. La asimetría entre obra y escritos íntimos se debe, por lo tanto, a esta razón.<br />c) Aún nos queda un tercer aspecto por comparar. En <em>Impresiones y paisajes</em>, el repudio de lo moderno y del presente son radicales, en coherencia siempre con el tropo elegido: «¡Ciudades arruinadas por el progreso y mutiladas por la civilización actual!» Sin embargo, de una de estas ciudades castellanas dice Lorca en carta a su familia: «Burgos es maravilloso, tanto en lo antiguo, que es de lo mejor de España, como en lo moderno».<br />Esta asimetría entre lo percibido en la realidad y lo reflejado en la obra literaria es la expresión de otra asimetría más profunda de la que Lorca es consciente desde muy pronto: los compartimentos estancos que habitan el arte —por una parte— y la civilización moderna —por otra—. En carta a Adriano del Valle de 1918, a propósito de la aparición de su primer libro, Lorca reflexiona con lucidez sobre este aspecto: «Yo soy un gran romántico y este es mi mayor orgullo. En un siglo de zepelines y de muertes estúpidas, yo sollozo ante mi piano soñando en la bruma...». Es decir, el arte y la poesía viven de espaldas a la civilización del presente. Resulta curioso que esto se afirme en 1918, año en que las vanguardias de estirpe futurista empiezan a llegar a Madrid. La ciudad moderna es, para este primer Lorca, un subgénero de una civilización que desprecia, pero a la que, de momento, se enfrenta de una manera oblicua, es decir, destacando sólo cuanto en ella existe de pasado y antigüedad. Es otra forma de estar en <em><strong>contra</strong></em> de la ciudad, en una oposición que no es ya la de campo-ciudad, sino, ciudad del pasado (ciudad muerta)-ciudad del presente (civilización moderna); confrontación que también aparece en el primerísimo Dámaso Alonso, pues este mismo tema es el que se desarrolla —en las mismas fechas— en su poema juvenil «Madrid. Calles de tradición»: versos que exaltan las callejas viejas, tristes y solitarias frente al «rugir de urbe» y su «estulta población cosmopolita»; argumento <em><strong>contra</strong></em> la ciudad que el primer 27 hereda de las corrientes estéticas del fin de siglo.<br /><br /><span style="color:#660000;">4<br /></span>Nueva York ha sido desde el principio el objetivo favorito de los detractores de las ciudades. La literatura y el pensamiento norteamericanos acumulan reproches, antipatías, ataques y soflamas en contra de esta ciudad. Y también algún elogio. Nueva York ha pasado a formar parte de tradiciones literarias que nada tienen que ver con su territorio. Desde el <em>Diario del poeta reciencasado</em> de Juan Ramón o desde <em>Poeta en Nueva York</em>, hasta los más recientes <em>Nova York</em> de Blai Bonet, <em>Ciudad del hombre: New York </em>de José María Fonollosa o el<em> Cuaderno de Nueva York</em> de José Hierro, la gran ciudad norteamericana forma parte ya de los asuntos y temas centrales de la literatura contemporánea en España.<br />Federico García Lorca incorpora a <em>Poeta en Nueva York</em> muchos de los juicios contra la ciudad que le preceden y los recrea en versos pletóricos de fuerza poética. Sin embargo, Nueva York sólo posee relieve de tema principal en dos o tres poemas del libro («La aurora», «Nueva York (Oficina y denuncia)» y tal vez «Paisaje de la multitud que vomita»), en los otros textos la gran ciudad, cuando aparece, se limita a acompasar una angustia y un dolor cuyas raíces exceden la limitada magnitud de los rascacielos: «¡Asesinado por el cielo!» clama un verso desde el primer poema. Poema cuyo título, «Vuelta de paseo», busca introducir el sentido hodológico en el libro ya desde el inicio. Aunque aquí Lorca realiza una pequeña trampa literaria, o por explicarlo con palabras de María Clementa Millán, editora del texto, se delata «la diferencia existente entre [... la] 'estructura externa' [títulos] y [la] 'configuración interna' del poemario». El <em>camino </em>que el poema establece con sus identificaciones (árbol, niño, animalitos, agua, mariposa) no es obviamente urbano como supondría el título de la sección, «Poemas de la soledad en Columbia University», ('estructura externa') sino campestre ('configuración interna'), en coherencia con el lugar donde fue escrito: las montañas de Castkills.<br />Se ha afirmado en estas páginas que en <em>Poeta en Nueva York</em> es posible hallar vestigios de los discursos contra la ciudad que le preceden. De hecho cuanto se ha anotado en ellas debería de servir como comentario y glosa a algunos versos del libro.<br />Una vez recordado cómo el crecimiento urbano fue percibido y aun definido por sus expresiones más extremas («un albañal de todas las depravaciones de la naturaleza humana» decía Jefferson), y cómo Guillén sometía este criterio a una nueva visión laica que señalaba otros responsables antes que la gran ciudad, se comprueba que Lorca comparte esta última opinión, y añade incluso un nuevo matiz decisivo: el deseo de amparar el sufrimiento latente que provocan esas situaciones de esquina. En la «Oda a Walt Whitman» se lee:<br /><br /><span style="color:#666666;">Por eso no levanto mi voz (...)<br />(...)<br />contra los solitarios de los casinos<br />que beben con asco el agua de la prostitución,<br /><br /></span>Versos en los que, ausente la noción del pecado, aflora el sentimiento solidario ante los que sufren la verdadera soledad, que no es sólo la de quienes poseen una manera de amar diferente, sino la de quienes se encuentran solos y despreciados en esa soledad.<br />En esta suma de ecos de los discursos de la ciudad, es posible descubrir rastros de aquel tropo simbólico que tanto cultivó Lorca en su juventud, el de las <em>ciudades muertas</em>. Un verso de «Luna y panorama de los insectos» lo evoca claramente: «por las calles deshabitadas de la Edad Media que bajan al río».<br />Con Emerson comparte el rechazo de la ciudad pragmática del cálculo y de la medida. El poema «La aurora» es un desabrido ataque a la desnaturalizada Nueva York:<br /><br /><span style="color:#666666;">saben que van al cieno de números y leyes,<br />a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.<br /><br /></span>«Nueva York (Oficina y denuncia)» concentra todos los argumentos en contra de la urbe matemática: <em>multiplicaciones, divisiones, sumas</em>... operaciones crematísticas bajo las cuales «hay una gota de sangre». En este poema Lorca enuncia con un gran acierto un tema capital de la vida en las grandes ciudades, la imposición de una economía monetaria:<br /><br /><span style="color:#666666;">Todos los días se matan en Nueva York<br />cuatro millones de patos,<br />cinco millones de cerdos,<br />dos mil palomas para el gusto de los agonizantes<br />un millón de vacas,<br />un millón de corderos<br />y dos millones de gallos<br />que dejan los cielos hechos añicos.<br /><br /></span>En su fundamental ensayo sobre «las grandes urbes y la vida del espíritu», Georg Simmel estudia las consecuencias de la economía monetaria impuesta por las sociedades complejas. Esta economía monetaria, objetiva e indiferente al individuo, crea un espíritu calculador que, afirma Simmel, «favorece la exclusión de aquellos rasgos esenciales e impulsos irracionales, instintivos, soberanos, que quieren determinar desde sí la forma vital, en lugar de recibirla como una forma general, esquemáticamente precisada desde fuera». Subrayo en el texto las palabras <em>exclusión </em>e <em>impulsos</em> <em>soberanos</em>. Creo que esta observación sociológica se encuentra en el centro del discurso antiurbano de Lorca, quien, por cierto, lo dice con una belleza que estremece:<br /><br /><span style="color:#666666;">debajo de las divisiones<br />hay una gota de sangre de marinero;<br />debajo de las sumas, un río de sangre tierna.<br /><br /></span>Estos temas —el mal, el progreso ciego, el cálculo— no agotan el pensamiento contra la ciudad en la literatura y la filosofía norteamericanas ni tampoco en <em>Poeta en Nueva York</em>. Hablando de multitudes, de la angustia, de amenazas e injusticias... se podría seguir estableciendo paralelismos entre ideas y versos, no sé si en el aire de la imaginación o sobre la tierra firme de los textos. Pero para cerrar estas divagaciones me gustaría anotar una frase de un célebre narrador norteamericano del siglo XIX, Nathaniel Hawthorne, quien afirmó: «Hay motivos para sospechar que un pueblo va hacia la decadencia y la ruina en el momento mismo en que su vida se torna fascinante para la imaginación del poeta o el ojo del pintor». ¿Cómo no darle la razón si se piensa en el Nueva York del 29 y en los ojos de Lorca embelesados en las multitudes? «Tropezando con mi rostro distinto de cada día» dice un verso de «Vuelta de paseo»; un verso —por cierto— que deshace aquella trampa con la que inicia el libro y desvela la autenticidad de su sentido hodológico urbano: un rostro distinto cada día, el camino y la multitud no están fuera, como en el Poe de «El hombre de la multitud» que la observa cínico desde «el café D., de Londres.», sino que camino y multitud se encuentran dentro del poeta, y éste es uno de los rasgos poéticos y también de percepción urbana más notables de <em>Poeta en Nueva York</em>.<br />Se me ocurre, sin embargo, que tal vez sí se pueda decir, parafraseando al novelista norteamericano, que cuando la imaginación de un poeta o el ojo de un pintor se fijan en la decadencia y en la ruina de una ciudad, ésta inmediatamente se redime, como esta espléndida imagen nocturna de Nueva York redime la ciudad de cuantos males se le han atribuido en estas páginas: «Enjambres de ventanas acribillan un muslo de la noche».<br /></div></span>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4943365711813490001.post-85721096442618180642011-06-01T10:50:00.000-07:002011-06-01T11:11:34.874-07:006. El poeta A PESAR DE la ciudad: Dámaso Alonso<div align="justify"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhoQNsgRPcjT1K7R2BNfguStmqhxA55HcfDnFt_MreZw-4C_AQv4nYgim0UG1USZ8qMtyiIVZmHY_h54hf8aVRTxTl8Bz_4g4OCPrYQARylOnewCp97Mnz_HoTlR1Tkfrn__EGI66GgpcY/s1600/P1010209.jpg"><img style="TEXT-ALIGN: center; MARGIN: 0px auto 10px; WIDTH: 320px; DISPLAY: block; HEIGHT: 240px; CURSOR: hand" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5613311237340962114" border="0" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhoQNsgRPcjT1K7R2BNfguStmqhxA55HcfDnFt_MreZw-4C_AQv4nYgim0UG1USZ8qMtyiIVZmHY_h54hf8aVRTxTl8Bz_4g4OCPrYQARylOnewCp97Mnz_HoTlR1Tkfrn__EGI66GgpcY/s320/P1010209.jpg" /></a><span style="font-family:georgia;font-size:130%;"><span style="color:#660000;">1<br /></span>En noviembre de 1968 Jorge Guillén saluda la aparición de un libro de su amigo Rafael Alberti, desde la misma Roma que acoge el exilio de éste y asoma en el título celebrado, con un soneto blanco, «Corridas de gentes». El primer cuarteto del poema —publicado dos años más tarde en un homenaje universitario a otro amigo, Dámaso Alonso— ya da el tono del poema:<br /><br /><em><span style="color:#666666;">Roma, París, quizás en todas partes...<br />Hemos, pues, asediados por los coches,<br />Los coches de presuntos asesinos<br />Que buscan su botín de transeúntes.<br /></span></em></span></div><br /><br /><div align="justify"><span style="font-family:georgia;font-size:130%;">Tono que puede señalarse como emblemático de cierta opinión adversa a la vida de ciudad que ha favorecido la impresión general del 27 como una generación antiurbana.<br />En un artículo de 1949, al comentar Dámaso Alonso algunos errores léxicos de Francisco Villaespesa y del primer Antonio Machado, desliza una muy poco velada crítica a la sensibilidad urbana: «Pero la verdad es que nosotros, habitantes de las ciudades —tan orgullosos como estúpidos—, nos entusiasmamos con la burda hojalatería de un automóvil americano, y hemos olvidado la belleza y la sabiduría (madurada en lentísimas eras) de esta nutricia y verdadera raigambre».<br />Se podría continuar la suma de citas contrarias a la idea contemporánea de ciudad, aunque quizá añadieran tan sólo una más granada casuística de ese gesto antiurbano del 27, que suele interpretarse antes como una concepción que como un mero parecer.<br />Si bien es verdad que la ciudad no ha sido nunca uno de los temas determinantes del 27, también lo es que resulta <em>a priori</em> incomprensible su esfuerzo de modernidad y vanguardia sin una poética de la ciudad que trascienda esas opiniones desfavorables a la vida urbana actual. Y en efecto, desde algunos poemas de<em> Cántico</em> hasta <em>Roma, peligro para caminantes</em>, desde <em>Poeta en Nueva York</em> hasta <em>Hijos de la ira</em>, por citar únicamente los títulos más evidentes, esa poética de la urbe completa, orgánica, existe latente en muchos temas, desarrollos y modos expresivos del 27. Aquí se tratará de descubrir la imagen urbana que dibujan los poemas de Dámaso Alonso.<br /><br /><span style="color:#660000;">2<br /></span>El primer libro de Dámaso Alonso, <em>Poemas puros. Poemillas de la ciudad</em> (1921), presenta, en su mismo enunciado, un cariz oximorónico: «poesía pura» frente a «poesía de la ciudad», que la tradición baudelairiana se había empeñado en anegar con las mayores impurezas temáticas y expresivas. La lectura de los textos, sin embargo, disuelve pronto la paradoja, pues el carácter juanramoniano del conjunto, señalado ya ampliamente por la crítica, matiza tanto su impureza como su presumible oscuridad urbana. Este juanramonismo formal le aleja, precisamente, tanto de la turbia Ciudad del Mal de los bohemios modernistas, o sus exaltaciones épicas a lo Eduardo Marquina —en <em>Canciones del momento, odas de la ciudad y horas trágicas</em> (1910)— o más tarde a lo Tomás Morales —en «Poema de la Ciudad Comercial»—, como de la más inmediata yuxtaposición objetual e imaginativa de los ultraístas; en él cala, sin embargo, una incipiente concepción urbana que, por encima de la tópica al uso, arraiga en su propia experiencia lírica.<br />El primer concepto urbano que se identifica en <em>Poemas puros. Poemillas de la ciudad</em> es justamente aquél donde deben echar raíces las razones de una poética que quiera asumir la ciudad: la visión primigenia; o para decirlo con una acertada expresión de Henry James, «el rincón feliz» («<em>The jolly corner</em>»): «[...] había cedido al deseo de volver a ver la casa que tenía en el rincón feliz (como solía llamarlo cariñosamente) donde viera la luz por primera vez, donde varios miembros de su familia vivieron y murieron, donde había pasado las vacaciones de su infancia (el curso escolar siempre duraba demasiado) y recogido las pocas flores sociales de su adolescencia sin calor.<br />Si se prescinde de la anécdota que vertebra el relato, la definición de James parece adecuada para formular el vínculo emocional que une a un individuo con un espacio cualquiera en el planeta, y aun en el universo. Espacio emotivo que tiene, para Dámaso Alonso, el nombre de un barrio de Madrid:<br /><br /><em><span style="color:#666666;">Desde Chanmartín de la Rosa, un mínimo ciudadano de la gran Vía Láctea,<br />abre su balcón y se asoma al Cosmos, y grita...<br /><br /></span></em>Un texto de <em>Poemillas de la ciudad</em>, el titulado «Calle del arrabal», incluye en su primera estrofa las razones líticas de un rincón feliz del cosmos:<br /><br /><em><span style="color:#666666;">Se me quedó en lo hondo<br />una visión tan clara,<br />que tengo que entornar los ojos cuando<br />pretendo recordarla<br /><br /></span></em>Y a continuación lo describe mediante algunos trazos realista que no ocultan su vocación connotativa:<br /><br /><em><span style="color:#666666;">A un lado, hay un calvero de solares;<br />enfrente, están las casas alineadas,<br />porque esperan que de un momento a otro<br />la Primavera pasará.<br />Las sábanas,<br />aún goteantes, penden de todas las ventanas.<br />El viento juega con el sol en ellas<br />y ellas ríen del juego y de la gracia.<br />Y hay las niñas bonitas<br />que se peinan al aire libre.<br />Cantan<br />los chicos de una escuela la lección.<br />Las once dan.<br />Por el arroyo pasa<br />un viejo cojitranco<br />que empuja su carrito de naranjas<br /><br /></span></em>La visión evoca una estampa urbana (el calvero, las casas, la ropa tendida, la escuela, las niñas...) que presagia a su vez la llegada de la «Primavera». Es, pues, una visión situada en un tiempo naciente, optimista, como de hecho corresponde al recuerdo del rincón feliz.<br />La estampa urbana positiva, teñida por la pureza juanramoniana, se repite en otros momentos del libro inicial; así el poema «El paseo» empieza con una delicada descripción auroral:<br /><br /><em><span style="color:#666666;">¡Los bonitos<br />juegos de la luz d la calle!<br />Las palomas que vuelan,<br />las ventanas que se abren.