2. El poeta HACIA la ciudad: Tomás Morales



Los urbanistas distinguen con claridad dos fases históricas del fenómeno «ciudad». Inmutable, estática, cercada y unitaria ha pervivido la ciudad a lo largo de los siglos. Su crecimiento estaba cercenado por los necesarios muros de defensa, y estos a su vez acendraban su unificación formal e ideológica. La revolución industrial supuso una mutación absoluta de la faz tradicional de las ciudades. Lo estático se convirtió en dinámico, los límites se disiparon con rapidez hasta desaparecer como entidad urbana significativa, se impusieron, en fin, las tendencias acumulativa e innovadora. «Ciudad antigua» y «metrópoli» son los nombres que convencionalmente han de recibir aquí cada una de estas dos realidades diacrónicas.
Esta evolución de la inmutabilidad al dinamismo tiene su reflejo paralelo en el tratamiento poético de la ciudad. La poesía llamada propiamente «urbana», cuya primera revelación fue dada por Charles Baudelaire, es el resultado de una vivencia lírica propiciada por el movimiento de las grandes urbes. La ciudad clásica, por su parte, ha sido objeto siempre de ensalzados cantos a sus particularidades. La perspectiva simbólica que asumen los poetas antes de la mutación es externa, después será interna. Es decir, la ciudad antigua fomentó un subgénero apologético de canto a una ciudad que normalmente aparecía enunciada en el título. En general se trata de composiciones extensas que desarrollan los siguientes puntos: primero, la fundación e historia mítica de la ciudad; segundo, su descripción tópica; y en tercer lugar, los hechos y linajes que servían como «medio de identificación histórica de cada comunidad», según ha estudiado José Luis Orozco Prado. La nueva perspectiva desarrollada por los poetas tras la gran transformación arraiga en el uso del espacio urbano —con frecuencia genérico, no relacionado con tal o cual ciudad— como referente simbólico interno. La ciudad no es ya el único tema, sino un entramado —referencial o metafórico— que subyace a los temas clásicos de la poesía: el amor, la soledad, la muerte… De un modo somero podría afirmarse que la ciudad ocupa ahora el lugar que en la tradición había ocupado la naturaleza.
A grandes rasgos estos son los dos polos del tratamiento poético de la ciudad a lo largo de nuestra historia literaria. Ahora bien, entre uno y otro se extiende un territorio fronterizo en el que se mezclan maneras de una y otra actitud. Una obra emblemática de este punto de inflexión es la «Oda a Barcelona» (1883) del poeta catalán Jacint Verdaguer (1845-1902), donde se refleja el dinamismo y la expansión metropolitanas en una composición que presenta todas las características del cántico mítico y apologético:

mes prompte ta creixença rompé l’estret cordó;
(…)
per sobre el clos de pedra saltant com un lleó

[pero pronto tu crecimiento rompió el estrecho cordón;
(…)
sobre el cerco de piedra saltando como un león]

Otro texto que ilustra con claridad este punto de inflexión es el «Canto a la Ciudad Comercial» de Tomás Morales. Con él inicia la sección «Poemas de la Ciudad Comercial» del libro segundo de Las Rosas de Hércules (1919). Formalmente se adscribe a la convencionalidad del canto apologético de la ciudad antigua. Sus 120 versos desarrollan, por este orden, los siguientes motivos: primero, el linaje y la fundación míticos (1-45); segundo, la descripción de la ciudad (77-113); y acaba con la conclusión o broche donde el poeta da razón de su «canto» (114-120), final común también en este tipo de composiciones elogiosas. Además de conservar la misma estructura de estas, comparte con ellas un mismo tono basado en el uso enfático de la segunda persona verbal, referida a la ciudad («¡Era tu epinicio!», «Sucinta es tu historia», «ésta tu opulenta, sagital, carrera»), impensable en la actual poesía urbana. Estos rasgos formales y estructurales, sin embargo, no son coherentes con la materia significativa que transportan. No describe Tomás Morales una ciudad clásica, sino una dinámica y próspera ciudad comercial, es decir, moderna. Son constantes las referencias al crecimiento de la urbe:


Después, tu incremento;
un inusitado desenvolvimiento,
un infatigable sueño de grandeza

Pero lo que fecunda el poema es sobre todo la efervescencia comercial de la ciudad, su auge económico:

Es la puesta en marcha de esta maquinaria
de ruedas audaces y ejes avizores,
que el cálculo impulsa y el oro gobierna.
¡Cólquida moderna
de los agiotistas y especuladores!

