4. El poeta DESDE la ciudad: el Ultraísmo


El ultraísmo, que tantas dificultades encontró para romper amarras con el modernismo tardío, no hereda sin embargo su concepción de ciudad. La línea baudelairiana de la Ciudad del Mal que había penetrado en la bohemia madrileña del fin de siglo, para dar la razón quizá a los moralistas de todas las épocas que hallaban en las urbes modernas la cuna de los mayores vicios, pervive tenuemente en los poetas más apegados a los modos expresivos del movimiento precedente, como Rafael Lasso de la Vega o Luis Mosquera, pero es abandonado por los ultraístas más decididos.
Tampoco destaca en Ultra una ciudad geográfica. El prestigioso eco de París cala, evidentemente, en los autores ligados al modernismo, como el mismo Lasso de la Vega, o en los más viajeros, como Rogelio Buendía, que publica en la revista Grecia la serie «El París de mis gafas». Madrid, sede de casi todas las conspiraciones ultraístas, asoma con timidez en alguna de las hiperbólicas proclamas —«Ultra es la casa de 90 pisos que se alza sobre Madrid»—. Mayo timidez si cabe hay en los versos, cuyas referencias a nombres propios madrileños son escasísimas, salvo en Rafael Cansinos Assens.
Cansinos, que se había educado literariamente en los círculos modernistas y a cuya generación pertenece por edad, fue, como es sabido, el iniciador, el baluarte y el más firme entusiasta del movimiento Ultra, convirtiéndose a su vez en verdadero motivo ultraísta, por el elevado número de poemas que se dedican explícitamente —y no sólo en el epígrafe— a su persona. Si bien su expresión poética no alcanzó nunca el ideal imaginativo de la escritura nueva —pues permaneció apegado a los modos expresivos modernistas—, fue sin embargo el único poeta del grupo que creó una mitología urbana moderna, centrada sobre todo en el Viaducto madrileño, símbolo de una exaltación suicida que es vista como osadía y audacia:

El Viaducto, trémulo,
soñador de sueños que andan,
es la gran hamaca
para los hombres osados

Y al mismo tiempo es símbolo de fracaso y desencanto: «los suicidas frustrados / desandan los viaductos». Reflexión que conviene metafóricamente también a la poesía moderna. No en vano en su poema «El arte nuevo», construido con evidentes rasgos autobiográficos, Cansinos, «el poeta de cuarenta años», afirma su convicción: «Ultra, este será mi arte», que se resuelve en «el acto viaducto» contemplando su propia caída. Con esta red simbólica que relaciona el viaducto, el suicidio (osadía y fracaso) y la poesía de vanguardia, Cansinos proporciona un primer acercamiento a la concepción de la ciudad en la poética ultraísta; aunque no sea esta la que va a dominar en su conjunto.
En su acepción más amplia, el término «ciudad» puede leerse como sinónimo de civilización moderna, y en este sentido, el ultraísmo en virtud del parentesco que mantiene con el futurismo italiano, es rico en cánticos a los elementos emblemáticos de esa modernidad: automóviles («vamos en un automóvil empujando las nubes», escribe José Rivas), aeroplanos («las alas de los aviones vendrán chamuscadas por el sol», cifra Eugenio Montes); en suma, «la belleza de la velocidad» que había postulado Marinetti.
Los ultraístas a veces prefieren contar otros emblemas modernos, tal vez menos veloces, pero más acordes con la realidad de la España de inicios del siglo XX, como son los trenes y los tranvías. Al tranvía le dedican poemas Xavier Bóveda y Francisco Vighi, y no es raro verlo cómo «tritura los nervios de la calle» entre los versos. También el ferrocarril atraviesa los poemas Ultra («el silbato de un tren prófugo / lejanamente / me dice adiós», según Juan Larrea), y otras veces es materia de imágenes felices («mi cabellera corre como el tren», afirma Gerardo Diego). Pero no todo es movimiento en la poética del ultraísmo, casi tan frecuente como automóviles, aviones, tranvías y trenes juntos, aparecen en los poemas los árboles, las flores y hasta los pajarillos. Así empieza un poema ultraísta de Larrea:

En las antenas
se abaten las bandadas mensajeras
y oigo el pío pío de los pájaros tristes
en la infinita noche de los auriculares