<br /></span></em><br />También el poema «País» concluye, en el mismo tono, provocando una asociación simbólica, que el optimismo aconseja, con el sentimiento amoroso:<br /><br /><em><span style="color:#666666;">la ciudad, de tan lejos presentida,<br />donde estará mi blanca prometida<br />esperándome siempre a al ventana.</span></em><br /><br />O incluso se insinúa una identidad, muy bella como imagen, entre amada y ciudad, que apunta otra vía de acceso —a través de la experiencia amorosa— al rincón feliz: «Esta avenida larga / se te parece».<br /><br /><span style="color:#660000;">3<br /></span>El encanto primaveral y adolescente que se ha subrayado en «Calle del arrabal» contrasta con el esfuerzo realizado por la crítica para emparentar el primer libro de Dámaso Alonso con su obra posterior. <em>Poemas puros. Poemillas de la ciudad</em> no permanece ajeno al angustioso desgarro que en el poeta produce «el conflicto entre una visión idealizada de la vida y otra visión ásperamente realista, por decirlo con palabras de Andrew Debicki. La luz naciente que había matizado con su optimismo el recuerdo de la visión primera de la ciudad (avisada tal vez por la aspereza con que concluye la imagen: «Por el arroyo pasa / un viejo cojitranco...», se oscurece pronto; efímera luz que presagia la noche existencial que va a amparar —más adecuado sería decir desamparar— los libros posteriores de Dámaso Alonso.<br />La sección<em> Poemillas de la ciudad</em> se cierra con un texto intencionadamente titulado «Crepúsculo»:<br /><br /><em><span style="color:#666666;">La noche, monstruo negro, tiene abiertas<br />sus tremebundas fauces, para<br />devorar la ciudad multitornátil<br />que aún de un último sol está dorada.<br /><br />Y la ciudad no sabe. La ciudad<br />extática<br />se mira en una estrella prematura.<br /><br />Penden al aire las banderas áureas;<br />un polvoriento batallón retorna<br />tocando la charanga;<br />y en los bancos en flor de la glorieta<br />hay dúos y romanzas<br />sin palabras.<br /><br />Y la ciudad no sabe<br />—¡Ay, la ciudad<br />extática!—<br /><br />Y están abiertas ya las fauces negras<br />que habrán de devorarla.<br /><br /></span></em>Este poema adelanta, en efecto, la grisura y aun monstruosa negritud que impregnará su obra de posguerra; pero está todavía tamizado por la luz diurna que alumbraba el conjunto —la visión— inicial. La ciudad, «por el último sol dorada», contempla «extática» la idílica estampa de la música («la charanga») y los besos («romanzas / sin palabras»), ausente a su destino. Porque lo que va a ocurrir está expresado en un rotundo futuro, «las fauces negras / que <em>habrán</em> de devorarla». «Crepúsculo» es el punto de inflexión entre la adolescencia ingenua y la aspereza real, entre la ciudad como símbolo naciente y la ciudad como evidencia de la angustia; en suma, entre la vida el fin mortal.<br />La clave metafórica de «Crepúsculo» es decisiva para definir un segundo concepto básico en una poética urbana. La «noche», con su negra monstruosidad y sus fauces devoradoras, y la «ciudad», con sus luces ponientes y su sosiego, son los dos polos metafóricos que vertebran el poema. La primera, extraordinariamente fértil en la poesía de Dámaso Alonso, puede ser interpretada como metáfora de la condición mortal. La segunda, objeto de la acción devastadora de la muerte, ha de poseer, lógicamente, un valor metafórico de análogo rango, para que el enfrentamiento de ambas produzca una emoción verdadera. Así, pues, la «ciudad», alberga la connotación de cuanto posee vida. Ahora bien, la reunión simbólica de «ciudad» y vida ofrece un rasgo novedoso. La tradición poética había privilegiado la naturaleza como fuente principal de referentes metafóricos. Es más, el idealismo incluso había consagrado la naturaleza como el libro donde todos los símbolos podían ser leídos, frente a la artificiosidad y el pragmatismo de la ciudad, incapaz de suscitar una visión poética. En la ruptura implícita de este esquema y la consiguiente identidad entre naturaleza y ciudad se fundamenta el segundo baluarte de una verdadera poética urbana.<br /><br /><span style="color:#660000;">4<br /></span>«¿De modo que aquí viene la gente para vivir? Yo creería más bien que aquí se muriera». Con esta cruda aseveración inicia Rainer Maria Rilke las cuadernos donde narra su experiencia urbana. París («aquí»), con sus hospitales y sus moribundos en plena calle, propicia una reflexión sobre la muerte que le conduce hasta sus propios recuerdos, temores y angustias. <em>Hijos de la ira</em> (1944) empieza con un verso de no menor crudeza: «Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres». «Insomnio», cuyo primer verso se acaba de anotar, participa de la concepción poética que otorga a la ciudad un valor simbólico análogo al que poseía la naturaleza en la tradición; pero aporta además un nuevo dato que aparecía intuido en «Crepúsculo» y tal vez levemente apuntado en los tres versos finales de «Calle del arrabal». Cuando cae la noche sobre la ciudad, nos dice Charles Baudelaire en el poema «Recueillement», a unos les alcanza el descanso de su jornada diurna, pero a otro les asalta <em>le souci</em> (la inquietud, la zozobra). Baudelaire, Rilke y Dámaso Alonso pertenecen a esta estirpe de poetas. Con sus obras han fundado una mítica Ciudad del Dolor. Han contemplado incluso la ciudad como el lugar de la muerte; su desasosiego, angustia y desamparo ha impregnado una visión contemporánea de la vida urbana, quizá la que simbólicamente se haya afirmado con mayor vigor, y que irradia desde poemas como «Mujer con alcuza»:<br /><br /><em><span style="color:#666666;">Sí, estamos equivocados.<br />Esta mujer no avanza por la acera<br />de esta ciudad,<br />esta mujer va por un campo yerto,<br />entre zanjas abiertas, zanjas antiguas, zanjas recientes<br />y tristes caballones,<br />de humana dimensión, de tierra removida,<br />de tierra<br />que ya no cabe en el hoy de donde se sacó. </span></em></span></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4943365711813490001.post-22203145654551978702011-05-22T11:07:00.000-07:002011-05-22T11:30:19.333-07:007. El poeta EN la ciudad: Jaime Gil de Biedma<div align="justify"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgMZEgFZS-PoZsCbFItMP4XNnP2-3qe2KojBA9YJZZ5ntiHO39Qt_LhwiqIp_IAFP9W_FG_OK5Wg2L7cxa0BXIreMNpH66T8f_A5BCx5SOs6taHqmep7KnlvKCfm_gs801bfo_HI3kU2i4/s1600/07.JPG"><img style="TEXT-ALIGN: center; MARGIN: 0px auto 10px; WIDTH: 213px; DISPLAY: block; HEIGHT: 320px; CURSOR: hand" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5609604101917401938" border="0" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgMZEgFZS-PoZsCbFItMP4XNnP2-3qe2KojBA9YJZZ5ntiHO39Qt_LhwiqIp_IAFP9W_FG_OK5Wg2L7cxa0BXIreMNpH66T8f_A5BCx5SOs6taHqmep7KnlvKCfm_gs801bfo_HI3kU2i4/s320/07.JPG" /></a> <span style="color:#ffffff;">.</span><br /><span style="font-family:georgia;font-size:130%;">«La gran ciudad es el hábitat natural del hombre moderno». Con esta frase de tintes paradójicos, pronunciada en un coloquio sobre su obra, en 1985, Jaime Gil de Biedma (1929-1990) resume una de las actitudes que mejor caracterizan su quehacer literario: concebir y situar a su personaje poético en una perspectiva contemporánea, es decir, en su justo <em>hábitat</em> urbano.<br />Desde el umbral mismo de <em>Las personas del verbo</em>, un «Arte Poética» proporciona las claves temáticas que han de vertebrar muchos de los poemas que le siguen: «la nostalgia» (primera estrofa), la experiencia amorosa (segunda estrofa) «y sobre todo el vértigo del tiempo» (tercera estrofa). Ahora bien, la nostalgia lo es «del sol en los terrados» y el amor prende «a solas / en medio de la calle familiar». La ciudad —ya sea paisaje, trasfondo o metáfora— desde el principio aparece en estrecha relación con los asuntos propios del poeta. Cabe preguntar entonces si la ciudad puede ser considerada, ante el papel privilegiado que se le otorga, un cuarto tema, análogo a los tres que el autor cita y la crítica ha confirmado. De momento conviene afirmar que «la ciudad», como tema en sí mismo, invalidaría la perspectiva contemporánea en la que el poeta y su personaje quieren instalarse. El canto a la urbe —apologético o de rechazo— externo y denotativo es propio de otra poesía pre-moderna, aficionada a una retórica de temas apriorísticos que está en el polo opuesto de las pretensiones líricas de Jaime Gil de Biedma.<br />De hecho, el cambio de rumbo entre una poesía de evocación externa y otra pendiente sólo de las tensiones personales se verifica muy temprano en la obra del poeta; un cambio que aparece expresado precisamente con una metáfora urbana. El inicio del poema «III» de <em>Las afueras</em> evoca explícitamente el canto antiguo a la ciudad. Surge en primer término una apelación directa, vocativa, a la «Ciudad / ya tan lejana», y después un conato de descripción, «lejana junto al mar», tal como recomendaba el tópico. Pero los cinco versos finales consiguen desviar el trayecto previsto con un giro radical:<br /><br /><em><span style="color:#666666;">Mas, cada vez más honda<br />conmigo vas, ciudad,<br />como un amor hundido,<br />irreparable. </span></em></span></div><span style="font-family:georgia;font-size:130%;"><br /><br /><div align="justify">La ciudad se convierte en objeto poético no por su identidad real y objetiva, sino porque forma parte de un modo indivisible, «irreparable», del interior del sujeto. Esta perspectiva interna de la urbe, <em>moderna</em>, es la que reaparece en el «Arte poética» tejiendo una sutil red en torno a los temas capitales del poeta: la nostalgia, la experiencia amorosa y la condición temporal. O dicho de otro modo, en el sistema biedmiano no existe la ciudad como lugar temático autónomo, deslindado de estos tres núcleos que nutren la voz poética que suena en <em>Las personas del verbo</em>. Este hecho ha de permitir que el paulatino abandono de lo urbano como referencia explícita en sus textos no merme en ningún momento la conciencia lectora de que «la gran ciudad es el hábitat natural» de los poemas de Jaime Gil de Biedma, desvaneciéndose de paso los tintes paradójicos de la afirmación.<br />Descartado en el poema «III» de <em>Las afueras</em> el tratamiento poético tradicional de la ciudad, externo y denotativo, otros muchos textos corroboran la simbiosis entre los temas del poeta y el paisaje urbano. Por ejemplo, en «Noches del mes de junio» el exaltado recuerdo nostálgico incluye el significativo paréntesis en el que el personaje evoca «junto al <em>balcón</em> abierto de par en par / la <em>calle</em>». El poema «Sábado» reitera, por su parte, la condición esencialmente urbana de la experiencia —y aun de la ilusión— amorosa: «Es ésta la ciudad. Somos tú y yo. / Calle por calle vamos hasta el cielo». Y en «Contra Jaime Gil de Biedma», donde el autor plantea el conflicto existencial en su máxima acritud, la estrofa que se inicia con una enumeración urbana («Te acompañan las barras de los bares / últimos de la noche, los chulos, las floristas, / las calles muertas de la madrugada...») concluye con una palabra clave: «envejezco».<br />Hasta este momento se ha utilizado el término<em> ciudad</em> en un sentido unívoco que las citas no han tardado en denunciar. En el primer ejemplo la calle nocturna sugiere un ámbito biográfico, barcelonés; en «Sábado» el significado es más amplio y general, más abstracto también; y en el tercero, tras algunas referencias barcelonesas y otras abstractas se agazapa una ideación donde ciudad y vida contemporánea se dan la mano. A grandes rasgos, las relaciones entre poesía y ciudad pueden situarse en tres niveles diferentes que señalan tres preocupaciones diversas bajo el mismo enunciado. En primer lugar la <em>ciudad</em> representa un espacio concreto, geográfico; en segundo lugar, traduce un modo particular de entorno y las relaciones o conflictos que ésta genera, es decir, la vida urbana; y aun cabe una tercera perspectiva, de mayor amplitud, que emparienta aquélla con la modernidad.<br />Barcelona es el espacio geográfico que se intuye tras muchos poemas de Jaime Gil de Biedma y que se cita expresamente en otros. No es, sin embargo, el único. «Ampliación de estudios» se inicia con una descripción de una «vieja ciudad», Salamanca, donde el poeta vivió algunos meses estudiantiles en su juventud. París aparece como un punto de referencia biográfico y generacional, como paradigma que era de la libertad ciudadana y el apogeo cultural que se echaba a faltar en la vida española bajo la dictadura. «París, postal del cielo» evoca un viaje de juventud en clave de experiencia amorosa. En «La calle Pandrossou» una imagen urbana de Atenas aparece ligada al recuerdo, a la temporalidad y a una sensación de intimidad del personaje poético.<br />El espacio urbano, sin embargo, que adquiere un mayor relieve es, sin duda, la ciudad de Barcelona. Un término de inequívoca filiación barcelonesa, «ramblas», aparece mencionado en varios poemas. Pero sobre todo «Barcelona ja no és bona, o mi paseo solitario en primavera» escenifica la tensión dominante en la Barcelona contemporánea mediante el monólogo de un vástago de la burguesía industrial, perplejo ante la rápida transformación de las estructuras económicas y sociales de la ciudad, en un paseo por la montaña de Montjüic, al mismo tiempo símbolo caduco del poderoso mundo burgués decimonónico y del ascenso de las capas emigrantes recién llegadas por esa bonanza económica. Poema que por sí solo puede ilustrar un capítulo de historia barcelonesa.<br />Dos aspectos de la vida urbana, o más exacto sería decir dos variantes de un único aspecto, destacan en los poemas de Jaime Gil de Biedma: la muchedumbre anónima y los encuentros abstractos. El anonimato urbano es un motivo constante en la primera parte de <em>Las personas del verbo</em>, «Compañeros de viaje». Y tal vez su abandono —con escasas excepciones— en las partes más maduras del conjunto presagia lo que el análisis ha de indicar: que es un motivo ajeno del que el poeta no consiguió apropiarse totalmente. Al margen de varias menciones esporádicas, «Idilio en el café» pregunta ingenuamente:<br /><br /><em><span style="color:#666666;">No sé bien de qué hablo. ¿Quiénes son,<br />rostros vagos nadando como en un agua pálida,<br />éstos aquí sentados, con nosotros vivientes?<br /><br /></span></em>y «Los aparecidos» responde con contundencia:<br /><br /><em><span style="color:#666666;">Cada aparición<br />que pasa, cada cuerpo en pena<br />no anuncia muerte, dice que la muerte estaba<br />ya entre nosotros sin saberlo.<br /><br /></span></em>perplejidad y respuesta que se alejan poco de su fuente, Jorge Guillén:<br /><br /><em><span style="color:#666666;">Hervor de ciudad<br />En torno a las tumbas.<br />(...)<br />Juntos, a través<br />Ya de un solo olvido,<br />Quedan en tropel<br />Los muertos, los vivos.<br /></span></em>(«Vida urbana», Cántico)<br /><br />En efecto, los temas guillenianos de la muchedumbre, la algarabía y el anonimato nutren estas referencias de la época inicial, sin que en ningún momento logren un matiz particular que <em>Cántico</em> desconozca.<br />Entre las escasas excepciones a la desaparición de este motivo se encuentra un verso de «París, postal del cielo», en el que la referencia anónima, teñida por la tibia luz del recuerdo feliz, muestra por primera vez un sentido claramente positivo: «ese calor de gentes». Y puede mencionarse también, en este apartado, una imagen primeriza, guilleniana, en el poema «VII» de <em>Las afueras</em>, que sugiere la multiplicidad de la vida urbana: «la ciudad cegadora se agrupaba / lo mismo que un cristal innumerable».<br />Los «encuentros abstractos», término con el que la sociología nombra las relaciones azarosas y efímeras en la gran ciudad, se inscriben en una tradición literaria más amplia, de la que pueden citarse tres poemas emblemáticos: «A un desconocido» de Walt Whitman, «A une passante» de Charles Baudelaire y «Encara el tram» de Joan Salvat Papasseit. Estos encuentros son herederos, en la segunda y tercera parte de <em>Las personas del verbo</em>, del anonimato genérico de la primera, es decir, representan la apropiación de Biedma del motivo guilleniano. Uno y otro aspecto de la vida urbana aparecen en «Los aparecidos», donde se reúnen el negro anonimato letal y la «visión de unos<em> ojos</em> terribles». En otro poema unos «<em>ojos</em> inmensos» son símbolo «Del año malo»; y los «<em>ojos</em> azules» del poeta —«oh joven pirata»— participan en el más paradójico de los encuentros, pues al mismo tiempo es íntimo y anónimo, contado sin vacilaciones ni pudor en «Nostalgia de la boue». Ahora bien, el texto que logra el efecto más sorprendente y novedoso con este rasgo temático es «Peeping Tom», donde el recuerdo de un encuentro amoroso desvía su afectividad hacia un desconocido que espiaba la intimidad de los amantes, y lo convierte en una metáfora personal:<br /><br /><em><span style="color:#666666;">Así me vuelve a mí desde el pasado,<br />como un grito inconexo,<br />la imagen de tus ojos. Expresión<br />de mi propio deseo.