La actividad económica es, de hecho, el único vínculo que mantienen entre sí los habitantes de la ciudad:

Es la Plaza. Gente,
que detrás del medro corre diligente
y a tu seno el brillo de tu bolsa atrajo;

O dicho de otro modo: los lazos religiosos políticos, culturales, simbólicos… que tradicionalmente habían unido a los ciudadanos, ahora, en la metrópoli se han ido reduciendo en favor de una nueva relación preponderante, porque —como afirma Antoine S. Bailly— «la ciudad transmite cada vez menos la cultura de la sociedad y las expresiones simbólicas, y ha pasado a ser un lugar económico, en el que signos e indicadores tipificados nos permiten orientarnos.» Y estos «signos e indicadores» aparecen diáfanos en el poema. Son los comercios, las mercancías, la maquinaria, el puerto… En suma, Tomás Morales, sorprendido por la nueva fisonomía que su ciudad adquiere, describe con exactitud lo nuevo, descubre las tensiones de la mutación, y con todo ello elabora un poema apoyándose en los rasgos establecidos por un subgénero tradicional, el canto apologético. Esta aparente paradoja tipifica el punto de inflexión entre las perspectivas que asumen la poesía de la ciudad antigua (externa) y la moderna poesía urbana (interna).
El conjunto de poemas que el «Canto a la Ciudad Comercial» prologa recibe el significativo nombre de «La Ciudad y el Puerto». De hecho, la mención misma de ambos títulos señala el modo cómo percibe Tomás Morales su realidad urbana: la Ciudad Comercial como un todo dividido en dos mitades perfectamente delimitadas: el puerto y la ciudad.
El puerto es, a su vez, el puente entre dos temas esenciales en Tomás Morales: la Ciudad Comercial y el Mar. Por una parte, el puerto está integrado en la vida económica de la ciudad, es una zona vital («Son tus anchas calles y tus malecones»); pero por otra, adquiere una autonomía simbólica vinculada al «mar». Aunque también se puede dar la vuelta al aserto: la visión del mar de Morales está íntimamente ligada al ámbito portuario. La razón que justifica el tema del mar es de índole lírica: «Yo respiré, de niño, su salobre fragancia.» Es decir, el mar y el puerto forman parte del paisaje originario del poeta, su visión primera y virginal del mundo. El dato es de capital importancia, pues en él prende sin duda la tradición poética urbana. La ciudad ahora, en detrimento de la naturaleza, es codificadora y catalizadora de la experiencia; lógico será por lo tanto tomar una actitud ante ella, sea ésta de aceptación o de rechazo. En Morales es de plena aceptación: «Yo amo a mi puerto.» Y su puerto incluye un paisaje de barcos, recién fletados o herrumbrosos y encallados («yo amo estos barcos»), «poderosas grúas», almacenes de mercancías, tabernas inmisericordes, y sobre todo un paisaje de marineros foráneos, viejos lobos de mar que entonan cantares y narran en noches de bonanza las historias, terribles, de navegaciones y naufragios («¡Hombres del mar, yo os amo!»). Y todo este ambiente, tan espléndidamente recreado por el poeta, forma parte indefectiblemente de la percepción lírica de la ciudad.
La concepción de la ciudad en sí misma se adecua a la ruptura de la unidad clásica: no es una y homogénea, son tres las ciudades que Tomás Morales evoca en la Ciudad. En primer lugar recrea el poeta «la ciudad del comercio», situada en torno a la calle de Triana:

La calle del comercio, donde ofrece
el cálculo sus glorias oportunas;

