10. El poeta ANTES DE la ciudad: Arturo Maccanti



Durante el siglo XX, el recuerdo de ciertas vanguardias históricas —como el futurismo— y ciertos movimientos de renovación del realismo han favorecido la creación de un imaginario convencional de la ciudad colmado de circunstancias y elementos urbanos. De hecho, han convertido esta misma saturación en la imagen privilegiada de la ciudad. París en una época y Manhattan en otra, las muchedumbres anónimas y los rostros sin nombre, las luces eléctricas y su laberinto de signos conforman el núcleo significativo de un término que, por lo general, resulta bastante ajeno a este modelo en la experiencia de quienes lo comparten.
En el polo opuesto a la representación convencional de lo urbano —en la literatura, en el arte, en el cine—, contrastando con ella, no se sitúa ya, salvo en movimientos anacrónicos o naïfs, el imaginario arcádico de la naturaleza. Tampoco el idealismo rural, que si bien desempeñó algún protagonismo en el curso del siglo, hoy su influencia resulta residual. En oposición a esta megalópolis imaginaria sólo puede pensarse —ni la naturaleza, ni el pueblo rústico— la ciudad. Aquella de la que se puede escribir: «Te dejaré, Guerea, / ciudad del alma, un día». Es decir, la ciudad de la experiencia. Porque hablar de la ciudad en poesía es, sobre todo, una manera de sortear los tópicos.
De la poesía de Arturo Maccanti no se puede afirmar que sea urbana. Sería, tal vez, el último concepto que se le ocurriría mencionar al crítico. Su constante diálogo con el tiempo, la amenaza de la muerte y la soledad existencial han discurrido siempre en un lenguaje a medio camino entre la reflexión abstracta y los referentes concretos naturales. El mar, el cielo, los pájaros, los árboles… protagonizan su universo simbólico particular. El lector que haya seguido el curso de sus libros habrá asistido a la aparición en ellos de un referente más, sobre todo a partir de Viajero insomne (2000): Guerea, término con el que Maccanti nombra la ciudad de La Laguna y que es una adaptación personal del topónimo aborigen Aguere de esta zona de la isla. Esta invención léxica tiene el acierto de fundir una raíz mítica con un padecimiento personal, lírico. En el poema «Milenio» se lee:

Desde hace mil años en Guerea
me persiguen la Hidra, el Cuervo, los Volcanes,
el Tiempo tragasables.

La Muerte, sí.

Guerea es «la ciudad del alma» que cierra el penúltimo poema de Helor (2005), libro con acentos testamentarios. El enfático vocativo tal vez sea uno de estos acentos. Cabe preguntarse ante ellos dónde ha situado Maccanti, en el imaginario de la ciudad, su ciudad. La respuesta es rotunda. La da el título de un poema: «Lejos». El texto, apenas cuatro versos, dice así:

Maremágnum del mundo,
lejos de tu abundancia,
bebo en la mano el agua
desnuda.
Esta clarividente conciencia de que su ciudad —el símbolo del agua bebida remite al curso de la vida— se sitúa en el polo opuesto a la megalópolis obliga al crítico a reconstruir el imaginario —nada convencional— que la sostiene.
El poema citado, «Lejos», proporciona la primera clave. El encabalgamiento con el que acaba —«agua / desnuda»— subraya un adjetivo que resulta paradigmático. Acaso para comprenderlo baste reunir algunas imágenes concretas de la ciudad dispersas entre los libros de Maccanti: «Y por la calle / desierta donde quemo / mis sueños» (1967), «Calle abajo / confundido en la lluvia, algún día me iré» (1982), «La calleja en penumbra y el sol en la Plaza» (2000), «Al alba lo lloramos / por las calles con nieve» (2003), «y en las calles, donde ciega la sombra, / […] invisible, todo / el aire recogía la luz», «invisible también él por las calles» (2005). La ciudad de Maccanti es, en efecto, «agua desnuda»; una vida despojada de las circunstancias y los elementos tópicamente urbanos. En la imagen de su ciudad sólo emerge la conciencia de la soledad del sujeto: «Guerea es un desierto en la alta noche / y un dios pasa invisible».
Frente a la megalópolis física del imaginario convencional, el poeta de La Laguna reconstruye la ciudad metafísica de la existencia: Guerea. Un poema de Viajero insomne lo afirma: «Magia pura sonora / de la ciudad […] / mi existencia se aferra / a ti como la piel / al cuerpo». Como toda existencia aferrada a una circunstancia, la ciudad incluye su huida, su negación, su opuesto idealizado:

Sólo he tenido un libro
y un pedazo de cielo
en este patio de murallas altas.
El poema, sólo estos tres versos que recuerdan la densidad de la antigua poesía oriental, se titula «Vida». Poesía y naturaleza son perdidas posesiones —«he tenido»— de quien existe en la ciudad —entre «murallas altas», símbolo que al remitir a la ciudad antigua amurallada enfatiza su condición de lejanía frente al presente o maremágnum—. Un poema de Óxido certifica el vínculo existencial entre vida y ciudad que Maccanti establece como el humus donde ha de prender la reflexión temporal y metafísica que nutre su poesía: «Sin la ciudad no sé / dónde dejé la vida.»
En oposición a la ciudad cosmopolita, heredera a partes iguales de futurismos y realismos radicales, la lejanía de Guerea se sostiene, como se ha visto, en la ausencia de una trama de elementos urbanos concretos, que ha sido sustituida por un sentimiento lírico de pertenencia. Ahora bien, ¿cuál es la dimensión imaginaria de Guerea? El poema inicial de Viajero insomne, que se cierra con una afirmación rotunda —«y la vida como una / aldaba incesante»—, establece una secuencia previa a la constatación: calleja, plaza, isla, cielo, sueños —«y sus demonios»—, donde elementos objetivos y subjetivos, urbanos y naturales, se reúnen todos a un mismo nivel semántico en el aldabonazo de la «vida». Por otra parte, el sujeto unifica los objetos frente a los que reflexiona: «Mares, montañas, casas, muros, árboles / se alejan levemente con la luz / de la que me despido». La enumeración del primer verso, igual que hacía la secuencia de la cita anterior, otorga idéntica entidad simbólica, frente al sujeto, a elementos naturales y urbanos. Ante la conciencia del tiempo, parece afirmar Maccanti, lo real comparte la misma identidad. Un espléndido poema de Helor lo reafirma: «Visión». Así empieza: «Me asomo al tiempo de la vida». Y sus versos desarrollan, en una misma oración, las siguientes visiones: gentes-calles, oleaje-mar, lluvia-cielo. Y concluye: «Oh, pura / visión de los adioses.»
Guerea no sólo se aleja del conjunto convencional de atributos de las urbes modernas, sino que lo excede. Gracias a la identidad con la que la existencia —la vida y el tiempo— concibe lo real, de Guerea forman parte también los senderos que salen de la ciudad, el valle que la acoge y las cumbres vecinas. Por extensión es la isla, sus cielos y territorios, y por intensidad, el propio poeta —«y los sueños y sus demonios»—. Esta es la dimensión mítica de Guerea: «que brillan los tejados bajo el aire ya frío / y que sueña Guerea, donde el tiempo me vive».
Guerea —donde el tiempo me vive—se ha erguido en emblema de la condición temporal del poeta y en esencia de su reflexión filosófica. Arturo Maccanti no es, claro está desde el principio, un poeta al que se le pueda considerar urbano. Sin embargo, su obra resulta imprescindible para la historia de la poesía urbana: ha liberado la urbe de la ciénaga de lo contingente —muchedumbres, luces, ruidos…— y la ha elevado a la esfera de lo esencial: La Ciudad es el Tiempo.