<br /><br /></span></em>La conversión de las muchedumbres anónimas en encuentros abstractos, y estos en evocaciones íntimas, ilustra el proceso de interiorización de la ciudad y de la vivencia urbana en la poesía contemporánea.<br />El término <em>ciudad</em>, además de referirse a un espacio concreto y sus tensiones históricas, o a los matices de la vida urbana, puede también nombrar, en abstracto, la «civilización» actual. En este sentido, el descrédito de la poesía sacralizada, apriorística y retórica que evidencian los poemas de Jaime Gil de Biedma constituyen un aspecto también, quizá el más genérico, de su condición de poeta en la ciudad.<br />El poema «Albada» reúne todas las acepciones que se han deslindado en el término <em>ciudad</em> y su intersección con la tradición poética. Situando en el espacio geográfico barcelonés («Irán amontonándose las flores / cortadas, en los puestos de las Ramblas»), evoca algunos rasgos peculiares de la vida urbana («y en la oficina, con sueño por vencer») entre los que no falta la sensación del anonimato (en la que el propio personaje participa: «mientras que al volver / la negra humanidad que va a la cama / después de amanecer»), ni la del anonimato amoroso («Junto al <em>cuerpo</em> que anoche me gustaba / tanto desnudo», donde <em>cuerpo</em> tiene un valor análogo a los <em>ojos</em> antes mencionados), y está escrito con una dicción apoética donde prende la ironía («llega el amanecer, / con su color de abrigo de entretiempo / y liga de mujer»).<br />La cualidad modélica de «Albada» como emblema del poema en la ciudad no reside en estos tres aspectos, sino en una ambición poética mayor. «Albada» recrea, desde el título, un género provenzal, el alba, en el que los amantes lamentan la llegada del día porque con él deben separarse. Métrica y rima proporcionan incluso una vaga resonancia medieval, pero lo que llama la atención es la metamorfosis que sufre el escenario natural, pieza por pieza, en un escenario urbano. Así el amanecer llega, no desde el mar o desde las lejanas colinas, sino a través de los «montantes de la galería», la típica figura del guardián de amores, encargado de avisar a la pareja de la llegada del día, se transforma en el «portero de noche», el arrullo de las alondras provenzales se convierte en el «enronquecer [de] los tranvías»... y en fin, el día acarrea la separación de los amantes, pero también el castigo de una vestimenta convencional frente a la desnudez de la noche, el trabajo, la rutina... ¿Qué diferencia, cabe preguntar ahora, al poema contemporáneo del género medieval si ambos comparten estructura formal, motivos y hasta sentimentalidad amorosa? Existe una diferencia radical. En el alba provenzal todos los elementos aparecen ligados a una estructura fija y convencional, apriorística, y de ahí que el poeta barcelonés pueda parafrasearlos; acción que lleva a cabo, claro, gracias a la maleabilidad de los elementos urbanos, todavía no sujetos a convención, puestos únicamente al servicio de la sensibilidad y la experiencia del poeta. Y esta es, hoy por hoy, la característica principal de la poesía <em><strong>en</strong></em> la ciudad. </div><br /><br /><div align="justify"><span style="color:#ffffff;">.</span></div><br /><br /><div align="justify"><span style="color:#ffffff;">.</span></span></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4943365711813490001.post-6154132571851334302011-05-15T09:00:00.000-07:002011-05-15T09:14:21.532-07:008. El poeta DE la ciudad: José María Fonollosa<div align="justify"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgs3dwGL5jI5FFfyAjP0w6AFW00n3u2eswemubRKm8pyJseXKRi3gboxhWOu2UVaPB2DYqYpsP4art7q-aK6KQynYBkJiSbFh1Bb7gi10N54N9OA1FQWSrQrJfs9lwiQ_nnBiMIc4y3fkk/s1600/P1040248.JPG"><img style="TEXT-ALIGN: center; MARGIN: 0px auto 10px; WIDTH: 320px; DISPLAY: block; HEIGHT: 213px; CURSOR: hand" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5606973488494841634" border="0" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgs3dwGL5jI5FFfyAjP0w6AFW00n3u2eswemubRKm8pyJseXKRi3gboxhWOu2UVaPB2DYqYpsP4art7q-aK6KQynYBkJiSbFh1Bb7gi10N54N9OA1FQWSrQrJfs9lwiQ_nnBiMIc4y3fkk/s320/P1040248.JPG" /></a><br /><br /><span style="font-family:georgia;font-size:130%;">«En Baudelaire París se hace por primera vez —había observado Walter Benjamin— tema de la poesía lírica». Quien dice París, evidentemente dice la Ciudad, pues conforme todas las pequeñas ciudades del XIX han ido alcanzando atributos parisinos (las multitudes, el dinamismo anónimo, los bajos fondos...) poco a poco se han convertido en «tema de la poesía lírica», uno de los más feraces durante el siglo XX también en la historia literaria española.<br />Cabe distinguir, sin embargo, dos actitudes frente a la ciudad como «tema de la poesía lírica». Por una parte, la que sitúa al sujeto y sus conflictos en un contexto urbano. «La ciudad es el hábitat natural del hombre moderno» había dicho como una paradoja fundacional Jaime Gil de Biedma. El libro más significativo de esta actitud es <em>Poeta en Nueva York</em>, donde la ciudad americana apenas cobra protagonismo —negativo— en dos o tres poemas, y en el resto aparece como el <em>hábitat </em>en el que se dirimen otros conflictos lorquianos. Y de hecho el título ofrece una valiosa preposición para poder nombrar esta actitud: el poeta en la ciudad.<br />José María Fonollosa (1922-1991) no se conformó con ser un poeta <em>en</em> sus tres urbes biográficas (Barcelona, La Habana, Nueva York), sino que aspiró a ser <em>un poeta <strong>de </strong>la ciudad</em>. No es ésta, sin embargo, una aspiración externa, hecho que le hubiera convertido en un poeta civil, a medio camino entre el oráculo clásico y el cronista decimonónico, más devaluado hoy en día por un sometimiento a las leyes de los medios de comunicación, algo poco probable que ocurriera en el caso de Fonollosa, que fue en la casi totalidad de su vida (desde 1947 hasta 1990) un poeta inédito y absolutamente desconocido. Su aspiración a convertirse en un poeta <em><strong>de</strong></em> la ciudad es exclusivamente interna, poética, lírica, y de ahí su interés literario y su originalidad.<br />Esta aspiración <em>interna</em> se delata en cuatro aspectos que, ordenados de menor a mayor relieve literario, son:<br />En primer lugar, la voluntad apologética de la vida de ciudad. No hay sólo un contexto urbano en los poemas de Fonollosa, sino que existe la conciencia de que el conocimiento sólo puede manar de la ciudad frente a la simplicidad de lo natural. Hay en ello una inversión de los términos en los que la filosofía y la poesía, desde Emerson, habían enfrentado la razón, que sólo se aprehende en la naturaleza, al entendimiento pragmático y calculador de la ciudad. Un poema de <em>Ciudad del hombre: Barcelona</em>, «Avinguda del Paral.lel 4», deja claro el nuevo conflicto epistemológico. Empieza describiendo «El aire de los valles y montañas » como «un aire delgado, empobrecido, / que no ha evolucionado. El apropiado / para rudimentarias fauna y flora.» Y frente a éste se encuentra «el aire para el hombre / con siglos de progreso a sus espaldas», que es «El aire de ciudad es aire fuerte / consistente, riquísimo en materias.../ Aire civilizado. Respirable / con orgullo y placer. Es obra suya [del hombre] / arreglado por él y a él adaptado».<br />El poema «Plaça del Teatre 1» arrastra el conflicto a la esfera existencial, uno de los ámbitos predilectos de Fonollosa. Empieza con un rotundo: «No al árbol, no a la nube, no a la estrella. / No al amor [...] No al mañana»... y concluye: «Maldita vida tanto a mí aferrada».<br />La superioridad de la ciudad a la naturaleza en esta particular teoría de conocimiento se complementa necesariamente con la conciencia del sentido hodológico, es decir, la existencia del <em>camino</em>, también en la ciudad, que tanto ha de abrir las vías del descubrimiento como contener, a la manera de Rosalía de Castro o Antonio Machado en el campo, los símbolos fundamentales. Un poema se inicia con este verso que no deja lugar a dudas sobre la conciencia hodológica de Fonollosa: «La ciudad está llena de caminos».<br />En segundo lugar, el poeta <em><strong>de</strong></em> la ciudad posee un deseo manifiesto de <em>intervención</em> en la vida ciudadana. Inherente al interés por intervenir es el hecho de que esta intervención se produzca ante un público —aunque circunstancialmente pueda no ocurrir—; lo singular de este deseo en Fonollosa es que se expresa como un elemento interno del poema, sin que nazca vinculado a un contexto concreto, que es lo propio de la poesía de circunstancias: «Aunque nadie me escuche he de decirlo». Uno de los seis personajes de la novela en verso <em>Poetas en la noche</em>, que entre todos conjugan el pensamiento poético del autor, lo expresa de modo rotundo: «Me creo indispensable al mundo, entonces / revelo a los demás algo importante / que deben conocer. Yo se lo digo. / Les digo lo que pienso de las cosas».<br />La intervención en <em>Ciudad del hombre</em> es sobre todo un tono: «Fijaos bien. Están pasando cosas / a vuestro alrededor. Abrid los ojos / [...] / Desconfiad del sol cuando deslumbra. / Impedirá que veáis lo iluminado./ [...] / Tenéis que defenderos si aún sois libres». Un tono en el que, sin embargo, la ironía opera desde el interior de esa búsqueda de intervención. El poema «Carrer de la Formatgeria» arranca con estos versos cuya intención resulta análoga al texto anterior: «Tengo algo que decir. Es un mensaje / que he de comunicar —es importante— / a los demás», pero tras un punto y seguido se afirma en el mismo tono: «Ignoro en qué consiste». El punto culminante de este proceso irónico se produce en el poema «Carrer de Pelai 3», donde el inicio no deja lugar a dudas sobre el deseo de mediación sociológica del poeta: «Tenga ya preparadas las respuestas / para las entrevistas periodísticas», estructura que se repite anafóricamente en las cuatro estrofas de un poema que concluye con dos versos sorprendentes: «Todo está preparado. Todo a punto. / Puedo empezar, pues, a escribir mi libro».<br />Existe en Fonollosa el tono de intervención y existe también el doblez irónico de éste, como se acaba de comprobar. Pero por encima de uno y otro prevalece la conciencia de que pese al infortunio exterior (su condición de obra inédita y rechazada por editoriales durante más de 40 años) su literatura es esencialmente comunicativa. El poema «Carrer d’Aragó 1» se abre con un verso que tal vez no esté hablando del futuro, sino del presente en el que fue concebido: «Os prohibirán un día conocerme». La última estrofa cifra el contenido exacto de la esperanza de estos versos como escritura que busca ser compartida: «Pero alguien hallará siempre la llave. / Penetrará en la cárcel que me encierre / y buscará entre sombras mis palabras. / Y reconocerá que hablo de él mismo, / de su fracaso, el mío, del de todos».<br />En tercer lugar, <em>Ciudad del hombre</em> aporta una representación formal de la ciudad, la convierte no sólo en «tema de la poesía lírica», sino también en un elemento formal ideado para dotar de cohesión al conjunto dispar de temas y sensibilidades que acoge el libro. Tres son los elementos formales que Fonollosa aplicó a sus poemas como rasgos cohesivos y de identificación; dos son meramente métricos: el uso de un endecasílabo blanco lo más próximo a la prosa posible —algo que cierta crítica no ha comprendido aún al censurar como falto de oído un verso que persigue romper la cadencia tradicional del endecasílabo, tradición que él demostró dominar en sus libros de juventud— y un juego estrófico simétrico en relación a la estrofa central del poema. Por ejemplo, un poema puede presentar 3 versos en la primera estrofa, 4 en la segunda, 5 en la central, que establece el eje de simetría, y luego cerrarse con 4 y 3 versos respectivamente. El tercer elemento formal está relacionado directamente con la ciudad: cada poema ostenta como título el nombre de una calle. La elección de este nombre urbano no se corresponde con ningún motivo o asunto desarrollado en el poema; la atribución es una decisión arbitraria del poeta. Los títulos de los poemas de <em>Ciudad del hombre</em>, por lo tanto, no tienen una justificación temática, como ocurre habitualmente, sino que son un elemento de identificación formal, como podría ser una numeración, con la particularidad de que en esta seriación aparece implicada la ciudad. Una sinopsis (aún inédita) firmada por el autor al inicio del libro detalla las funciones literarias de esta implicación formal: «Y no utilizo la pintura del paisaje físico urbano, porque será el propio lector quien, con el simple nombre de la calle que encabeza cada conjunto de endecasílabos, se describirá a sí mismo el espacio exterior por el que se mueven —se podrían mover— las distintas individualidades que se exponen. O las adaptará a otras calles, a otros barrios, a otras ciudades de él conocidas». Es decir, los títulos urbanos de los poemas de Fonollosa están destinados a funcionar como descripción implícita del contexto en el que el poema transcurre; descripción a la vez universal (cualquier nombre de cualquier calle de cualquier ciudad puede encabezar cualquier poema) y concreta (puesto que su caracterización la aporta el lector que la despliega en el acto de la lectura).<br />En este capítulo resulta imprescindible abrir un pequeño paréntesis para aclarar algunos aspectos circunstanciales del conocimiento público de su obra. Los avatares de la edición, en las fechas tardías en las que ésta se produce, han desvirtuado la lectura del libro de una vida de Fonollosa. El manuscrito original, titulado <em>Ciudad del hombre</em>, está compuesto por 236 poemas escritos entre 1947 y 1985. Este libro completo, y a pesar de la celebridad alcanzada por su autor, permanece inédito como tal. En 1990 apareció una selección de 97 textos bajo el título <em>Ciudad del hombre: New York</em>, cuyos poemas lucían el nombre de calles de Nueva York como lema. Este cambio de título —que sólo afecta a los 97 poemas extraídos del manuscrito original— se debe a una sugerencia del editor con una intención, tal vez, comercial. Ya con carácter póstumo ha aparecido en 1996 una segunda selección de 82 poemas del manuscrito que repone su caracterización original con nombres de calles de Barcelona como títulos de los textos: <em>Ciudad del hombre: Barcelona</em>. Cabe añadir, sin embargo, que aún permanecen 57 poemas sin publicar y que continúa inédita la estructura que Fonollosa ideó para su libro.<br />En cuarto lugar y como característica de mayor relieve literario, Fonollosa puede ser considerado un poeta <em><strong>de</strong></em> la ciudad por su pretensión lírica de convertirse en memoria viva de la Ciudad. El gran poeta mallorquín Blai Bonet dice en su diario: «yo no recuerdo las cosas; las tengo presentes; soy una profunda memoria de la Vida y de mi especie», y éste es el sentido exacto que cobra la <em>memoria viva de la ciudad</em> que persigue el poeta de Barcelona, aunque también pudiera ser de La Habana —donde vivió desde 1951 hasta 1961— o de Nueva York —ciudad del deseo, compendio de todas las ciudades—. Fonollosa traslada el sujeto lírico de raíz romántica a un sujeto individual —con una sensibilidad propia, nunca colectiva— desgajado de la muchedumbre de sensibilidades que pueblan las calles de la ciudad, y cuyo conjunto trata de ser emulado en <em>Ciudad del hombre</em>. Fernando Pessoa al realizar la misma operación de derribo de la subjetividad romántica creó una serie de personalidades heterónimas; Fonollosa se propuso una despersonalización aún mayor: cada poema se corresponde con una personalidad ficticia, que no es heterónima porque carece de nombre para así aproximarse más al fenómeno del anonimato de las multitudes urbanas. En la sinopsis del libro que encabeza el manuscrito el autor lo expresa del siguiente modo: «más de doscientas historias, más de doscientas personas con inquietudes y obsesiones, comunes muchas de ellas (amor, sexo, muerte, soledad...) diferenciándose únicamente por el peculiar matiz de cada expresión individual».<br />Cuestión distinta es que de la lectura de <em>Ciudad del hombre</em> se desprenda, como de hecho ocurre al leer los heterónimos de Fernando Pessoa, una impresión lírica que domine el conjunto y que tal vez sea superior, más profunda y más compleja, que la procurada por poetas líricos de tradición romántica.<br />Estos cuatro aspectos reunidos (la voluntad apologética, el deseo de intervención y sus matices, la implicación formal de la ciudad, y la pretensión de construir una memoria viva de la urbe) fundan en la literatura española una estirpe poética que no existía hasta la aparición de José María Fonollosa, la del poeta <em><strong>de</strong></em> la ciudad.