6. El poeta A PESAR DE la ciudad: Dámaso Alonso

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En noviembre de 1968 Jorge Guillén saluda la aparición de un libro de su amigo Rafael Alberti, desde la misma Roma que acoge el exilio de éste y asoma en el título celebrado, con un soneto blanco, «Corridas de gentes». El primer cuarteto del poema —publicado dos años más tarde en un homenaje universitario a otro amigo, Dámaso Alonso— ya da el tono del poema:

Roma, París, quizás en todas partes...
Hemos, pues, asediados por los coches,
Los coches de presuntos asesinos
Que buscan su botín de transeúntes.


Tono que puede señalarse como emblemático de cierta opinión adversa a la vida de ciudad que ha favorecido la impresión general del 27 como una generación antiurbana.
En un artículo de 1949, al comentar Dámaso Alonso algunos errores léxicos de Francisco Villaespesa y del primer Antonio Machado, desliza una muy poco velada crítica a la sensibilidad urbana: «Pero la verdad es que nosotros, habitantes de las ciudades —tan orgullosos como estúpidos—, nos entusiasmamos con la burda hojalatería de un automóvil americano, y hemos olvidado la belleza y la sabiduría (madurada en lentísimas eras) de esta nutricia y verdadera raigambre».
Se podría continuar la suma de citas contrarias a la idea contemporánea de ciudad, aunque quizá añadieran tan sólo una más granada casuística de ese gesto antiurbano del 27, que suele interpretarse antes como una concepción que como un mero parecer.
Si bien es verdad que la ciudad no ha sido nunca uno de los temas determinantes del 27, también lo es que resulta a priori incomprensible su esfuerzo de modernidad y vanguardia sin una poética de la ciudad que trascienda esas opiniones desfavorables a la vida urbana actual. Y en efecto, desde algunos poemas de Cántico hasta Roma, peligro para caminantes, desde Poeta en Nueva York hasta Hijos de la ira, por citar únicamente los títulos más evidentes, esa poética de la urbe completa, orgánica, existe latente en muchos temas, desarrollos y modos expresivos del 27. Aquí se tratará de descubrir la imagen urbana que dibujan los poemas de Dámaso Alonso.

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El primer libro de Dámaso Alonso, Poemas puros. Poemillas de la ciudad (1921), presenta, en su mismo enunciado, un cariz oximorónico: «poesía pura» frente a «poesía de la ciudad», que la tradición baudelairiana se había empeñado en anegar con las mayores impurezas temáticas y expresivas. La lectura de los textos, sin embargo, disuelve pronto la paradoja, pues el carácter juanramoniano del conjunto, señalado ya ampliamente por la crítica, matiza tanto su impureza como su presumible oscuridad urbana. Este juanramonismo formal le aleja, precisamente, tanto de la turbia Ciudad del Mal de los bohemios modernistas, o sus exaltaciones épicas a lo Eduardo Marquina —en Canciones del momento, odas de la ciudad y horas trágicas (1910)— o más tarde a lo Tomás Morales —en «Poema de la Ciudad Comercial»—, como de la más inmediata yuxtaposición objetual e imaginativa de los ultraístas; en él cala, sin embargo, una incipiente concepción urbana que, por encima de la tópica al uso, arraiga en su propia experiencia lírica.
El primer concepto urbano que se identifica en Poemas puros. Poemillas de la ciudad es justamente aquél donde deben echar raíces las razones de una poética que quiera asumir la ciudad: la visión primigenia; o para decirlo con una acertada expresión de Henry James, «el rincón feliz» («The jolly corner»): «[...] había cedido al deseo de volver a ver la casa que tenía en el rincón feliz (como solía llamarlo cariñosamente) donde viera la luz por primera vez, donde varios miembros de su familia vivieron y murieron, donde había pasado las vacaciones de su infancia (el curso escolar siempre duraba demasiado) y recogido las pocas flores sociales de su adolescencia sin calor.
Si se prescinde de la anécdota que vertebra el relato, la definición de James parece adecuada para formular el vínculo emocional que une a un individuo con un espacio cualquiera en el planeta, y aun en el universo. Espacio emotivo que tiene, para Dámaso Alonso, el nombre de un barrio de Madrid:

Desde Chanmartín de la Rosa, un mínimo ciudadano de la gran Vía Láctea,
abre su balcón y se asoma al Cosmos, y grita...

Un texto de Poemillas de la ciudad, el titulado «Calle del arrabal», incluye en su primera estrofa las razones líticas de un rincón feliz del cosmos:

Se me quedó en lo hondo
una visión tan clara,
que tengo que entornar los ojos cuando
pretendo recordarla

Y a continuación lo describe mediante algunos trazos realista que no ocultan su vocación connotativa:

A un lado, hay un calvero de solares;
enfrente, están las casas alineadas,
porque esperan que de un momento a otro
la Primavera pasará.
Las sábanas,
aún goteantes, penden de todas las ventanas.
El viento juega con el sol en ellas
y ellas ríen del juego y de la gracia.
Y hay las niñas bonitas
que se peinan al aire libre.
Cantan
los chicos de una escuela la lección.
Las once dan.
Por el arroyo pasa
un viejo cojitranco
que empuja su carrito de naranjas

La visión evoca una estampa urbana (el calvero, las casas, la ropa tendida, la escuela, las niñas...) que presagia a su vez la llegada de la «Primavera». Es, pues, una visión situada en un tiempo naciente, optimista, como de hecho corresponde al recuerdo del rincón feliz.
La estampa urbana positiva, teñida por la pureza juanramoniana, se repite en otros momentos del libro inicial; así el poema «El paseo» empieza con una delicada descripción auroral:

¡Los bonitos
juegos de la luz d la calle!
Las palomas que vuelan,
las ventanas que se abren.

