II



Una vez enunciadas esas dos o tres apreciaciones previas se pueden añadir ahora algunas reflexiones, dispersas y fragmentarias, que puedan señalar la vía que han de tomar los asedios que traten de relacionar una obra poética —la de Fernando Pessoa— y una ciudad —Lisboa—, siguiendo el rastro de algunas palabras ya irremediablemente urbanas.

1. Naturaleza
En un artículo publicado en EL PAÍS en diciembre de 1996, el profesor de filosofía Manuel Cruz afirmaba que «la ciudad es la nueva naturaleza. La antigua naturaleza es ya sólo prehistoria, algo que conviene que conservemos por razones a medio camino entre la melancolía y la supervivencia. Ya no es —la naturaleza— el exterior que rodea los espacios humanizados —las ciudades—, sino a la inversa». Hace algunos años, en un seminario realizado en Sitges, el poeta barcelonés Jaime Gil de Biedma inició su intervención con una espléndida paradoja que parece desarrollar ahora el artículo de Manuel Cruz: «La ciudad —dijo Gil de Biedma— es el hábitat natural del hombre moderno». Y esta idea inaugural del discurso sobre la ciudad aparece ya apuntada en uno de los versos de Álvaro de Campos: aquél que afirma rotundo: «Porque la ciudad es Naturaleza». El arte, en su formulación romántica, había tratado de transformar la naturaleza en pensamiento, es decir, en expresión de las ideas del yo. ¿Y la ciudad, esa nueva naturaleza —cabe preguntar ahora ante el verso de Álvaro de Campos—, también es susceptible de transformarse en un pensamiento que subraye la expresión del sujeto?
Ante esta cuestión existen dos respuestas contemporáneas que poseen un valor paradigmático. La primera se refiere precisamente a Lisboa. El poeta José Ángel Valente escribió hace unos años un artículo donde recordaba que la primera vez que visitó la ciudad de Pessoa se dijo, literalmente, «has estado siempre». La idea parece atractiva y resulta útil para pensar otros aspectos de nuestra vida, por ejemplo, la primera vez que besamos a alguien, ¿es como si la hubiéramos besado ya antes?
La segunda respuesta la proporciona Jonh Berger, cuando describe al campesino que llega a la gran ciudad. Todo le sorprende y todo le estimula. «Todo —explica Berger— subraya la incredulidad de la frase estoy aquí». Es decir, interpretándolo, la ciudad convierte la experiencia de su reconocimiento en una experiencia conflictiva, crítica, en una experiencia de otredad.
La primera actitud subraya, a mi juicio, la personalidad del sujeto y su disposición a elaborar visiones ideales con que conocer la realidad (Lisboa, la ciudad donde ya estuvo antes de estar) lejos de la realidad misma. Es ésta una actitud romántica.
La segunda dispersa la personalidad del sujeto en el objeto, es decir, lo despersonaliza, hace que se sienta otro, que la nueva experiencia lejos de subrayar la personalidad inicial, la deteriore, cree en ella un conflicto, una crisis, una sensación de vivir una vida distinta, otra vida. Ésta es una clara postura de vanguardia.
¿He estado siempre aquí, o subrayo la incredulidad de la frase estoy aquí? Obsérvese lo que opina Luis Cernuda. En «La llegada», uno de los poemas en prosa que forman Ocnos, Cernuda cuenta la primera visión que tuvo de Nueva York desde el barco donde viajaba: «Ya estaba allí: la línea de rascacielos sobre el mar... la cresta de los edificios contra el cielo... Cuántas veces lo había visto en el cine. Pero ahora eran la costa y la ciudad reales las que aparecían ante ti; sin embargo, qué aire de irrealidad tenían. ¿Eras tú quien estaba allí?»
«¿Eras tú quien estaba allí?»: Cernuda aclara la respuesta. Él, como Valente, había conocido la ciudad antes de conocerla, pero en el instante de encarar la línea de rascacielos se sintió igual que el campesino de Berger, preguntándose por la veracidad de su propia existencia al reconocer la ciudad. La ciudad —ese hábitat natural del hombre moderno, ese rotundo «es naturaleza»— en el instante de reconocerla, disgrega nuestra percepción, nuestra personalidad, nos despersonaliza, nos sitúa —como apunta un verso de Álvaro de Campos— «en otra calle, en otra ciudad y yo era otro». La experiencia de la otredad es, para Pessoa, una condición de la poética del hombre de su tiempo.