<br /></span></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4943365711813490001.post-30827560194092689492011-05-03T11:15:00.000-07:002011-05-03T11:43:13.758-07:009. El poeta POR la ciudad: Ángel González<div align="justify"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEggYFodLblUig3FnD3g6y05diZUGAnUZhrz2lrwc9VoEAe6SgzShUKydAIDqgacFa_CuzVQEvdO533TShbGbopp-dNCiOWKHov1Sko-ajpfoDgP-URAMxV6VXfZbmidJifUSzOPI_L_S-0/s1600/P1020504.jpg"><img style="TEXT-ALIGN: center; MARGIN: 0px auto 10px; WIDTH: 320px; DISPLAY: block; HEIGHT: 240px; CURSOR: hand" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5602555333893591842" border="0" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEggYFodLblUig3FnD3g6y05diZUGAnUZhrz2lrwc9VoEAe6SgzShUKydAIDqgacFa_CuzVQEvdO533TShbGbopp-dNCiOWKHov1Sko-ajpfoDgP-URAMxV6VXfZbmidJifUSzOPI_L_S-0/s320/P1020504.jpg" /></a><br /><span style="font-family:georgia;font-size:130%;"><span style="color:#660000;">1.<br /></span>Escasa fortuna ha merecido el califi¬cativo «urbana» —lo que se refiere a la ciudad— al costado del vocablo literatura. Un cierto desprestigio crítico, si no un deliberado rechazo, se cierne sobre la expresión cuando ésta aparece, pone de manifiesto su falta de decoro, obliga al eufemismo. Así es, aunque no por ello resulte menos injustificado: el hombre y la ciudad es uno de los grandes temas de la literatura contemporánea. Sin él son impensables la mayoría de las obras que iniciaron la modernidad.<br />La aversión se incrementa sustancialmente cuando urbana ha de calificar a poesía. La unión de ambos términos se sospecha incluso antitética: nada parece tan extraño a ésta como lo que se refiere a la ciudad. Por fuerza la contradicción ha de ser un espejismo, pues es inconcebible una poesía moderna ajena tanto a la trayectoria de los demás géneros literarios como a las realidades más acuciantes del hombre actual. En la exégesis poética tal vez pese de un modo negativo, en detrimento de lo ciu-dadano, la memoria de los usos vanguardistas, que al identificar ciudad con escritura nueva acabaron por ahogar la lírica en ristras sin sentido de palabras urbanas. Las consecuencias de esta confusión entre nueva estética y ciudad no sólo afectaron a aquélla, sino también a ésta: «<em>deixaré la ciutat que em distreu de l'amor</em>» escribe el poeta catalán Joan Salvat-Papasseit (1894-1924) para manifestar su desilusión de la vanguardia. Espléndido verso que ha quedado apun¬tado directamente al corazón de cual¬quier poética urbana.<br />Otra falsa creencia ha aumentado la desconfianza en lo urbano: la que identifica el discurso sobre la ciudad con el desarreglo formal, cuando no con la total informalidad. Producto, qué duda cabe, de una pésima lectura del intento vanguardista por explicar e incorporar el mundo contemporáneo a las estructuras líricas, no merece hoy mayor crédito. Todavía un tercer elemento concurre para desvirtuarlo: el mito de la actual cultura urbana, sociológicamente ligada a la sociedad industrial. Sus efectos de despersonalización, fragmentarismo, heterogeneidad y desequilibrio poco contribuyen a dignificar el calificativo. Pero pese a estos u otros prejuicios críticos, la discusión so¬bre la ciudad sí o la ciudad no —como lo enuncia Eugueni Evtuchenko— forma parte ya de los entretenimientos bizantinos; y lo cierto es que, no sin conflictos o dudas, la tradición poética ha incorporado bien los elementos del paisaje ciudadano —con singular emoción a veces—, bien las complejas reflexiones sobre un hecho y una condición que cada día im¬plican a más personas, a más poetas y lectores, y amenazan además con absor¬ber a todos los humanos en una única megalópolis sin fin.<br />Ángel González pertenece a esta tradición, es más, incluso la ilustra de un modo paradigmático: sin destacar nunca como rasgo primordial de su poesía, tal vez ni siquiera en <em>Tratado de urbanismo</em>, la reflexión urbana ha aflorado en su obra, con lucidez, aquí y allá, ha compuesto el fondo paisajístico de algunos textos, en otros ha dado la clave de una vivencia urbana, pero siempre de una manera natural, desposeído tanto de afán sectario como de desdén purista.<br /><span style="color:#660000;">2.<br /></span>Los estudiosos del fenómeno urbano se han encontrado con frecuencia ante la dificultad de definir un ámbito tan polimorfo como es la ciudad. De ahí que hayan parcelado su análisis al compás de la historia: las ciudades-estado, la ciudad medieval, renacentista, barroca, industrial... O al de las culturas: la ciudad musulmana, la ciudad-convento, la modernista... O incluso al de la imaginación humana, desde la Ciudad de Dios hasta las ideaciones del socialismo utópico. De tan amplísima variedad de concepciones urbanas, a la literatura le conviene definir sobre todo dos: en primer lugar la contemporánea (las actuales aglomeraciones y sus tensiones), es decir, de la que se nutre la literatura moderna; y en segundo lugar, la tradicional, aquella que ha pervivido en el tiempo y como tal ha quedado reflejada en la escritura, hasta la gran mutación decimonónica.<br />Con una población por lo general reducida, la ciudad tradicional se ha ajustado a lo largo de la historia a la definición que el Rey Sabio formulara en el siglo XIII: «todo aquel lugar que es cercado de los muros con los arravales, e con los edificios que se tienen con ellos» (Alfonso X, <em>Séptima partida, título XXXIII, ley VI</em>); es decir, esenciales en la ciudad antigua fueron los «arravales» donde habitaba la población, los edificios destinados a los servicios comunales y los muros que, circundándola, establecían su exacto e inalterable perímetro; pero básico en la concepción tradicional de la ciudad ha sido su carácter estático —«Las ciudades siempre han sido estáticas; la muralla era el símbolo de esta condición de la ciudad», afirma Constantinos A. Doxiadis—. En la práctica se podía considerar inmutable —«La ciudad antigua cambiaba con tanta lentitud, que en cualquier momento se le podía considerar inmóvil durante un tiempo indefinido», observa Leonardo Benevolo—. Su imagen unívoca, homogénea, se proyectaba a lo largo de los siglos. De hecho la definición alfonsí de la ciudad medieval en muchos casos no ha perdido su vigencia hasta la gran mutación de la faz urbana que provocó la revolución industrial. El primer gesto de la ciudad moderna fue derribar los muros que la constreñían, y entrar, después, en un incesante y caótico dinamismo. Una ilimitada y acumulativa expansión —«Las ciudades de la actualidad se están moviendo a la velocidad de una avalancha» asevera A. J. Toynbee—, desconocida hasta entonces en la historia de la humanidad, que ha producido el fenómeno denominado gran ciudad, metrópoli o incluso, en algunos casos ya, megalópolis. A un poeta contemporáneo de este proceso de súbito y desmedido crecimiento debemos su expresión más fiel y elocuente, más hermosa también: «<em>Le vieux Paris n'est plus (la forme d'une ville / Change plus vite, hélas! que le coeur d'un mortel)</em>» ¡La forma de una ciudad cambia más rápidamente que el corazón de un mortal!, dejó escrito Charles Baudelaire en el poema «Le Cygne».<br /><span style="color:#660000;">3.<br /></span>El hecho de que ciudad antigua y metrópoli sean dos concepciones diacrónicas de una misma realidad implica una percepción sucesiva de cada una de ellas. Así, la literatura urbana anterior al XIX —o al XX— forzosamente habrá de referirse a la ciudad tradicional, y la posterior, por regla general, tiene como objeto dar razón del caos que subyace en las modernas aglomeraciones humanas.<br />La ciudad antigua, coherente con su imagen estática, ha propiciado una poesía entre descriptiva y apologética, que con frecuencia erigía la urbe cantada en tema único ya desde el título de la composición. Lugar común era recordar su origen mítico, sus nobles costumbres, sus habitantes ilustres, sus piedras magníficas, en suma, la poesía recreaba la imagen unitaria que cada ciudad ofrecía de sí misma. La perspectiva lírica adoptada era siempre externa, superficial, pues la oposición entre vida rural y urbana no había trascendido a las poéticas al uso, cuya fuente simbólica prácticamente única continuaba siendo la naturaleza. La evocación en verso de un ambiente ciudadano se catalogaba, por su asunto, en un subconjunto temático que incluía otros —personajes, hechos históricos—. Pero en ningún caso versos como por ejemplo el gongorino «Pisado he vuestros muros calle a calle», mera referencia externa, representan una alternativa posible, en el campo simbólico, al mundo natural. Alterantiva que sí existe en la moderna poesía urbana, como muestra de un modo emblemático el poema «Albada» de Jaime Gil de Biedma, donde el autor hace paráfrasis de los elementos simbólicos de la lírica provenzal con elementos urbanos. Para ilustrar esta concepción poética de la ciudad antigua puede servir cualquier texto anterior a las fechas históricas de la revolución industrial. Después de la dispersión urbanística, sin embargo, no todos los textos abordan la ciudad desde una nueva perspectiva, interna, autosuficiente simbólica. Algunos continúan haciéndolo con las viejas maneras (descripción, apología) o se refieren a pequeñas villas, espejo de lo que fueron todas en el pasado.<br /><span style="color:#660000;">4.<br /></span>Únicamente en dos poemas de <em>Áspero mundo</em> (1956), primer libro del poeta Ángel González, la ciudad aparece con entidad de protagonista. En algún otro poema pueden subrayarse ciertas alusiones ciudadanas. Ahora bien, bastan esos dos textos para identificar en ellos las dos dimensiones diacrónicas de lo urbano. El tratamiento poético de ambas adquiere además una proyección paradigmática.<br />La primera dimensión enmarca la poética de la ciudad antigua. Un soneto la ilustra en este libro:<br /><br /><em><span style="color:#666666;">CAPITAL DE PROVINCIA<br /><br />Ciudad de sucias tejas soleadas:<br />casi eres realidad, apenas nido,<br />sólo un rumor, un humo desprendido<br />de las praderas verdes y asombradas.<br /><br />Luego hay hombres de vidas apretadas<br />a tu destino semiderruido,<br />y muchachas que crecen entre el ruido<br />cual si estuvieran entre amor sembradas.<br /><br />A casi todas miro tiernamente,<br />y los viejos alegran tus afueras<br />con sus traviesas cabelleras blancas.<br /><br />Yo estoy contento y, cariñosamente,<br />caballo gris me gustaría que fueras<br />para darte palmadas en las ancas.<br /><br /></span></em>La concepción de este poema no es ajena al modelo tradicional que alienta las composiciones de la sección de <em>Áspero mundo</em> donde aparece: «Sonetos». En un primer acercamiento, las referencias describen una ciudad antes relacionada con la definición alfonsí que con los alejandrinos de Baudelaire. Desde el primer verso la ciudad, «de sucias tejas soleadas», aparece connotada con los rasgos de tradición (la casa de tejas frente al bloque monolítico) y antigüedad (la suciedad, signo a la vez de paso del tiempo y de inmutabilidad frente a éste). La presentación externa concluye en cuarteto inicial: «Un humo desprendido / de las praderas verdes», que se refiere sin duda a un perímetro concreto (el humo oscuro perfectamente diferenciado en su ascensión aérea, las praderas rodeando la urbe). La ciudad aquí se manifiesta como un territorio acotado y diferenciado de la naturaleza, frente a la continua expansión de la metrópoli industrial, sin límites fijos. Alusiones como «y los viejos alegran tus afueras» sólo pueden comprenderse en un marco de estas características.<br />Las imágenes, ya en un segundo pla¬no de análisis, corroboran esta sensación de una ciudad limitada, unitaria: «apenas nido». La comparación implícita entre la ciudad y el «anca de caballo gris», es coherente con la idea geométrica (humo, nido) y cromática (sucio) que el poema había ido creando de la «Capital de Provincia». Esta imagen zoomórfica, por otra parte, posee una clara filiación neoplatónica, es decir, di-rectamente vinculada al modelo de ciudad clásico. Finalmente, en un tercer plano, el poema contiene un rasgo clave de la ideología de la ciudad antigua: «hay hombres de vidas apretadas / a tu destino semiderruido». Fustel de Coulanges, en un libro célebre, ha estudiado esta idea del hombre unido al destino de su ciudad (en este caso a su decadencia): «El ciudadano quedaba sumiso en todas las cosas y sin ninguna reserva a la ciudad: le pertenecía por completo».<br />Pero no sólo descripción, imaginería e ideología concurren para proporcionar una dimensión tradicional de la ciudad, también los usos lingüísticos apoyan la noción estática de la urbe. En el primer cuarteto apenas encontramos un verbo (principal transmisor de la temporalidad) y éste es además una cópula: «eres», en un presente general, propio de los fenómenos permanentes. El resto de formas verbales referidas al objeto de la evocación coinciden en la au¬sencia de temporalidad marcada y de acción. Aspectos, unos y otros, que ad¬quieren, a su vez, un valor paradigmático en la poética de esta dimensión urbana.<br />Una vez esbozado el comentario y establecidas las raíces urbanas de tipo tradicional que orientan la composición, cabría preguntarse por las razones que Ángel González tuvo para escribir un texto de estas características; tan alejado, en principio, de su particular poética, que él mismo ha expresado sin ambages: «es necesario apuntar al tiempo que se conoce, dirigirse al hombre con el que se limita, con el que se convive». Para tratar de responder a la cuestión nada mejor que seguir el rastro autocrítico dejado por el propio poeta: «En él —<em>Áspero mundo</em>— recojo algunos poemas de mi primera juventud que me parecieron recuperables; versos muy literarios que expresaban poco o nada de mí: vagas disposiciones sentimentales, emociones más inventadas que vividas». Esta, pues, parece la razón íntima del soneto «Capital de Provincia», en él pesaron más influencias librescas y cierta ensoñación que la observación de la realidad.<br /><span style="color:#660000;">5.</span><br />Emilio Alarcos Llorach, en un afortunado estudio sobre el poeta, observa y analiza esta primera inflexión en la trayectoria de Ángel González, el tránsito de una poética literaturizada a una poética de lo vivido: «deja de seguir lo leído, lo aprendido, y se vuelve a la vida... Ahora literatura será lo que el mismo poeta, el hombre vive», camino de la madurez.<br />Si en el particular motivo temático que estas páginas persiguen «Capital de Provincia» era un ejemplo del punto de partida, el último poema de <em>Áspero mundo</em> lo será del punto de llegada —la vida—:<br /><br /><em><span style="color:#666666;">CIUDAD </span></em></span><br /></div><br /><div align="justify"><span style="font-family:georgia;font-size:130%;"><em><span style="color:#666666;">Brillan las cosas. Los tejados crecen<br />sobre las copas de los árboles.<br />A punto de romperse, tensas,<br />las elásticas calles.<br />Ahí estás tú: debajo de ese cruce<br />de metálicos cables,<br />en el que cuaja el sol como en un nimbo<br />complementario de tu imagen.<br />Rápidas golondrinas amenazan<br />fachadas impasibles. Los cristales<br />transmiten luminosos y secretos<br />mensajes.<br />Todo son breves gestos, invisibles<br />para los ojos habituales.<br />Y de pronto, no estás. Adiós, amor, adiós.<br />Ya te marchaste.<br />Nada queda de ti. La ciudad gira:<br />molino en el que todo se deshace.<br /><br /></span></em>El propio entramado formal denota un poema de mayor madurez, pues en éste se ha abandonado el rigor estrófico de aquél y predomina ya el verso libre, con el ritmo endecasílabo característico de Ángel González. También, a la escasez de verbos anotada en el soneto se opone, en «Ciudad» una abundancia de esta magnitud gramatical ya desde el primer verso, que se abre y cierra con sendos verbos, es decir, se anuncia una presencia marcada de acción y temporalidad.<br />En la imagen que de la ciudad se da, desde el punto de vista descriptivo, resaltan primero los elementos dinámicos: «tejados crecen / sobre las copas de los árboles», «elásticas calles», «los cristales / transmiten... mensajes», y después cierta ornamentación acorde con las nuevas realidades urbanas «cruce / de metálicos cables», «fachadas impasibles». Este primer nivel sitúa al lector cabalmente en la metrópoli moderna: dinamismo es un concepto clave para definirla. Pero además este carácter dinámico, patente en la imagen de la ciudad se refleja también de un modo implícito en las relaciones que en ésta se establecen: «Todo son breves gestos, in-visibles / para los ojos habituales». Es decir, desde una perspectiva ahora ideológica, la ciudad se caracteriza —como el verso intuye— por una multiplicidad de pulsiones contradictorias, un exceso de estímulos psíquicos de toda índole cuyo dominio ni por asomo se puede alcanzar. Y esta condición urbana, donde el poeta sitúa la anécdota de su texto, es en buena parte debida a la condición esencialmente heterogénea de la ciudad. Heterogeneidad que impregna la de ambos personajes del poema, tú y yo; su encuentro casual, objetivo, abstracto, pierde tal vez para siempre la anhelada oportunidad de convertirse en un encuentro personal, concreto. El uso paradójico de la fórmula de despedida «Adiós, amor, adiós» (propia de una relación concreta es utilizada por el poeta en un contexto abstracto), delata una de las vivencias urbanas más íntimas. «Una gran ciudad es tan ilimitada —afir¬ma Gabriel Zaid— en la producción de encuentros abstractos que acaba por inhibir los encuentros concretos». No muy lejos de este análisis del sociólogo se halla la formulación del tema del poema. Y un breve ejercicio de memoria emparentará «Ciudad» con el inaugural poema de Joan Salvat-Papasseit, «<em>Encara el tram</em>».