Al margen de estos emblemas de la civilización incipiente es difícil identificar una mitología urbana específica, reconocible y propia; salvo el caso mencionado de Cansinos Assens. Otros elementos urbanos del ultraísmo proceden del modernismo (el music-hall o la vida de Café), aunque su nueva formulación formal, menos estricta, ha favorecido algún poema de mérito, como el «Tertulia» de Vighi.
La auténtica ciudad Ultra se encuentra dispersa en imágenes, o con mayor exactitud, es ella misma una imagen. A veces aparece con una aceptación realista —«y la ciudad brumosa de enormes chimeneas, / donde tiembla el burgués y el bolchevista ruge» (José María Romero)—. Aunque el uso del término genérico potencia una leve abstracción, más visible en el uso de la palabra en plural —«a la orilla del mar y en las ciudades / un hombre vaga bajo la luna» (Lasso de la Vega)—. Más frecuente es su personificación, que si en ocasiones es meramente contextual —«la ciudad, corridos los últimos visillos, / ha encendido sus luces» (José Rivas)—, en otras muestra tintes simbólicos —«la ciudad / ha visto morir al pájaro / que la encendía / detrás de la sombra de su ala» (Eliodoro Puche)—, melodramáticos —«la ciudad lanza un suspiro» (Eugenio Montes)—, o que incluso presienten el surrealismo —«la ciudad viaja sobre los ómnibus» (Rafael Cansinos Assens).
La imagen osada, cercana al automatismo, es habitual en el urbanismo ultraísta: «ciudad de hojas caducas / como mujer en rústica» (Larrea): o: «las ciudades caían de los árboles» (Rivas). Tampoco le es ajena a la ciudad de Ultra sus proyecciones fantásticas. Así: «la ciudad vertiginosa gira / en el centro de los planetas» (Cansinos). Pero tal vez la imágenes más felices son aquellas en las que participa el yo distante y objetivo, propio de la vanguardia: «ahora, en invierno, vestiré / el gran gabán de la ciudad» (Cansinos); o: «en mi bolsillo / se me ha extraviado la ciudad» (Gerardo Diego).
Esta gradación es artificio de erudito, pues en los textos los diferentes tipos de imagen se producen sin ese orden jerárquico, en simultaneidad, y aun en voluntario caos. Hay un poema de Pedro Garfias que resume bien la poética urbana ultraísta:

CIUDAD
Los faroles levantan su voz trémula
al cielo despeinado
...............................Ciudad
Ciudad ardida como un sueño
El corazón del bar canta como un jilguero
Y húmedos de silencio
...............................mis ojos
....................................saltan entre los vasos
La noche gime extraviada

Los «faroles» personificados —que recuerdan el «Madrigal de los faroles» que compuso Gerardo Diego como claro ejemplo de esa simbiosis extraña entre tradición y modernidad que le caracterizó, tanto a él como al movimiento Ultra; por ejemplo, Montes escribe: «brotan amapolas de los faroles»—, la «ciudad» nombrada por su genérico, la comparación de los «jilgueros» que testifican la pervivencia de un léxico poético tradicional, la primera persona de «mis ojos» con aire de lirismo objetivo, y finalmente «la noche», tiempo predilecto de los ultraístas, herencia tal vez de las ensoñaciones bohemias del fin de siglo. Al emblemático poema de Garfias podrían sumarse algunos textos más, igualmente representativos de la idealidad urbana de Ultra: «Carnaval» de Gerardo Diego, «Conjunción abismo» de Lasso de la Vega, «Cosmopolitano» de Larrea... Todos se caracterizan por la yuxtaposición de imágenes, por las ráfagas verbales invertebradas que parecen querer proporcionar una idea disparatada, caótica, irracional y heterogénea de las urbes modernas.
Esta percepción se remonta al origen mismo de la ciudad post-industrial y cosmopolita; Henry James, por poner un ejemplo clásico, ya había apuntado que «uno no tiene la posibilidad de hablar de Londres en conjunto por la sencilla razón de que no hay un conjunto de Londres... Más bien se trata de una suma de muchos conjuntos». El Londres de James es también cualquier gran ciudad. La noción de la heterogeneidad urbana, cuyas raíces se pueden buscar incluso en la época medieval —el cronista Fernão Lopes ya hablaba de Lisboa como una ciudad de «muitas e desvairadas gentes», ha cristalizado en la definición clásica de ciudad: «un asentamiento relativamente grande, denso y permanente de individuos socialmente heterogéneos», acuñada por el archicitado Louis Wirth en su célebre artículo de 1938, «El urbanismo como forma de vida».
En suma, esta heterogeneidad intrínseca a la ciudad parece el blanco de una poética ultraísta, aunque, a diferencia de la formulación sociológica, se refiere sobre todo a la inasible heterogeneidad de los objetos, entre los que el poeta, desde la ciudad y desposeído de la personalidad subjetiva romántica, se muestra como un objeto más.

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