2.- Transeúntes
Las figuras que circulan por la ciudad en general la encarnan por metonimia y entran en nuestra vida sólo de la mano de la propia ciudad: «En la casualidad de la calle, la casualidad de la muchacha rubia» (así empieza un poema de Álvaro de Campos). Estas figuras que pasan anónimas y fugaces a veces, sin embargo, son capaces de dejar en nuestra vida una huella que ha de pervivir para siempre. A veces, estas figuras que pasan anónimas y fugaces son capaces de desencadenar en nuestra vida la pasión más desbordada, el amor más terrible y aun la crisis más acentuada de la propia existencia. En ocasiones no es más que una cuestión de un instante, el tiempo necesario para que un transeúnte nos mire y nosotros al devolverle la mirada descubramos el sentido más profundo de la pasión, o de la soledad o de la angustia.
Al amor dedica Platón uno de sus diálogos más célebres, El Banquete, donde Sócrates, que interive al final, construye su reflexión desenmascarando al retórico Agotón, el poeta. Platón siempre andaba peleándose con los poetas, con los malos poetas. Ese fue su problema. Antes de que Agatón y Sócrates se apropien del debate, Platón deja intervenir a cuatro voces incautas: un joven, un viejo, un médico y un cómico, que es Aristófanes. Sus exposiciones parecen interesarle poco al filósofo, pero de hecho, en esos pensamientos marginales con frecuencia se descubre cosas interesantes. Recordemos, por ejemplo, lo que cuenta Aristófanes en la noche del banquete. Según el cómico las personas en su origen fueron redondas y dobles, y pertenecieron a una de estas tres especies según su sexo: hombres, mujeres y andróginos. Esta constitución, sin embargo, complacía poco a Zeus, quien decidió dividirlas en dos partes simétricas. Consumada la división «cada mitad trató de encontrar aquella de la que había sido separada y cuando se encontraban se abrazaban y unían con tal ardor en su deseo de volver a la primitiva unidad, que padecían de hambre sin la otra»; esto escribe Platón por boca de Aristófanes, y concluye: «De ahí procede el amor que naturalmente sentimos los unos por los otros, que nos vuelve a nuestra primitiva naturaleza y hace todo para reunir las dos mitades y restablecernos la antigua perfección».
La nostalgia de la «antigua perfección» sugiere la existencia de un lugar, de composición fragmentaria, donde los individuos añoren un origen perfecto. ¿En la historia habrá existido un lugar así? ¿Qué concepto social compartirá parentesco con esa separación primigenia y traumática?
«Emigrar —escribe John Berger— siempre será desmantelar el centro del mundo y, consecuentemente, trasladarse a otro perdido, desorientado, formado de fragmentos». Y ese lugar que reúne los centros del mundo desmantelados no puede ser otro que la metrópoli, esa entidad que no suma nacimientos sino que multiplica emigrantes.
Si en la ciudad moderna se constata la división original y forzada de la persona, sea por emigración directa o simbólica, necesariamente la ciudad será también el ámbito donde lo fragmentario anhele recobrar la unidad perdida. De hecho, esta idea de la urbe como el lugar donde de súbito es posible recuperar la «antigua perfección» al reconocer, en una tumultuosa calle, la verdadera mitad desconocida no le es en absoluto ajena, por ejemplo, a Charles Baudelaire. Ni a Walt Whitman.
Baudelaire fue el primero en convertir la ciudad moderna en tema de la poesía lírica —tal como explica Benjamin—. Y uno de los tópicos de ese nuevo tema que más fortuna ha tenido es precisamente éste: el repentino reconocimiento, en mitad de la barahúnda, del amor verdadero.