<br />El dinamismo empírico e ideológico, tan relevante en el texto, alcanza su máxima proyección poética en el último verso, cuando aparece la metáfora precisa de la ciudad metropolitana: «molino en el que todo se deshace».<br /><span style="color:#660000;">6.<br /></span>Si se comparan las realidades a las que apelan ambos textos comentados, se ha de concluir con Toynbee que «el reemplazo de la pequeña ciudad amurallada por la ilimitada ciudad del presente y del futuro ha cambiado el carácter esencial de la vida urbana». A esta verificación histórica se le ha encontrado, en los poemas de Ángel González, una diáfana expresión lírica a la que el poeta ha llegado gracias a sus vivencias y paseos<strong><em> por</em></strong> la ciudad real. </span></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4943365711813490001.post-51554995642359440962011-04-30T01:01:00.001-07:002011-04-30T01:09:38.618-07:0010. El poeta ANTES DE la ciudad: Arturo Maccanti<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhhWDsm2YFeFgMpwraKwa7pS1sSmBfj5-ikxwHOjp-AVorj0zLUJWmxU0LiSWGR6kf-9gZbNVtWDMJuV41ZcZSA6ews9ackr3pWqIoA6lPrIOkLWCFd3cTd26Sog1Lt8gmNk-jlACSSW60/s1600/P1020835.jpg"><img style="TEXT-ALIGN: center; MARGIN: 0px auto 10px; WIDTH: 240px; DISPLAY: block; HEIGHT: 320px; CURSOR: hand" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5601283886242747778" border="0" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhhWDsm2YFeFgMpwraKwa7pS1sSmBfj5-ikxwHOjp-AVorj0zLUJWmxU0LiSWGR6kf-9gZbNVtWDMJuV41ZcZSA6ews9ackr3pWqIoA6lPrIOkLWCFd3cTd26Sog1Lt8gmNk-jlACSSW60/s320/P1020835.jpg" /></a><br /><br /><div align="justify"><span style="font-family:georgia;font-size:130%;">Durante el siglo XX, el recuerdo de ciertas vanguardias históricas —como el futurismo— y ciertos movimientos de renovación del realismo han favorecido la creación de un imaginario convencional de la ciudad colmado de circunstancias y elementos urbanos. De hecho, han convertido esta misma saturación en la imagen privilegiada de la ciudad. París en una época y Manhattan en otra, las muchedumbres anónimas y los rostros sin nombre, las luces eléctricas y su laberinto de signos conforman el núcleo significativo de un término que, por lo general, resulta bastante ajeno a este modelo en la experiencia de quienes lo comparten.<br />En el polo opuesto a la representación convencional de lo urbano —en la literatura, en el arte, en el cine—, contrastando con ella, no se sitúa ya, salvo en movimientos anacrónicos o <em>naïfs</em>, el imaginario arcádico de la naturaleza. Tampoco el idealismo rural, que si bien desempeñó algún protagonismo en el curso del siglo, hoy su influencia resulta residual. En oposición a esta megalópolis imaginaria sólo puede pensarse —ni la naturaleza, ni el pueblo rústico— la ciudad. Aquella de la que se puede escribir: «Te dejaré, Guerea, / ciudad del alma, un día». Es decir, la ciudad de la experiencia. Porque hablar de la ciudad en poesía es, sobre todo, una manera de sortear los tópicos.<br />De la poesía de Arturo Maccanti no se puede afirmar que sea urbana. Sería, tal vez, el último concepto que se le ocurriría mencionar al crítico. Su constante diálogo con el tiempo, la amenaza de la muerte y la soledad existencial han discurrido siempre en un lenguaje a medio camino entre la reflexión abstracta y los referentes concretos naturales. El mar, el cielo, los pájaros, los árboles… protagonizan su universo simbólico particular. El lector que haya seguido el curso de sus libros habrá asistido a la aparición en ellos de un referente más, sobre todo a partir de <em>Viajero insomne</em> (2000): Guerea, término con el que Maccanti nombra la ciudad de La Laguna y que es una adaptación personal del topónimo aborigen<em> Aguere</em> de esta zona de la isla. Esta invención léxica tiene el acierto de fundir una raíz mítica con un padecimiento personal, lírico. En el poema «Milenio» se lee:<br /><br /><em>Desde hace mil años en Guerea<br />me persiguen la Hidra, el Cuervo, los Volcanes,<br />el Tiempo tragasables.<br /><br />La Muerte, sí.<br /><br /></em>Guerea es «la ciudad del alma» que cierra el penúltimo poema de <em>Helor</em> (2005), libro con acentos testamentarios. El enfático vocativo tal vez sea uno de estos acentos. Cabe preguntarse ante ellos dónde ha situado Maccanti, en el imaginario de la ciudad, <em>su</em> ciudad. La respuesta es rotunda. La da el título de un poema: «Lejos». El texto, apenas cuatro versos, dice así:<br /><br /><em>Maremágnum del mundo,<br />lejos de tu abundancia,<br />bebo en la mano el agua<br />desnuda.<br /><br /></em>Esta clarividente conciencia de que <em>su</em> ciudad —el símbolo del agua bebida remite al curso de la vida— se sitúa en el polo opuesto a la megalópolis obliga al crítico a reconstruir el imaginario —nada convencional— que la sostiene.<br />El poema citado, «Lejos», proporciona la primera clave. El encabalgamiento con el que acaba —«agua / desnuda»— subraya un adjetivo que resulta paradigmático. Acaso para comprenderlo baste reunir algunas imágenes concretas de la ciudad dispersas entre los libros de Maccanti: «Y por la calle / desierta donde quemo / mis sueños» (1967), «Calle abajo / confundido en la lluvia, algún día me iré» (1982), «La calleja en penumbra y el sol en la Plaza» (2000), «Al alba lo lloramos / por las calles con nieve» (2003), «y en las calles, donde ciega la sombra, / […] invisible, todo / el aire recogía la luz», «invisible también él por las calles» (2005). La ciudad de Maccanti es, en efecto, «agua desnuda»; una vida despojada de las circunstancias y los elementos tópicamente urbanos. En la imagen de su ciudad sólo emerge la conciencia de la soledad del sujeto: «Guerea es un desierto en la alta noche / y un dios pasa invisible».<br />Frente a la megalópolis física del imaginario convencional, el poeta de La Laguna reconstruye la ciudad metafísica de la existencia: Guerea. Un poema de <em>Viajero insomne</em> lo afirma: «Magia pura sonora / de la ciudad […] / mi existencia se aferra / a ti como la piel / al cuerpo». Como toda existencia aferrada a una circunstancia, la ciudad incluye su huida, su negación, su opuesto idealizado:<br /><br /><em>Sólo he tenido un libro<br />y un pedazo de cielo<br />en este patio de murallas altas.<br /><br /></em>El poema, sólo estos tres versos que recuerdan la densidad de la antigua poesía oriental, se titula «Vida». Poesía y naturaleza son perdidas posesiones —«he tenido»— de quien existe en la ciudad —entre «murallas altas», símbolo que al remitir a la ciudad antigua amurallada enfatiza su condición de lejanía frente al presente o maremágnum—. Un poema de <em>Óxido</em> certifica el vínculo existencial entre vida y ciudad que Maccanti establece como el humus donde ha de prender la reflexión temporal y metafísica que nutre su poesía: «Sin la ciudad no sé / dónde dejé la vida.»<br />En oposición a la ciudad cosmopolita, heredera a partes iguales de futurismos y realismos radicales, la <em>lejanía </em>de Guerea se sostiene, como se ha visto, en la ausencia de una trama de elementos urbanos concretos, que ha sido sustituida por un sentimiento lírico de pertenencia. Ahora bien, ¿cuál es la dimensión imaginaria de Guerea? El poema inicial de <em>Viajero insomne</em>, que se cierra con una afirmación rotunda —«y la vida como una / aldaba incesante»—, establece una secuencia previa a la constatación: calleja, plaza, isla, cielo, sueños —«y sus demonios»—, donde elementos objetivos y subjetivos, urbanos y naturales, se reúnen todos a un mismo nivel semántico en el aldabonazo de la «vida». Por otra parte, el sujeto unifica los objetos frente a los que reflexiona: «Mares, montañas, casas, muros, árboles / se alejan levemente con la luz / de la que me despido». La enumeración del primer verso, igual que hacía la secuencia de la cita anterior, otorga idéntica entidad simbólica, frente al sujeto, a elementos naturales y urbanos. Ante la conciencia del tiempo, parece afirmar Maccanti, lo real comparte la misma identidad. Un espléndido poema de Helor lo reafirma: «Visión». Así empieza: «Me asomo al tiempo de la vida». Y sus versos desarrollan, en una misma oración, las siguientes <em>visiones</em>: gentes-calles, oleaje-mar, lluvia-cielo. Y concluye: «Oh, pura / visión de los adioses.»<br />Guerea no sólo se aleja del conjunto convencional de atributos de las urbes modernas, sino que lo excede. Gracias a la identidad con la que la existencia —la vida y el tiempo— concibe lo real, de Guerea forman parte también los senderos que salen de la ciudad, el valle que la acoge y las cumbres vecinas. Por extensión es la isla, sus cielos y territorios, y por intensidad, el propio poeta —«y los sueños y sus demonios»—. Esta es la dimensión mítica de Guerea: «que brillan los tejados bajo el aire ya frío / y que sueña Guerea, donde el tiempo me vive».<br />Guerea —<em>donde el tiempo me vive</em>—se ha erguido en emblema de la condición temporal del poeta y en esencia de su reflexión filosófica. Arturo Maccanti no es, claro está desde el principio, un poeta al que se le pueda considerar urbano. Sin embargo, su obra resulta imprescindible para la historia de la poesía urbana: ha liberado la urbe de la ciénaga de lo contingente —muchedumbres, luces, ruidos…— y la ha elevado a la esfera de lo esencial: La Ciudad es el Tiempo. </span></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4943365711813490001.post-77394019667925444232011-04-25T01:01:00.000-07:002011-04-25T01:23:02.358-07:0011. El poeta SIN la ciudad: Luis Feria<div align="justify"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEivAjbs3Hl5ruShOFZyMJZp8r_5OcBtA2enqyAAzdehYvJD2rQhJN8mdFdv_makUhWUmE4zmafavC-8y_z1osC-LiY3ITlnrXDcV2KuyTZPg3b0LQt_2Byi-wjMnaR8R4McSSLNk3TmRXM/s1600/04-11-Luis+Feria.JPG"><img style="TEXT-ALIGN: center; MARGIN: 0px auto 10px; WIDTH: 240px; DISPLAY: block; HEIGHT: 320px; CURSOR: hand" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5599428434214997378" border="0" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEivAjbs3Hl5ruShOFZyMJZp8r_5OcBtA2enqyAAzdehYvJD2rQhJN8mdFdv_makUhWUmE4zmafavC-8y_z1osC-LiY3ITlnrXDcV2KuyTZPg3b0LQt_2Byi-wjMnaR8R4McSSLNk3TmRXM/s320/04-11-Luis+Feria.JPG" /></a> <span style="color:#ffffff;">.</span><br /><span style="font-family:georgia;font-size:130%;">La conciencia poética y el protagonismo de la ciudad son elementos esenciales en la formación de la identidad de la poesía canaria moderna —tal como ha subrayado la crítica con frecuencia— al mismo nivel que la sublimación del mar y del paisaje. De hecho, el gran poeta inaugural, Tomás Morales (1885-1921) escribió dos secciones paralelas en <em>Las rosas de Hércules</em> que al cabo han formado un paradigma temático que irradia sobre toda la poesía canaria posterior: «Oda al Atlántico» y «Poemas de la ciudad comercial»; es decir, el mar —la naturaleza— y la vida de ciudad. Un mar atávico, mítico, misterioso, infinito y onírico; y una ciudad portuaria, cosmopolita, laboriosa, con multitudes y ajetreo. En las primeras décadas del siglo ambos polos no se sentían como opuestos; no sólo Morales, sino todos los poetas de su época transitaron entre uno y otro tema. Francisco Izquierdo (1886-1971), por ejemplo, tiene una serie de magníficos sonetos en la que el texto de cada uno recorre el camino que va desde un detalle concreto y urbano hasta la evocación abstracta del mar, o viceversa. Las generaciones posteriores dividirán este paradigma poético —el mar que trasciende y la vida urbana— en dos modos estilísticos irreconciliables.<br />La obra poética de Luis Feria (1927-1998), se puede afirmar con rotundidad pese a las salvedades que aquí se van a comentar, no habla en absoluto de ese elemento consustancial a la identidad de la poesía canaria que es la ciudad moderna. La ciudad es el gran ausente de la poesía de Luis Feria; en primer lugar porque el ámbito elegido por el autor para desarrollar su obra es exactamente el opuesto: la vida solariega, tradicional, casi se podría incluso hablar de la vida rural. En el paradigma que ha legado de Tomás Morales apenas hay lugar para la vida aldeana, pero sí se refleja en su obra. Los cuatro primeros poemas de la primera sección de <em>Las rosas de Hércules</em>, titulada «Vacaciones sentimentales», evocan «la paz encantada del viejo caserío» y «el breve rincón de un pueblecillo» durante las vacaciones escolares. Lo significativo del diálogo que la poesía de Feria establece con los paradigmas inaugurales de la poesía moraliana es que no sigue los modelos que se han consolidado —el mar abstracto y la ciudad concreta, básicamente—, sino que lo hace a través de un elemento —la vida aldeana— que ha quedado al margen de la lectura que la posteridad ha hecho de Morales.<br />La vida solariega en Luis Feria pasa de la mera anécdota en Morales a formar un verdadero paradigma poético que tiene una triple dimensión: una simbólica —la casa y la riqueza material y animada que acoge—, otra mítica —la infancia— y una tercera metapoética —las palabras, su origen y su dicción—. Luis Feria es uno de los mejores intérpretes que ha tenido la vida solariega en la poesía contemporánea; título que acaso deba llevar implícito el descrédito y el desprecio de la ciudad.<br />Muy pocos son los vestigios urbanos que están presentes en la obra poética de Luis Feria; el hecho de que sean tan escasos los convierte, sin embargo, en elementos significativos de un actitud poética que se advierte implícita. En la primera época, que trazan los dos primeros libros mayores, <em>Conciencia</em> (1962) y <em>Fábulas de octubre</em> (1965) —cuarenta y siete poemas en conjunto—, sólo cuatro textos reflejan motivos de ciudad. El poema «Niño atropellado» remite a una escena urbana por la mínima descripción que se hace del suceso: «A la gota de sangre que olvidaron limpiar / abre su asfalto [el de la calle en silencio], filtra bajo tierra». Esta gota, que se «integra para siempre a la raíz del mundo», le interroga sobre su sentido. La ciudad aparece aquí como una negación: es el ámbito de la injusticia existencial. Y situado entre los primeros poemas del libro, y de la obra, tiene un valor enfático: lo que resulta atropellado en la ciudad no sólo es el niño, sino sobre todo su infancia, o más específico de Feria, su infancia rural, la esencia de su poesía. La ciudad sería quien atropella simbólicamente la infancia rústica que todo niño merece; en sí misma, la ciudad es un atropello. De un episodio como este puede surgir el miedo genérico a la gran ciudad, que no está presente en los poemas, pero sí en los cuentos escritos en la misma época. «El encuentro», publicado en 1965, narra la relación entre un niño y una prostituta. En la mujer, el chaval busca el amigo y la seguridad que no tiene: «Puede que también sintiera miedo de no tener amigos, de vivir en una ciudad grande» —se dice el chico mirándola— y más adelante, cuando se han despedido: «Se sintió solo otra vez, como si la noche y la ciudad le fueran ajenas». Este es exactamente el papel que la ciudad cumple en la poesía de Feria: lo ajeno; de ahí su ausencia. «La espera», posiblemente uno de los mejores poemas del realismo social, presenta en la primera parte una descripción urbana: charcos, fábrica, calles... lugares agrestes y ajenos por donde camina la mujer «a solas con dos vidas» en dirección a la casa, el lugar propio donde «Sólo la luz del hijo iluminaba el cuarto».<br />El poema «Último diálogo» evoca una visita del autor a los lugares de su infancia, donde encuentra «la casa, derruida», y en la descripción de las ruinas incluye una razón: «Donde estuvo / el crédulo molino girador, / … / están depositando materiales innobles, / arena y alquitrán de otros parajes, / seres extraños para tus paredes / hechas no más de paternales cuidos». Esta velada mención al crecimiento de la ciudad sobre lo que fue mundo rústico en su infancia tiene un sentido más profundo que el mero lamento antiurbano. En la poesía de Feria la materia comparte protagonismo con el sujeto, que dialoga cara a cara con ella. Los «materiales innobles» lo son, sobre todo, por su condición de ser ajenos a la casa y a la infancia, fundadoras de la palabra poética.