Algunas notas que caracterizan esta zona de la ciudad son: riqueza, estrépito, predominio de lo extranjero, de lo oriental… La percepción poética de este tipo de ambiente urbano es uno de los hallazgos más singulares de Morales. Al final, sin embargo, el poeta, que con entusiasmo había descrito la caótica calle, se deja vencer por el cansancio:

Y el alma, que es, al fin, mansa y discreta,
tanta celeridad le da quebranto…
y sueña con el barrio de Vegueta,
lleno de hispano-colonial encanto…

El barrio de Vegueta nombrará un segundo tipo urbano: la ciudad residencial. Remanso de reposo provinciano:

Esta es la paz callada; a su dormida ausencia
no llegan los rumores roncos de la urbe en celo;

Es la zona urbanizada para el descanso familiar («¡Oh, la casa canaria, manantial de emociones!»)… Si ciudad del comercio y residencial son cabos de una misma actividad, frente a estas se halla escondida una tercera ciudad, arraigada en una tradición literaria más densa (que se extiende desde Baudelaire hasta los modernista coetáneos de Morales), aunque no por ello con un referente menos real que las otras: la ciudad del mal.
El paisaje descrito con minuciosidad por el poeta, con esa portentosa capacidad suya para crear en el texto un ambiente sobrecogedor, en este caso, es una ciudad de:

Tascas, burdeles; casas que previenen
con su aspecto soez. Toda la incuria
de los puertos de mar, en lo que tienen
de pendencia, de robo y de lujuria…

Tres ciudades conviven, pues, en el seno de la Ciudad de Tomás Morales, la del comercio, la residencial y la del mal. Cada una es percibida con su particular modo de vida, todas ellas reunidas por la mirada lírica del poeta caminan hacia una verdadera poética de la ciudad.
Se ha comprobado que puerto y ciudad son dos temas esenciales en la poesía de Tomás Morales. Ahora bien, la actitud clara y rotunda del poeta frente a ellos sólo se manifiesta en los textos que prologan o enmarcan los poemas dedicados a uno u otro asunto. Pero en estos sólo aparece de una forma velada. Esta actitud lírica tiene, por lo tanto, dos modos de aflorar: uno explícito —mencionado en los párrafos anteriores («yo amo…»)—; y otro implícito, accesible únicamente mediante un análisis de los espacios urbanos como espacios reflejos (perspectiva interna). Señalaré el caso ejemplar de dos poemas: uno, el soneto XII de los «Poemas del Mar», que empieza: «Noche pasada a bordo, en la quietud del puerto…»; y otro, el soneto «Estampa de la ciudad primitiva». Ambos son dos crepúsculos matutinos, ambos poseen una filiación literaria en la tradición de «Le Crépuscule du matin» de Baudelaire. En ninguno aparece explícita la actitud del poeta, pero no será difícil detectarla en el trasfondo del poema. Si el crepúsculo vespertino simboliza el final de un período, la conclusión de un ciclo, y convoca en general un sentimiento de nostalgia; el crepúsculo matutino simbolizará el punto opuesto del recorrido, el comienzo. Así ambos poemas plantean en primer lugar una situación inicial: la ciudad y el puerto no están para el poeta a punto de extinguirse, sino en una naciente actualidad, rodeados de luz y claridad, visibles, aprehendibles. Por ello también la sentimentalidad implicada en ambos espacios se halla en el polo opuesto a la nostalgia: la exaltación de una realidad palpable, diáfana, actual, compartida, aceptada e identificada con el propio ser del poeta. Tomás Morales escribe sobre su ciudad y su puerto desde un simbólico crepúsculo matutino, lo hace con agudeza de percepción y entusiasmo, lo describe porque lo ama, porque procede de su interior y nombra, a su vez, sus vivencias íntimas.
Tal vez Tomás Morales sea el primer poeta español plenamente consciente de desarrollar una poética urbana. Su lección conviene tanto a los olvidadizos historiadores de los fenómenos literarios, como a los poetas actuales que reivindican el espacio urbano como lugar transitable para la poesía.

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