Su soneto «A une passante» inaugura un tema poético cuya fortuna no ha cesado aún de prodigarse. Una calle atronadora y de súbito pasa una dama, de luto, alta, elegante. Al verla, el poeta cree beber, en su mirada, el lívido cielo donde nacen los huracanes. La belleza de la desconocida le devuelve la vida como los relámpagos la luz en mitad de la noche. Las dos figuras se cruzan en direcciones opuestas sin que tal vez el tiempo logre reunirlas nunca más: «tú a quien yo hubiese amado, tú que bien lo sabías». ¿No suena aquí el eco lejano de aquella peregrina teoría de Aristófanes?
Donde la trama mítica imaginada por el cómico griego suena debajo, con una literalidad asombrosa, es en un poema de Walt Whitman con un título semejante al anterior: «A un desconocido»: «¡Desconocido que pasas! No sabes con cuánto ardor te contemplo, / debes ser el que busco (esto me viene como en sueños), / seguramente he vivido contigo en alguna parte una vida de gozo /... / tú creciste conmigo, fuiste un muchacho conmigo o una muchacha conmigo / he comido contigo y he dormido contigo, tu cuerpo ha dejado de ser sólo tuyo y ha impedido que mi cuerpo sea sólo mío /.../ debo esperar, no dudo que te encontraré otra vez, / debo cuidar de no perderte».
Baudelaire y Whitman, ambos maestros de Pessoa, han convertido un mero encuentro casual en una reflexión lírica trascendente, sea sobre lo eterno o sobre la soledad. La ciudad es un universo de sentimientos ficticios que ocultan verdaderos sentimientos.

3.- Memoria
La memoria de la ciudad, el modo de percibir el espacio urbano es una de las cuestiones más apasionantes de cuantos temas afectan a la ciudad. Álvaro de Campos habla de un «recuerdo intransigente» que enlaza directamente con el fluir de conciencia de Bergson o el monólogo interior de Joyce, experiencias todas ellas próximas entre sí e igualmente vinculadas de raíz a la ciudad.
Sobre la manera cómo percibimos la ciudad Álvaro de Campos escribió algunos versos sorprendentes, y más sorprendentes cuanto más crecen las ciudades y más cosas sabemos de la vida en ellas.
Un poema emblemático del vínculo entre Lisboa y Álvaro de Campos es aquel en que repite el estribillo por tres veces como marca inequívoca de una obsesión: «Lisboa con sus casas / de varios colores, / Lisboa con sus casas / de varios colores, / Lisboa con sus casas / de varios colores. / De tan diferente, esto es monótono. / Como de tanto sentir, ya sólo pienso.»
Desde los primeros estudios teóricos sobre la vida en la ciudad moderna, emprendidos por la Escuela de Chicago, la heterogeneidad («De tan diferente...») y su multiplicación («vários...», «vários...», «vários...») han sido señalados como dos de sus elementos esenciales; puesto que una ciudad es, según la clásica definición de Louis Wirth, «un asentamiento relativamente grande, denso y permanente, de individuos socialmente heterogéneos».
La experiencia de lo diferente y discontinuo, pero también, y en consecuencia, de lo desordenado y centrífugo, provoca, según Álvaro de Campos, monotonía. Y esta monotonía presenta dos importantes efectos simultáneos: el predominio de la razón sobre el sentimiento y el declive de la imaginación, cuyo campo se cercena hasta abarcar únicamente los límites exactos de la ciudad y su heterogeneidad reiterada.
Los sucesores de la escuela de Chicago en nuestros días, teóricos de una disciplina tan múltiple y complicada como el objeto que estudia, tratan como fenómenos sociales algunas de las ideas que circulan por este ingenuo y fundamental poema. Richard Sennet ha mostrado en La conciencia del ojo (1990) cómo, en efecto, la diferencia desemboca irreversiblemente en monotonía. «Un paseo por Nueva York —explica Sennet— revela, al contrario [de adoptar los colores de su entorno], que la diferencia de los otros y la indiferencia para con los otros están relacionadas, ya que forman una desdichada pareja. El ojo detecta diferencias ante las cuales reacciona con indiferencia».