<br />En este sentido resulta revelador un poema en prosa de <em>Dinde </em>(1983), el que cuenta la vida de «Estebilla», quien «se marchó… a Caracas, ciudad grande y dinámica donde se sentirá perdido». Tras recordar sus gustos en la vida aldeana, imagina que, al escribir a máquina —herramienta urbana por excelencia—, «cuando pulse la hache, le volverán a los ojos alucinados hortensias de su huerto, helechos con luz de amanecer. Y al tocar la a, álamos, aguas ausentes, amapolas, amigos de su isla.» La mente de Estebilla, en su exilio venezolano, imagina Feria que funcionará como su propia poesía, que extrae las palabras del mismo pozo, el recuerdo de la infancia: «De pie siguen castaños, esferas, estaciones, / y las palabras siguen tan bellas como rayos, / ardientes como piedras que concentran el sol.» [«El olvido», <em>Conciencia</em>].<br />Todos los poemas mencionados hasta el momento participan de una visión negativa de la ciudad que se remonta al romanticismo, y que acentúa el valor no significativo de los signos urbanos, su carácter ajeno a la sensibilidad poética y filosófica. Hay un poema en <em>Fábulas de octubre</em> titulado «Salón “La Taurina”» que se aparta de este modelo antiurbano. Su inicio no deja dudas sobre el carácter ahora positivo de una escena propia de la vida de ciudad: «El metro, a la una y media, / llevaba a “La Taurina”. Atrás / quedaban las monótonas / horas…». La pregunta ahora es: ¿por qué este poema de evocación urbana no está teñido por el distanciamiento de los anteriores? La respuesta, que aparece en la última estrofa, va a resultar esencial para comprender el mecanismo que otorga valor poético en Luis Feria. Leámosla:<br /><span style="color:#ffffff;">.</span><br /><em>De todo esto hace ya mucho.<br />Ahora brilla otro rótulo de siniestro neón.<br />Damas de baja sociedad, tantas amigas mías,<br />donde quiera que estéis os abrazo y evoco.<br />Antes de separarnos tomemos otro vino:<br />salud y suerte por cuanto me disteis.<br /><span style="color:#ffffff;">.</span><br /></em>La condición lírica de esta escena urbana no depende de un factor argumental o contextual, sino del hecho de que el sujeto considere que forma parte del pasado. La pérdida de una realidad («Ahora brilla otro rótulo…») que sólo permanece en el patrimonio del sujeto le otorga valor poético. La importancia de este hecho es doble: por una parte la condición póstuma de la realidad evocada, y por otra la conciencia del sujeto. La combinación de ambos aspectos funda la primera poética de Luis Feria, que rige durante la etapa de <em>Conciencia </em>y de <em>Fábulas de octubre</em>. El tema nuclear de la obra no va a variar durante casi cuarenta años de escritura, el que se podría denominar con un verso del propio poeta como «tu infancia póstuma» [<em>Clepsidra</em>, 1983], o con un título emblemático: <em>Dinde</em> —palabra que significa «entierro de un niño»—. Tema que Jorge Rodríguez Padrón ha enunciado como «escritura de la niñez», al que Jenaro Talens considera «no un referente sino una condición», mientras que Bruno Mesa habla del «pensamiento de un niño» y Manuel Borrás indica que «rescata la infancia de cada uno de nosotros»; Marifé Santiago recuerda que Feria llamó a la infancia «la gran provincia» y Miguel Casado señala este territorio vital como «el lugar de excelencia de la vida».<br />La «infancia póstuma» es el tema que vertebra toda la obra, pero a diferencia de otros poetas que varían su repertorio temático sin modificar nunca la concepción formal del poema, Luis Feria varió en cuatro ocasiones, en sus libros mayores y de forma radical, la estrategia estilística con la que abordó su tema vertebrador. En la primera época, tal como se ha observado, la «infancia póstuma» —que implica la vida solariega y el origen de las palabras propias— se recupera a través de un sujeto que de modo explícito rememora los hechos, objetos y personajes de una época perdida. Una segunda manera aparece en <em>Dinde</em> (1983) y <em>Más que el mar</em> (1986) mediante la conversión del tema en materia narrativa, es decir, el sujeto evocador se transforma en el narrador que describe en detalle un mundo. Con <em>Salutaciones</em> (1985), <em>Cuchillo casi flor</em> (1989) y <em>Casa común</em> (1991) la estrategia estilística sufre un nuevo cambio de rumbo: ahora es el poeta quien dialoga e interpela directamente a los elementos de su mundo poético con una clara impronta oral, creando una auténtica dramatización de la infancia. Y finalmente <em>Arras</em> (1996) somete la vivencia perdida a una abstracción reflexiva y despojada.<br />La ciudad, tal como había quedado planteado en la primera época, va a resultar ajena a esta evolución formal y estilística, dado que el marco temático va a seguir centrado en la vida rural, en la casa, en la infancia y en las palabras que nombran ese mundo. El rechazo a la ciudad, o su caracterización negativa, se intuye implícito en el curso de la obra, salvo en dos ocasiones, dos espléndidos poemas donde aflora de manera explícita la ciudad como contrapunto de un presente frente a los versos. En el poema «Charco» de <em>Cuchillo casi flor</em> se lee:<br /><span style="color:#ffffff;">.</span><br /><em>La lluvia abandonó el poder;<br />desde el asfalto sucio nos desprecia.</em><br /><span style="color:#ffffff;">.</span><br />Resulta muy interesante, en este período de dramatización de su mundo poético, el reparto de papeles entre sujeto y objeto del desprecio: no es el poeta quien desprecia el charco en el asfalto, sino el charco quien desprecia al poeta. Esta actitud añade un matiz novedoso al rechazo romántica de la ciudad: ahora es ésta quien rechaza la mirada poética.<br />Y en <em>Arras</em> publica este soberbio poema que condensa cuanto la ciudad ha sido para el poeta Luis Feria:<br /><span style="color:#ffffff;">.</span><br /><em>Ciudad de la tristeza, dame abrigo;<br />mejor un mal refugio que el vacío.<br /></em><span style="color:#ffffff;">.</span><br />En primer término, estos dos versos extraordinarios justifican cuanto se ha analizado sobre el valor de la ciudad en la poesía de Luis Feria. De hecho, como una suerte de hipertexto, se ha de poner en juego toda la obra poética para explicar su sentido. La ciudad sigue siendo concebida bajo el signo negativo de la tristeza y de lo imperfecto, pero se le exige, ahora, aquello que se le había demandado en el curso de la obra, y siempre, a la vida solariega: «abrigo» y «refugio»; porque ésta, la vida aldeana, rural, tradicional, ámbito de la infancia y de la palabra poética, es ya sólo «vacío». Lo que el poeta constata es la muerte de la infancia póstuma, del valor que la infancia había tenido para la construcción de lo escrito. Y el rescoldo que queda cuando todo se ha venido abajo... es la ciudad, triste y «mal refugio», pero conciencia póstuma de que la vida, el presente —la ciudad— continúa después de las sucesivas muertes que experimenta el sujeto: la del niño cuyo entierro la obra protagoniza y la del poeta que fue enterrándolo durante años en su resurrección mediante la escritura. El no hablar de la ciudad de Luis Feria ha acabado mostrando un aspecto esencial de la poesía urbana: aun donde no se habla de ella, en la poesía contemporánea, la ciudad se agazapa, implícita, como el contrapunto necesario de cuanto la imaginación poética construye para que el tiempo destruya. </span></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4943365711813490001.post-9002308921271252742011-04-24T11:58:00.000-07:002011-04-24T11:59:29.266-07:00<div align="center"><span style="font-size:180%;color:#999999;"><em><span style="font-family:georgia;"><span style="color:#3366ff;">S</span>egunda <span style="color:#3366ff;">p</span>arte</span></em></span></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4943365711813490001.post-32941959085529600102011-04-24T11:46:00.000-07:002011-04-24T11:57:08.545-07:00LA VIDA EN LISBOA SEGÚN FERNANDO PESSOA<div align="justify"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEizAzxeo56kse0XkC9KImUKdYfRcBZXfqJuVRnkKyJHla9d5lR1jhIiz6WpKsmgrDOSmrdQ63Gctc9MeZWmG7ySRY0M4tuUvsz19az2BTWJymLz9m77bf0RKEF02rkBRu4-Cs3THokt_2g/s1600/FOTOS+154+acuarela.jpg"><img style="TEXT-ALIGN: center; MARGIN: 0px auto 10px; WIDTH: 240px; DISPLAY: block; HEIGHT: 320px; CURSOR: hand" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5599224150991876482" border="0" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEizAzxeo56kse0XkC9KImUKdYfRcBZXfqJuVRnkKyJHla9d5lR1jhIiz6WpKsmgrDOSmrdQ63Gctc9MeZWmG7ySRY0M4tuUvsz19az2BTWJymLz9m77bf0RKEF02rkBRu4-Cs3THokt_2g/s320/FOTOS+154+acuarela.jpg" /></a><span style="color:#3366ff;"> <span style="font-family:georgia;font-size:180%;">I</span><br /></span><br /></div><br /><p align="right"><span style="color:#666666;"><em>Assim tem que ser onde tudo se ajusta —<br />O homem à Naturaza, porque a cidade é Naturaza<br /></em>ÁLVARO DE CAMPOS<br /></span></p><span style="font-family:georgia;font-size:130%;"></span><br /><p align="justify"><span style="font-family:georgia;font-size:130%;">Enmarcar la relación que existe entre la obra literaria de Fernando Pessoa y la ciudad de Lisboa no le ha resultado a la crítica, hasta el momento, un asunto de solución sencilla. Los acercamientos se han limitado a investigar dos aspectos tan obvios como ineficaces. Por una parte se ha tratado de establecer el recuento biográfico de lugares pessoanos, que empieza por anotar las direcciones donde Pessoa vivió en cuartos de alquiler, un sistema de alojamiento propio de hombres solteros que aún hoy es muy popular en Lisboa. Como el catálogo de casas de Pessoa es extenso, y señala hacia casi todos los barrios de la Lisboa antigua, parece que el asunto dé como motivo de estudio. El tema propuesto, sin embargo, se intuye pronto que ha de elevarse sobre éste y otros contratiempos biográficos. Otra aproximación, derivada de ésta, ha privilegiado el recuento de lugares lisboetas citados en los textos de Pessoa, que no son demasiados, pero alguno hay, sobre todo en el <em>Libro del desasosiego</em> y en ciertos poemas —pocos— de Álvaro de Campos. Me parece ésta una labor análoga a la que resultaría de confeccionar un diccionario de botánica con citas de poemas renacentistas. La botánica es una cosa y la poesía otra, tal como Lisboa es una entidad intelectual que no necesita para existir de la obra literaria de Pessoa, aunque a veces parezca lo contrario.<br />Un segundo asedio poco afortunado es aquel que se limita a estudiar la guía turística de Lisboa que Pessoa redactó en inglés. Es éste un episodio menor en el conjunto pessoano, que apenas hubiera alcanzado relieve literario de no haber permanecido inédita durante muchos años y ser publicada cuando ya escasean los sorprendentes descubrimientos que tuvieron, y de verdad, en vilo a los lectores durante los años 80. Pessoa no renunció nunca a convertirse en un pequeño hombre de negocios; negocios que en ocasiones quiso relacionar con actividades próximas a sus conocimiento literarios. Uno de estos negocios, no se olvide, fue la fundación de una casa editorial denominada «Olissipo», que es —por cierto— el nombre latino de Lisboa, y este hecho me parece —biográficamente— casi de mayor interés que la guía lisboeta, con ser éste un texto realmente curioso.<br />Antes de enmarcar el tema que une la ciudad y el poeta tal como creo que se ha de enfocar, me parece necesario apuntar dos o tres ideas previas.<br />En la geografía poética creada por Fernando Pessoa las personalidades del poeta e ingeniero Álvaro de Campos y del memorialista y escribiente Bernardo Soares representan al hombre de su tiempo; aunque no como símbolos de dos fenómenos sociales diferentes, sino como dos actitudes que conviven en el curso de una misma vida. Que los heterónimos no sean meros personajes de novela, sino una proyección lírica de la figura del propio Pessoa, así lo exige.<br />Álvaro de Campos representa el ímpetu juvenil y cosmopolita del ser dominante; el perfil desdibujado de Bernardo Soares, que a veces ni siquiera es tratado como heterónimo, asume la metáfora del que empieza a reconocer los límites de su derrota. Ambos heterónimos tampoco son creaciones cerradas o apriorísticas, sino simplemente puntos de partida de un pensamiento sobre todo poético. Así el ingeniero del «Ultimatum» y de las odas futuristas es también un ser torturado y angustiado por la ciudad y por el paulatino reconocimiento de su propio fracaso. No resulta extraño, por lo tanto, que el autor de la «Oda triunfal» sea también quien firme ese extraño y excepcional «<em>Soneto já antigo</em>» donde acaba maldiciendo a quien un día pensó que él, Álvaro de Campos, llegaría a ser grande.<br />La intuición de la ciudad en Fernando Pessoa, hay que aclararlo antes de continuar, trasciende las referencias concretas que aparecen en Campos y Soares, y no aparecen en Caeiro, en Reis o en la obra ortónima. La ciudad, en su sentido más amplio, ampara el diálogo artístico de los heterónimos desde su concepción en el seno de una vanguardia de raíz futurista, hasta su puesta en escena pública que, evitando la convención del libro, prefirió las revistas —«Orpheu», «Athena»—, esas efímeras publicaciones impensables fuera de una dinámica urbana. Es más, todo el desarrollo de los heterónimos está vinculado a la aparición de ciertas revistas de vanguardia, fruto inequívoco de la cultura de ciudad. Así, por ejemplo, en el único número de una revistilla aparentemente trivial, «A Renascença», de febrero de 1914, Mário de Sá-Carneiro, el amigo de Pessoa y él mismo uno de los poetas más importantes de este siglo en Portugal, publicó un cuento que atribuía al poeta ruso Petrus Ivanovitch Zagoriansky, invención del propio Sá-Carneiro y precedente inmediato del nacimiento de los heterónimos, fechado por Pessoa en marzo de 1914. En ese mismo número Pessoa publica sus dos primeros poemas: una composición con aires tradicioneles («<em>O sino da minha aldeia</em>», la campana de mi aldea) y otra, conocida como «Paúis» que fue, en aquel momento, el primer poema del «paulismo», es decir, el primer movimiento de vanguardia portuguesa con conciencia de tal. Un año más tarde, en 1915, se publican los dos números de «Orpheu», revista que se convertirá en emblema de la generación de Pessoa y Sá-Carneiro. En sus páginas aparecen los primeros poemas de Álvaro de Campos. Nueve años más tarde, cuando Pessoa quiso mostrar completo el mosaico de personalidades que poblaban su mundo lírico, fundó una nueva revista, la extraordinaria «Athena» donde vieron la luz el primer libro de Odas de Ricardo Reis (número 1), varios textos programáticos de Álvaro de Campos.. y los poemas de «El Guardador de Rebaños» de Alberto Caeiro (número 4). Revistas, heterónimos y Lisboa, por lo tanto, son entidades que aparecen íntimamente entrelazadas.<br />No quisiera acabar este primer intento de enmarcar el tema de Lisboa y Pessoa sin recordar que el diálogo de los heterónimos posee un fuerte vínculo con la ciudad, pero esta relación ha de ser, necesariamente, una cualidad interior. Jamás exterior. Me refiero con esta afirmación al mito de la dramatización externa de los heterónimos, es decir, al hecho de que Pessoa unos días impostara la vestimenta de ingeniero, y actuara como tal, y otros se vistiera de pastor, o guardador de rebaños. La simple idea de que esto fuera posible repudia, pues resulta incompatible con la concepción literaria de los heterónimos tal como se han consolidado en su escritura.