También el poema «País» concluye, en el mismo tono, provocando una asociación simbólica, que el optimismo aconseja, con el sentimiento amoroso:

la ciudad, de tan lejos presentida,
donde estará mi blanca prometida
esperándome siempre a al ventana.


O incluso se insinúa una identidad, muy bella como imagen, entre amada y ciudad, que apunta otra vía de acceso —a través de la experiencia amorosa— al rincón feliz: «Esta avenida larga / se te parece».

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El encanto primaveral y adolescente que se ha subrayado en «Calle del arrabal» contrasta con el esfuerzo realizado por la crítica para emparentar el primer libro de Dámaso Alonso con su obra posterior. Poemas puros. Poemillas de la ciudad no permanece ajeno al angustioso desgarro que en el poeta produce «el conflicto entre una visión idealizada de la vida y otra visión ásperamente realista, por decirlo con palabras de Andrew Debicki. La luz naciente que había matizado con su optimismo el recuerdo de la visión primera de la ciudad (avisada tal vez por la aspereza con que concluye la imagen: «Por el arroyo pasa / un viejo cojitranco...», se oscurece pronto; efímera luz que presagia la noche existencial que va a amparar —más adecuado sería decir desamparar— los libros posteriores de Dámaso Alonso.
La sección Poemillas de la ciudad se cierra con un texto intencionadamente titulado «Crepúsculo»:

La noche, monstruo negro, tiene abiertas
sus tremebundas fauces, para
devorar la ciudad multitornátil
que aún de un último sol está dorada.

Y la ciudad no sabe. La ciudad
extática
se mira en una estrella prematura.

Penden al aire las banderas áureas;
un polvoriento batallón retorna
tocando la charanga;
y en los bancos en flor de la glorieta
hay dúos y romanzas
sin palabras.

Y la ciudad no sabe
—¡Ay, la ciudad
extática!—

Y están abiertas ya las fauces negras
que habrán de devorarla.

Este poema adelanta, en efecto, la grisura y aun monstruosa negritud que impregnará su obra de posguerra; pero está todavía tamizado por la luz diurna que alumbraba el conjunto —la visión— inicial. La ciudad, «por el último sol dorada», contempla «extática» la idílica estampa de la música («la charanga») y los besos («romanzas / sin palabras»), ausente a su destino. Porque lo que va a ocurrir está expresado en un rotundo futuro, «las fauces negras / que habrán de devorarla». «Crepúsculo» es el punto de inflexión entre la adolescencia ingenua y la aspereza real, entre la ciudad como símbolo naciente y la ciudad como evidencia de la angustia; en suma, entre la vida el fin mortal.
La clave metafórica de «Crepúsculo» es decisiva para definir un segundo concepto básico en una poética urbana. La «noche», con su negra monstruosidad y sus fauces devoradoras, y la «ciudad», con sus luces ponientes y su sosiego, son los dos polos metafóricos que vertebran el poema. La primera, extraordinariamente fértil en la poesía de Dámaso Alonso, puede ser interpretada como metáfora de la condición mortal. La segunda, objeto de la acción devastadora de la muerte, ha de poseer, lógicamente, un valor metafórico de análogo rango, para que el enfrentamiento de ambas produzca una emoción verdadera. Así, pues, la «ciudad», alberga la connotación de cuanto posee vida. Ahora bien, la reunión simbólica de «ciudad» y vida ofrece un rasgo novedoso. La tradición poética había privilegiado la naturaleza como fuente principal de referentes metafóricos. Es más, el idealismo incluso había consagrado la naturaleza como el libro donde todos los símbolos podían ser leídos, frente a la artificiosidad y el pragmatismo de la ciudad, incapaz de suscitar una visión poética. En la ruptura implícita de este esquema y la consiguiente identidad entre naturaleza y ciudad se fundamenta el segundo baluarte de una verdadera poética urbana.

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«¿De modo que aquí viene la gente para vivir? Yo creería más bien que aquí se muriera». Con esta cruda aseveración inicia Rainer Maria Rilke las cuadernos donde narra su experiencia urbana. París («aquí»), con sus hospitales y sus moribundos en plena calle, propicia una reflexión sobre la muerte que le conduce hasta sus propios recuerdos, temores y angustias. Hijos de la ira (1944) empieza con un verso de no menor crudeza: «Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres». «Insomnio», cuyo primer verso se acaba de anotar, participa de la concepción poética que otorga a la ciudad un valor simbólico análogo al que poseía la naturaleza en la tradición; pero aporta además un nuevo dato que aparecía intuido en «Crepúsculo» y tal vez levemente apuntado en los tres versos finales de «Calle del arrabal». Cuando cae la noche sobre la ciudad, nos dice Charles Baudelaire en el poema «Recueillement», a unos les alcanza el descanso de su jornada diurna, pero a otro les asalta le souci (la inquietud, la zozobra). Baudelaire, Rilke y Dámaso Alonso pertenecen a esta estirpe de poetas. Con sus obras han fundado una mítica Ciudad del Dolor. Han contemplado incluso la ciudad como el lugar de la muerte; su desasosiego, angustia y desamparo ha impregnado una visión contemporánea de la vida urbana, quizá la que simbólicamente se haya afirmado con mayor vigor, y que irradia desde poemas como «Mujer con alcuza»:

Sí, estamos equivocados.
Esta mujer no avanza por la acera
de esta ciudad,
esta mujer va por un campo yerto,
entre zanjas abiertas, zanjas antiguas, zanjas recientes
y tristes caballones,
de humana dimensión, de tierra removida,
de tierra
que ya no cabe en el hoy de donde se sacó.

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