<br />El mito de la representación pública de los heterónimos tiene su propia historia: João Gaspar Simões es sin duda uno de los críticos pessoanos fundamentales y su biografía de Pessoa, publicada en 1950, pese a los excesos que suelen denunciarse, sigue siendo hoy un texto necesario para comprender muchos aspectos de la vida del poeta. Gaspar Simões no sólo fue contrario a la opinión expresada en el párrafo anterior, sino que en varias ocasiones ha testificado la veracidad de la dramatización externa de los heterónimos. Así, en 1957, 22 años después de la muerte de Pessoa, Gaspar Simões recordó el primer encuentro con Pessoa en estos términos: «Ese primer contacto con la singular personalidad del hombre de Orpheu [...] provocó en José Régio, creo, cierta decepción. ¿Por qué? Porque —se respondía el propio Gaspar Simões— en lugar de comparecer personalmente a la entrevista, envió por él, digámoslo así, a una tercera persona; ¡ni más ni menos que el Ingeniero Álvaro de Campos! De forma que, mucho menos natural que su progenitor, el hombre de la <em>Oda Marítima</em> se nos mostró tal como era; además de ingeniero, algo así como una sofisticada personalidad». Hasta aquí la cita del crítico, y de ella me permito subrayar una expresión: «digámoslo así», es decir, una forma de explicarlo. En 1974, casi 40 años después de la muerte de Pessoa, Gaspar Simões contaba el mismo episodio en estos términos: «Tímido como era, sin ninguna duda, Pessoa, el Pessoa corresponsal extranjero, prefirió encargar al Ingeniero Álvaro de Campos, hombre de mundo, espíritu sensacionista, hacer las honras de la casa a los jóvenes críticos de Coimbra». Fíjense que aquí ya no hay ningún «digámoslo así», aquí sencillamente se afirma. Ambos texto justifican que muchos lectores hayan creído en la dramatización externa de los heterónimos. Ahora bien, el propio Gaspar Simões, antes de todas estas explicaciones, había contado el mismo episodio de una manera muy diferente. El 17 de abril de 1936, cinco meses después de la muerte de Fernando Pessoa, el joven crítico publicó una extraña necrológica («extraña» por el tono nada elogioso de la misma) en el<em> Diário de Lisboa</em> donde daba la primera versión —de las otras que le iban a seguir— sobre el famoso encuentro en el café Montanha: «Fernando Pessoa —dice Gaspar Simões en 1936— intentó inútilmente, falseando todas las personalidades, ser una de ellas. Álvaro de Campos no quería comparecer a la llamada: Fernando Pessoa hizo desesperadas llamadas a su ingeniero Álvaro de Campos, positivo y dinámico; Alberto Caeiro no compareció porque ya había muerto; Ricardo Reis aparecía y desaparecía, delicado, exacto, metafórico, o sea, muy poco humano. Fernando Pessoa se veía obligado a ser Fernando Pessoa<em> malgré lui</em>, por lo que no llegaba a ser propiamente ninguna personalidad». Es decir, Pessoa fue Pessoa, parece decirnos ahora Gaspar Simões, aun a costa suya, con muchos mundos interiores pero muy poco mundano. Tal como nos imaginamos que fue. Sobre lo que realmente pasó ese domingo en que fueron a visitarle los dos jóvenes de Coimbra sólo añadiré un dato más: José Régio —un poeta poco conocido en España, pero capital en la poesía contemporánea portuguesa— no quiso nunca más ver ni saber nada de Pessoa, él, que había incluido un capítulo en su tesis de licenciatura sobre la generación de Pessoa: tal vez el primer escrito crítico serio con que cuenta la gigantesca bibliografía pessoana. Tesina que escribió, claro, antes del famoso y desafortunado encuentro.<br />Es cierto, por lo tanto, que los heterónimos muestran una diáfana imagen urbana, pero ésta es únicamente una vivencia interna, nunca externa. Gaspar Simões acabó llamando «payasada», literalmente, a los heterónimos, «la gran payasada de los heterónimos» —dijo—, pero estas palabras, ahora lo vemos claramente, no hablan del poeta lisboeta, sino de la mixtificación delirante de una crítica que construye castillos de humo. </span></p>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4943365711813490001.post-67881837236060950352011-04-24T11:34:00.000-07:002011-04-24T11:43:37.010-07:00II<div align="justify"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgsYLqnjVGNl67_InLBp9c6taelZ_wzdZSnHl5XfIpB6GqGnKxyGVBcAl-bPWQgnZVEEeoFhKrHghCZqcFdBAg9_7hA9Wl0UogHjFBC_apxeXk6TlXrG8Z9fCutld9PmEHOT_cMmwyHMtQ/s1600/FOTOS+165.jpg"><img style="TEXT-ALIGN: center; MARGIN: 0px auto 10px; WIDTH: 320px; DISPLAY: block; HEIGHT: 240px; CURSOR: hand" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5599220465126145250" border="0" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgsYLqnjVGNl67_InLBp9c6taelZ_wzdZSnHl5XfIpB6GqGnKxyGVBcAl-bPWQgnZVEEeoFhKrHghCZqcFdBAg9_7hA9Wl0UogHjFBC_apxeXk6TlXrG8Z9fCutld9PmEHOT_cMmwyHMtQ/s320/FOTOS+165.jpg" /></a><br /><br /><span style="font-family:georgia;font-size:130%;">Una vez enunciadas esas dos o tres apreciaciones previas se pueden añadir ahora algunas reflexiones, dispersas y fragmentarias, que puedan señalar la vía que han de tomar los asedios que traten de relacionar una obra poética —la de Fernando Pessoa— y una ciudad —Lisboa—, siguiendo el rastro de algunas palabras ya irremediablemente urbanas.<br /><br />1. <em><strong>Naturaleza</strong></em><br />En un artículo publicado en EL PAÍS en diciembre de 1996, el profesor de filosofía Manuel Cruz afirmaba que «la ciudad es la nueva naturaleza. La antigua naturaleza es ya sólo prehistoria, algo que conviene que conservemos por razones a medio camino entre la melancolía y la supervivencia. Ya no es —la naturaleza— el exterior que rodea los espacios humanizados —las ciudades—, sino a la inversa». Hace algunos años, en un seminario realizado en Sitges, el poeta barcelonés Jaime Gil de Biedma inició su intervención con una espléndida paradoja que parece desarrollar ahora el artículo de Manuel Cruz: «La ciudad —dijo Gil de Biedma— es el hábitat natural del hombre moderno». Y esta idea inaugural del discurso sobre la ciudad aparece ya apuntada en uno de los versos de Álvaro de Campos: aquél que afirma rotundo: «Porque la ciudad es Naturaleza». El arte, en su formulación romántica, había tratado de transformar la naturaleza en pensamiento, es decir, en expresión de las ideas del yo. ¿Y la ciudad, esa nueva naturaleza —cabe preguntar ahora ante el verso de Álvaro de Campos—, también es susceptible de transformarse en un pensamiento que subraye la expresión del sujeto?<br />Ante esta cuestión existen dos respuestas contemporáneas que poseen un valor paradigmático. La primera se refiere precisamente a Lisboa. El poeta José Ángel Valente escribió hace unos años un artículo donde recordaba que la primera vez que visitó la ciudad de Pessoa se dijo, literalmente, «has estado siempre». La idea parece atractiva y resulta útil para pensar otros aspectos de nuestra vida, por ejemplo, la primera vez que besamos a alguien, ¿es como si la hubiéramos besado ya antes?<br />La segunda respuesta la proporciona Jonh Berger, cuando describe al campesino que llega a la gran ciudad. Todo le sorprende y todo le estimula. «Todo —explica Berger— subraya la incredulidad de la frase <em>estoy aquí</em>». Es decir, interpretándolo, la ciudad convierte la experiencia de su reconocimiento en una experiencia conflictiva, crítica, en una experiencia de otredad.<br />La primera actitud subraya, a mi juicio, la personalidad del sujeto y su disposición a elaborar visiones ideales con que conocer la realidad (Lisboa, la ciudad donde ya estuvo antes de estar) lejos de la realidad misma. Es ésta una actitud romántica.<br />La segunda dispersa la personalidad del sujeto en el objeto, es decir, lo despersonaliza, hace que se sienta otro, que la nueva experiencia lejos de subrayar la personalidad inicial, la deteriore, cree en ella un conflicto, una crisis, una sensación de vivir una vida distinta, otra vida. Ésta es una clara postura de vanguardia.<br />¿He estado siempre aquí, o subrayo la incredulidad de la frase estoy aquí? Obsérvese lo que opina Luis Cernuda. En «La llegada», uno de los poemas en prosa que forman <em>Ocnos</em>, Cernuda cuenta la primera visión que tuvo de Nueva York desde el barco donde viajaba: «Ya estaba allí: la línea de rascacielos sobre el mar... la cresta de los edificios contra el cielo... Cuántas veces lo había visto en el cine. Pero ahora eran la costa y la ciudad reales las que aparecían ante ti; sin embargo, qué aire de irrealidad tenían. ¿Eras tú quien estaba allí?»<br />«¿Eras tú quien estaba allí?»: Cernuda aclara la respuesta. Él, como Valente, había conocido la ciudad antes de conocerla, pero en el instante de encarar la línea de rascacielos se sintió igual que el campesino de Berger, preguntándose por la veracidad de su propia existencia al reconocer la ciudad. La ciudad —ese hábitat natural del hombre moderno, ese rotundo «es naturaleza»— en el instante de reconocerla, disgrega nuestra percepción, nuestra personalidad, nos despersonaliza, nos sitúa —como apunta un verso de Álvaro de Campos— «en otra calle, en otra ciudad y yo era otro». La experiencia de la otredad es, para Pessoa, una condición de la poética del hombre de su tiempo.<br /><br />2.- <em><strong>Transeúntes<br /></strong></em>Las figuras que circulan por la ciudad en general la encarnan por metonimia y entran en nuestra vida sólo de la mano de la propia ciudad: «En la casualidad de la calle, la casualidad de la muchacha rubia» (así empieza un poema de Álvaro de Campos). Estas figuras que pasan anónimas y fugaces a veces, sin embargo, son capaces de dejar en nuestra vida una huella que ha de pervivir para siempre. A veces, estas figuras que pasan anónimas y fugaces son capaces de desencadenar en nuestra vida la pasión más desbordada, el amor más terrible y aun la crisis más acentuada de la propia existencia. En ocasiones no es más que una cuestión de un instante, el tiempo necesario para que un transeúnte nos mire y nosotros al devolverle la mirada descubramos el sentido más profundo de la pasión, o de la soledad o de la angustia.<br />Al amor dedica Platón uno de sus diálogos más célebres, <em>El Banquete</em>, donde Sócrates, que interive al final, construye su reflexión desenmascarando al retórico Agotón, el poeta. Platón siempre andaba peleándose con los poetas, con los malos poetas. Ese fue su problema. Antes de que Agatón y Sócrates se apropien del debate, Platón deja intervenir a cuatro voces incautas: un joven, un viejo, un médico y un cómico, que es Aristófanes. Sus exposiciones parecen interesarle poco al filósofo, pero de hecho, en esos pensamientos marginales con frecuencia se descubre cosas interesantes. Recordemos, por ejemplo, lo que cuenta Aristófanes en la noche del banquete. Según el cómico las personas en su origen fueron redondas y dobles, y pertenecieron a una de estas tres especies según su sexo: hombres, mujeres y andróginos. Esta constitución, sin embargo, complacía poco a Zeus, quien decidió dividirlas en dos partes simétricas. Consumada la división «cada mitad trató de encontrar aquella de la que había sido separada y cuando se encontraban se abrazaban y unían con tal ardor en su deseo de volver a la primitiva unidad, que padecían de hambre sin la otra»; esto escribe Platón por boca de Aristófanes, y concluye: «De ahí procede el amor que naturalmente sentimos los unos por los otros, que nos vuelve a nuestra primitiva naturaleza y hace todo para reunir las dos mitades y restablecernos la antigua perfección».<br />La nostalgia de la «antigua perfección» sugiere la existencia de un lugar, de composición fragmentaria, donde los individuos añoren un origen perfecto. ¿En la historia habrá existido un lugar así? ¿Qué concepto social compartirá parentesco con esa separación primigenia y traumática?<br />«Emigrar —escribe John Berger— siempre será desmantelar el centro del mundo y, consecuentemente, trasladarse a otro perdido, desorientado, formado de fragmentos». Y ese lugar que reúne los centros del mundo desmantelados no puede ser otro que la metrópoli, esa entidad que no suma nacimientos sino que multiplica emigrantes.<br />Si en la ciudad moderna se constata la división original y forzada de la persona, sea por emigración directa o simbólica, necesariamente la ciudad será también el ámbito donde lo fragmentario anhele recobrar la unidad perdida. De hecho, esta idea de la urbe como el lugar donde de súbito es posible recuperar la «antigua perfección» al reconocer, en una tumultuosa calle, la verdadera mitad desconocida no le es en absoluto ajena, por ejemplo, a Charles Baudelaire. Ni a Walt Whitman.<br />Baudelaire fue el primero en convertir la ciudad moderna en tema de la poesía lírica —tal como explica Benjamin—. Y uno de los tópicos de ese nuevo tema que más fortuna ha tenido es precisamente éste: el repentino reconocimiento, en mitad de la barahúnda, del amor verdadero.<br />Su soneto «<em>A une passante</em>» inaugura un tema poético cuya fortuna no ha cesado aún de prodigarse. Una calle atronadora y de súbito pasa una dama, de luto, alta, elegante. Al verla, el poeta cree beber, en su mirada, el lívido cielo donde nacen los huracanes. La belleza de la desconocida le devuelve la vida como los relámpagos la luz en mitad de la noche. Las dos figuras se cruzan en direcciones opuestas sin que tal vez el tiempo logre reunirlas nunca más: «tú a quien yo hubiese amado, tú que bien lo sabías». ¿No suena aquí el eco lejano de aquella peregrina teoría de Aristófanes?<br />Donde la trama mítica imaginada por el cómico griego suena debajo, con una literalidad asombrosa, es en un poema de Walt Whitman con un título semejante al anterior: «A un desconocido»: «¡Desconocido que pasas! No sabes con cuánto ardor te contemplo, / debes ser el que busco (esto me viene como en sueños), / seguramente he vivido contigo en alguna parte una vida de gozo /... / tú creciste conmigo, fuiste un muchacho conmigo o una muchacha conmigo / he comido contigo y he dormido contigo, tu cuerpo ha dejado de ser sólo tuyo y ha impedido que mi cuerpo sea sólo mío /.../ debo esperar, no dudo que te encontraré otra vez, / debo cuidar de no perderte».<br />Baudelaire y Whitman, ambos maestros de Pessoa, han convertido un mero encuentro casual en una reflexión lírica trascendente, sea sobre lo eterno o sobre la soledad. La ciudad es un universo de sentimientos ficticios que ocultan verdaderos sentimientos.<br /><br />3.- <em><strong>Memoria</strong></em><br />La memoria de la ciudad, el modo de percibir el espacio urbano es una de las cuestiones más apasionantes de cuantos temas afectan a la ciudad. Álvaro de Campos habla de un «recuerdo intransigente» que enlaza directamente con el fluir de conciencia de Bergson o el monólogo interior de Joyce, experiencias todas ellas próximas entre sí e igualmente vinculadas de raíz a la ciudad.<br />Sobre la manera cómo percibimos la ciudad Álvaro de Campos escribió algunos versos sorprendentes, y más sorprendentes cuanto más crecen las ciudades y más cosas sabemos de la vida en ellas.<br />Un poema emblemático del vínculo entre Lisboa y Álvaro de Campos es aquel en que repite el estribillo por tres veces como marca inequívoca de una obsesión: «Lisboa con sus casas / de varios colores, / Lisboa con sus casas / de varios colores, / Lisboa con sus casas / de varios colores. / De tan diferente, esto es monótono. / Como de tanto sentir, ya sólo pienso.»<br />Desde los primeros estudios teóricos sobre la vida en la ciudad moderna, emprendidos por la Escuela de Chicago, la heterogeneidad («De tan diferente...») y su multiplicación («vários...», «vários...», «vários...») han sido señalados como dos de sus elementos esenciales; puesto que una ciudad es, según la clásica definición de Louis Wirth, «un asentamiento relativamente grande, denso y permanente, de individuos socialmente heterogéneos».<br />La experiencia de lo diferente y discontinuo, pero también, y en consecuencia, de lo desordenado y centrífugo, provoca, según Álvaro de Campos, monotonía. Y esta monotonía presenta dos importantes efectos simultáneos: el predominio de la razón sobre el sentimiento y el declive de la imaginación, cuyo campo se cercena hasta abarcar únicamente los límites exactos de la ciudad y su heterogeneidad reiterada.<br />Los sucesores de la escuela de Chicago en nuestros días, teóricos de una disciplina tan múltiple y complicada como el objeto que estudia, tratan como fenómenos sociales algunas de las ideas que circulan por este ingenuo y fundamental poema. Richard Sennet ha mostrado en <em>La conciencia del ojo</em> (1990) cómo, en efecto, la diferencia desemboca irreversiblemente en monotonía. «Un paseo por Nueva York —explica Sennet— revela, al contrario [de adoptar los colores de su entorno], que la diferencia de los otros y la indiferencia para con los otros están relacionadas, ya que forman una desdichada pareja. El ojo detecta diferencias ante las cuales reacciona con indiferencia».<br />El predomino de lo racional —aun en lo aparentemente desbocado— y la pérdida de imaginación y fantasía auténticas, y también de experiencia, como efecto empobrecedor de la vida urbana, invade como una epidemia las ciudades modernas y sobre todo las relaciones sociales.<br />Claro que Pessoa no podía pensar en los asuntos concretos que aquí se han mencionado, ni Lisboa es, desde luego, Nueva York; pero lo sorprendente del poema es que el discurso que hoy se elabora sobre la vida en la ciudad aparecía apuntado ya en esos premonitorios versos de Álvaro de Campos.<br /><br />4.- <strong><em>Fragmentos<br /></em></strong>En 1928 se publica en Berlín un volumen de pocas páginas que contiene un extraño pórtico donde se lee, no se sabe muy bien si con letras doradas sobre una placa de mármol o con garabatos pintados sobre una tapia: «Esta calle se llama Calle Asja Lacis, nombre de aquella que como ingeniero la abrió en el autor». El librito está compuesto por un conjunto de textos breves y dispares donde se mezclan descripciones, reflexiones, aforismos; donde se reúne la erudición, el recuerdo, la crítica, la filosofía, la sociología, la memoria... Igual que en una calle la barbería está junto al almacén de especies y al costado de la oficina municipal, en cuyo atrio pudieran cruzarse la extranjera fugaz, la madre distraída con el niño travieso o el ingeniero. El librito llevaba por título —en su edición española— <em>Dirección única</em> y el enamorado de Asja Lacis era Walter Benjamin.<br />En fechas sorprendentemente próximas Benjamin y Pessoa buscan entre los cascotes de la «totalidad» hecha pedazos un resquicio para la filosofía aún posible o para la poética del averiado presente. En los extremos de la cultura europea, a ambos les orienta una misma ceguera, la pérdida de la visión globalizadora y céntrica, y también una misma metáfora: la visión fragmentada que la experiencia de la ciudad moderna les ofrece, esas miradas tan intensas como efímeras. Benjamin, amparándose en las dos certidumbres, rastrea en lo fragmentario un método distinto para la filosofía. Pessoa reúne los fragmentos de la personalidad desgajada en la creación de los heterónimos.<br />Hay en los poema de Álvaro de Campos una palabra esencial, la angustia: «Grandes mágoas de todas as coisas serem bocados...» —es decir— «El gran sufrimiento de que todas las cosas sean pedazos... Camino sin final...». Angustia que se convierte en condición: «Esta velha angústia, / esta angústia que trago há séculos em mim» («esta vieja angustia / que habita mi usual hipocondría» se podría traducir, en versión libre, con dos versos de Antonio Machado). Porque sólo desde el sufrimiento y la angustia por el «final» y por el sentido ausentes se comprende el insólito valor que cobra lo despreciable y espurio, el fragmento, como única realidad y como tránsito de conocimiento obligado.<br />Uno de los fragmentos que componen <em>Dirección única</em> defiende una de esas ideas cuyo verdadero alcance nadie, ni siquiera el autor, pudo comprender en el momento de ser publicada. Dice Benjamin: «para los grandes hombres, las obras concluidas tienen menos peso que aquellos fragmentos en los que trabajan a lo largo de toda su vida. Pues la conclusión sólo colma de una incomparable alegría al más débil y disperso, que se siente así devuelto nuevamente a la vida. Para el genio, cualquier censura, no menos que los duros reveses de fortuna o el dulce sueño, se integran en la asidua laboriosidad de su taller, cuyo círculo mágico él delimita en el fragmento.»<br />Pero hay algo que es necesario añadir: hasta 1982 exactamente nadie pudo comprender en su plenitud esas tres o cuatro cosas que dice el texto de Benjamin, por la sencilla razón de que hasta 1982 se desconocían esos fragmentos en los que Benjamin y Pessoa habían trabajado a lo largo de toda su vida integrando reveses o sueños en la asidua laboriosidad de su taller y en torno al círculo mágico del fragmento.<br />En 1982, la edición póstuma —recuérdese de paso que ambos murieron en los años 30 del siglo XX— de los dos libros de toda una vida, incompletos por concepción, caóticos y desesperados, angustiosamente fragmentarios, uno de Walter Benjamin, <em>Das Passagen-Werk</em> («Libro de los Pasajes»), y el otro de Fernando Pessoa, <em>Livro do Desassossego</em>, otorgó al fragmento de 1928 y a los poemas del ingeniero una hondura y una capacidad de vaticinio insospechadas y terribles. Tanto como necesarios han sido desde entonces esos dos libros para entender nuestro tiempo y nuestro entorno, la ciudad.<br /></span></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4943365711813490001.post-8643455872190546442011-04-24T11:12:00.001-07:002011-04-24T12:21:50.801-07:00EPÍLOGO<div align="right"><a onblur="try {parent.deselectBloggerImageGracefully();} catch(e) {}" href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg05H3LyVCGTZiSB67xQrGMBoKPmMoeFKe30yFgcMBP6D1cVOiyfdtQRayptXr-DV-T0VqPBColxI3ROvARtXDTEEqdNs7S4yBWNk9V5lVaX5sigyRSO5oK1KrEz5shdSCuCMeei1KG-L4/s1600/P1020824.jpg"><img style="TEXT-ALIGN: center; MARGIN: 0px auto 10px; WIDTH: 320px; DISPLAY: block; HEIGHT: 240px; CURSOR: pointer" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5599214836882212370" border="0" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg05H3LyVCGTZiSB67xQrGMBoKPmMoeFKe30yFgcMBP6D1cVOiyfdtQRayptXr-DV-T0VqPBColxI3ROvARtXDTEEqdNs7S4yBWNk9V5lVaX5sigyRSO5oK1KrEz5shdSCuCMeei1KG-L4/s320/P1020824.jpg" /></a><br /><span style="font-family:georgia;color:#999999;"><em>A Fernando Senante, poeta de la ciudad y del alma</em></span></div><br /><br /><div align="justify"></div><br /><br /><div align="justify"><span style="font-family:georgia;font-size:130%;">En ocasiones he soñado este libro que ahora se publica en forma de<span style="color:#666666;"><em> libro-blog</em>.</span> Desde el primer artículo que escribí, en 1988, sobre la evocación poética de una ciudad que conocía bastante bien —«Barcelona: de la ciudad antigua a la metrópoli»— hasta hoy mismo, lo he imaginado siempre como un ejemplar voluminoso, contundente. Para él confeccioné listas de poetas y ciudades que un día serían, pensaba, el índice de este libro. Me propuse crear el registro completo de las metáforas urbanas en la poesía española contemporánea. No he dejado pasar ninguna oportunidad en la que se me permitiera escribir sobre este asunto, desde la ponencia académica hasta la reseña bibliográfica. Las páginas, con los años, se iban amontonando, en efecto; pero también el desánimo. Mi voluntad de un trabajo exhaustivo, panorámico, se enfrentaba a dos contrariedades: la poesía urbana aumentaba más allá de mis posibilidades de escritura, y su propia feracidad convertía los análisis en reiterativos. ¿Es necesario —me pregunté entonces— dar cuenta de todas, absolutamente todas, las vivencias poéticas en la ciudad? La respuesta la tiene el lector en este documento electrónico, tan huérfano de nombres como de entradas. Si el proyecto inicial contaba con sumar exégesis, el resultado final ha seguido el camino crítico inverso: de cuanto he escrito sobre poesía y ciudad he seleccionado sólo las actitudes poéticas paradigmáticas, aquellas que pueden nombrar las relaciones que los poetas han tenido en el curso de los últimos dos siglos con la urbe. Que no son muchas, por cierto.<br />De los nombres propios representativos de una actitud favorable a la ciudad, cuatro son poetas canarios y dos barceloneses. Sólo ahora, al redactar estas líneas preliminares, caigo en la cuenta. Sin duda sería posible confeccionar un libro con este mismo título sin incluir poetas canarios ni barceloneses. De hecho, hay infinidad de tratados que contemplan la poesía contemporánea española sin citar siquiera poetas canarios ni, al menos uno, barceloneses. No creo necesario justificar esta curiosa procedencia de los poetas que hablan de la ciudad, pero tal vez resulte conveniente comprender el significado de la selección aquí realizada. Canarias y Barcelona comparten la condición de periferia. Con frecuencia, sobre todo desde el centro, se ha considerado que a la poesía urbana «le falta <em>poesía</em>» —como le dijo el editor y crítico José Luis Cano a José María Fonollosa en carta personal del 31 de julio de 1962—. Es, pues, plausible pensar que el acercamiento a la ciudad de Tomás Morales en Las Palmas o de Jaime Gil de Biedma en Barcelona, ambos territorios poéticos periféricos, haya resultado más completo y libre, y por lo tanto ejemplar. Como resultan más radicales las posturas del tinerfeño Francisco Izquierdo y del barcelonés José María Fonollosa por el hecho de coincidir ambos en una periferia aún mayor: la biográfica, la del que cambia de país —ambos residieron en Cuba— y desaparece. A los dos últimos poetas aquí estudiados, Luis Feria y Arturo Maccanti, ambos muy alejados poéticamente de la poesía urbana, quisiera presentarlos, junto a Ángel González y el citado Gil de Biedma, como emblemas de una generación, la del 50, cuya vida ha estado vinculada al crecimiento de las ciudades en la segunda mitad del siglo XX, y al cabo ha acabado también matizado obras alejadas del sentir urbano. Creo en el carácter emblemático que le otorgo, y me afirmo en ello al comprobar cómo la mayoría de antologías y análisis de su generación se limitan a los grupos generacionales peninsulares, sin que la crítica haya comprendido, al parecer, la riqueza que a la poesía en castellano es capaz de proporcionarle el mundo atlántico.<br />Reparo también, al reunir y cohesionar estos ensayos escritos en el curso de veinte años, que algunos se sostienen sobre la bibliografía del momento. He preferido dejarlos así a actualizar referencias y datos, que por otra parte no admiten una publicación correcta en el blog. Siempre he intentado hacer —he soñado— una crítica emparentada con la creación literaria. Esta presencia de la época en la argumentación es un rumor, aroma tal vez, que permite que la crítica merezca también aquel viejo lema machadiano de «palabra en el tiempo».<br /></span><em><span style="color:#999999;"></span></em></div><br /><br /><div align="right"><em><span style="color:#999999;">JAC. Barcelona, abril de 2011 </span></em></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4943365711813490001.post-20836553906659426702011-04-24T10:46:00.001-07:002011-04-24T10:58:07.597-07:00NOTA EDITORIAL<div style="font-family:georgia;"><p class="MsoSubtitle" style="text-align: justify; line-height: normal;" align="left"><span class="Apple-style-span" style="font-size:100%;">Los ensayos reunidos en el libro-blog <i>Poesía y ciudad</i> fueron apareciendo en periódicos y revistas en un amplio período de tiempo, entre 1989 y 2008. Forman una selección dentro un proyecto de mayor envergadura —acaso ya utópico— que anhelaba la revisión de la poesía urbana española. El criterio de selección ha sido el carácter paradigmático de los autores estudiados, cuyas obras marcan hitos fundamentales en las relaciones entre poetas y ciudades. Las publicaciones originales de los textos fueron las siguientes:</span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span class="Apple-style-span" style="font-size:100%;"><span lang="ES"><o:p> </o:p></span><i style="color: rgb(153, 153, 153);"><span lang="ES"><span class="Apple-style-span">Poesía y ciudad. </span></span></i>«El poeta en la ciudad», HORA DE POESÍA nº 100, Barcelona, 1995</span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span class="Apple-style-span" style="font-size:100%;"><i><span lang="ES"><span class="Apple-style-span"><span style="color: rgb(153, 153, 153);">El poeta </span><b style="color: rgb(153, 153, 153);">hacia</b><span style="color: rgb(153, 153, 153);"> la ciudad: Tomás Morales.</span> </span></span></i>«La ciudad de Tomás Morales», Citas nº 51, DIARIO DE JEREZ, 23 de diciembre de 1989</span></p> <p class="MsoSubtitle" style="text-align: justify; line-height: normal;"><span class="Apple-style-span" style="font-size:100%;"><i><span lang="ES-TRAD"><span class="Apple-style-span"><span style="color: rgb(153, 153, 153);">El poeta </span><b style="color: rgb(153, 153, 153);">ante </b><span style="color: rgb(153, 153, 153);">la ciudad: Francisco Izquierdo.</span> </span></span></i>Ponencia presentada en el Ciclo de encuentros «Ciudad y literatura (sostenibles)», Santa Cruz de Tenerife, octubre y noviembre de 2006</span></p> <p class="MsoSubtitle" style="text-align: left; line-height: normal;" align="left"><span class="Apple-style-span" style="font-size:100%;"><i><span lang="ES-TRAD"><span class="Apple-style-span"><span style="color: rgb(153, 153, 153);">El poeta </span><b style="color: rgb(153, 153, 153);">desde</b><span style="color: rgb(153, 153, 153);"> la ciudad: el Ultraísmo.</span> </span></span></i>SUR, Málaga, 10 de noviembre de 1989</span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span class="Apple-style-span" style="font-size:100%;"><i style="color: rgb(153, 153, 153);"><span lang="ES-TRAD"><span class="Apple-style-span">El poeta </span></span></i><b style="color: rgb(153, 153, 153);"><i><span lang="ES-TRAD"><span class="Apple-style-span">contra </span></span></i></b><i><span lang="ES-TRAD"><span class="Apple-style-span"><span style="color: rgb(153, 153, 153);">la ciudad: La generación del 27.</span> </span></span></i><span lang="ES-TRAD">«El 27 contra la ciudad», en: VVAA, </span><i><span lang="ES-TRAD">Escrituras de la ciudad</span></i><span lang="ES-TRAD">, Madrid, 1999</span></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span class="Apple-style-span" style="font-size:100%;"><i><span style="letter-spacing: -0.15pt;" lang="ES"><span class="Apple-style-span"><span style="color: rgb(153, 153, 153);">El poeta </span><b style="color: rgb(153, 153, 153);">a pesar de</b><span style="color: rgb(153, 153, 153);"> la ciudad: Dámaso Alonso.</span> </span></span></i>ANTHROPOS, 106-107, mazo-abril de 1990</span></p> <p class="MsoTitle" style="text-align: justify;"><span class="Apple-style-span" style="font-size:100%;"><i><span lang="ES-TRAD"><span class="Apple-style-span"><span style="color: rgb(153, 153, 153);">El poeta </span><b style="color: rgb(153, 153, 153);">en</b><span style="color: rgb(153, 153, 153);"> la ciudad: Jaime Gil de Biedma.</span> </span></span></i>«Como un amor hundido e irreparable. Poesía y ciudad en Jaime Gil de Biedma», LA VANGUARDIA, Barcelona, 17 de julio de 1990</span></p> <p class="MsoTitle" style="text-align: justify;"><span class="Apple-style-span" style="font-size:100%;"><i style="color: rgb(153, 153, 153);"><span lang="ES-TRAD"><span class="Apple-style-span">El poeta <b>de</b> la ciudad: José María Fonollosa. </span></span></i>«José María Fonollosa, poeta de la ciudad», QUIMERA nº 177, Barcelona, febrero de 1999</span></p> <p class="MsoSubtitle" style="text-align: justify; line-height: normal;"><span class="Apple-style-span" style="font-size:100%;"><i style="color: rgb(153, 153, 153);"><span lang="ES-TRAD"><span class="Apple-style-span">El poeta <b>por</b> la ciudad: Ángel González. </span></span></i>ANTHROPOS, 109, junio de 1990</span></p> <p class="MsoSubtitle" style="text-align: justify; line-height: normal;"><span class="Apple-style-span" style="font-size:100%;"><i><span lang="ES-TRAD"><span class="Apple-style-span"><span style="color: rgb(153, 153, 153);">El poeta </span><b style="color: rgb(153, 153, 153);">antes de</b><span style="color: rgb(153, 153, 153);"> la ciudad: Arturo Maccanti.</span> </span></span></i>Ponencia presentada en el Ciclo de encuentros «Ciudad y literatura (sostenibles)», Santa Cruz de Tenerife, octubre y noviembre de 2006</span></p> <p class="MsoSubtitle" style="text-align: left; line-height: normal;" align="left"><span class="Apple-style-span" style="font-size:100%;"><i style="color: rgb(153, 153, 153);"><span lang="ES-TRAD"><span class="Apple-style-span">El poeta <b>sin</b> la ciudad: Luis Feria. </span></span></i>Ponencia en «Jornadas Luis Feria», Círculo de Bellas Artes, Madrid, noviembre de 2008</span></p> <p class="MsoSubtitle" style="text-align: left; line-height: normal;" align="left"><span class="Apple-style-span" style="font-size:100%;"><span class="Apple-style-span"><i style="color: rgb(153, 153, 153);"><span lang="ES-TRAD">La vida en Lisboa</span></i><!--[if supportFields]><i style="'mso-bidi-font-style:"><span lang="ES-TRAD" style="';font-size:12.0pt';"><span style="'mso-element:"></span>PRIVATE </span></i><![endif]--><!--[if supportFields]><i style="'mso-bidi-font-style:normal'"><span lang="ES-TRAD" style="';font-size:12.0pt';"><span style="'mso-element:field-end'"></span></span></i><![endif]--><i><span lang="ES-TRAD"><span style="color: rgb(153, 153, 153);"> según Fernando Pessoa.</span> </span></i></span>QUIMERA, 162, octubre de 1997</span></p></div><span style=";font-family:georgia;font-size:100%;" ><a onblur="try {parent.deselectBloggerImageGracefully();} catch(e) {}" href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEicuLzEhgt-suz2chrrwfovu0D_pVL30sLNzvdWVs0dA9DqpAudEZvcdS3cov3uSFDs7B9XJeYYvmBxgeWID42L78fDfigdn2r6YOMBbliDZEnhT6UoiAEmCDYEGlseO3JFcqKNW9omEvo/s1600/P1020824BN.jpg"><img style="display: block; margin: 0px auto 10px; text-align: center; cursor: pointer; width: 320px; height: 240px;" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEicuLzEhgt-suz2chrrwfovu0D_pVL30sLNzvdWVs0dA9DqpAudEZvcdS3cov3uSFDs7B9XJeYYvmBxgeWID42L78fDfigdn2r6YOMBbliDZEnhT6UoiAEmCDYEGlseO3JFcqKNW9omEvo/s320/P1020824BN.jpg" alt="" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5599208248030701426" border="0" /></a></span><p class="MsoSubtitle" style="text-align: center; line-height: normal;font-family:georgia;" align="left"><span lang="ES-TRAD" style="font-size:12pt;"><i><span class="Apple-style-span"> <span style="font-size:100%;">Publicar tus trabajos en revistas literarias es la mejor forma de que pasen desapercibidos. Como Lady Godiva, se pasean desnudos en público sin que nadie se digne a mirarlos</span></span><span style="font-size:100%;">.</span></i><span style="font-size:100%;"> </span></span><span style="color: rgb(102, 102, 102);font-size:100%;" >JORDI DOCE</span></p><div style="text-align: center;"><span style="font-size:100%;"><br /></span></div><div><br /></div>Unknownnoreply@blogger.com0