El predomino de lo racional —aun en lo aparentemente desbocado— y la pérdida de imaginación y fantasía auténticas, y también de experiencia, como efecto empobrecedor de la vida urbana, invade como una epidemia las ciudades modernas y sobre todo las relaciones sociales.
Claro que Pessoa no podía pensar en los asuntos concretos que aquí se han mencionado, ni Lisboa es, desde luego, Nueva York; pero lo sorprendente del poema es que el discurso que hoy se elabora sobre la vida en la ciudad aparecía apuntado ya en esos premonitorios versos de Álvaro de Campos.

4.- Fragmentos
En 1928 se publica en Berlín un volumen de pocas páginas que contiene un extraño pórtico donde se lee, no se sabe muy bien si con letras doradas sobre una placa de mármol o con garabatos pintados sobre una tapia: «Esta calle se llama Calle Asja Lacis, nombre de aquella que como ingeniero la abrió en el autor». El librito está compuesto por un conjunto de textos breves y dispares donde se mezclan descripciones, reflexiones, aforismos; donde se reúne la erudición, el recuerdo, la crítica, la filosofía, la sociología, la memoria... Igual que en una calle la barbería está junto al almacén de especies y al costado de la oficina municipal, en cuyo atrio pudieran cruzarse la extranjera fugaz, la madre distraída con el niño travieso o el ingeniero. El librito llevaba por título —en su edición española— Dirección única y el enamorado de Asja Lacis era Walter Benjamin.
En fechas sorprendentemente próximas Benjamin y Pessoa buscan entre los cascotes de la «totalidad» hecha pedazos un resquicio para la filosofía aún posible o para la poética del averiado presente. En los extremos de la cultura europea, a ambos les orienta una misma ceguera, la pérdida de la visión globalizadora y céntrica, y también una misma metáfora: la visión fragmentada que la experiencia de la ciudad moderna les ofrece, esas miradas tan intensas como efímeras. Benjamin, amparándose en las dos certidumbres, rastrea en lo fragmentario un método distinto para la filosofía. Pessoa reúne los fragmentos de la personalidad desgajada en la creación de los heterónimos.
Hay en los poema de Álvaro de Campos una palabra esencial, la angustia: «Grandes mágoas de todas as coisas serem bocados...» —es decir— «El gran sufrimiento de que todas las cosas sean pedazos... Camino sin final...». Angustia que se convierte en condición: «Esta velha angústia, / esta angústia que trago há séculos em mim» («esta vieja angustia / que habita mi usual hipocondría» se podría traducir, en versión libre, con dos versos de Antonio Machado). Porque sólo desde el sufrimiento y la angustia por el «final» y por el sentido ausentes se comprende el insólito valor que cobra lo despreciable y espurio, el fragmento, como única realidad y como tránsito de conocimiento obligado.
Uno de los fragmentos que componen Dirección única defiende una de esas ideas cuyo verdadero alcance nadie, ni siquiera el autor, pudo comprender en el momento de ser publicada. Dice Benjamin: «para los grandes hombres, las obras concluidas tienen menos peso que aquellos fragmentos en los que trabajan a lo largo de toda su vida. Pues la conclusión sólo colma de una incomparable alegría al más débil y disperso, que se siente así devuelto nuevamente a la vida. Para el genio, cualquier censura, no menos que los duros reveses de fortuna o el dulce sueño, se integran en la asidua laboriosidad de su taller, cuyo círculo mágico él delimita en el fragmento.»
Pero hay algo que es necesario añadir: hasta 1982 exactamente nadie pudo comprender en su plenitud esas tres o cuatro cosas que dice el texto de Benjamin, por la sencilla razón de que hasta 1982 se desconocían esos fragmentos en los que Benjamin y Pessoa habían trabajado a lo largo de toda su vida integrando reveses o sueños en la asidua laboriosidad de su taller y en torno al círculo mágico del fragmento.
En 1982, la edición póstuma —recuérdese de paso que ambos murieron en los años 30 del siglo XX— de los dos libros de toda una vida, incompletos por concepción, caóticos y desesperados, angustiosamente fragmentarios, uno de Walter Benjamin, Das Passagen-Werk («Libro de los Pasajes»), y el otro de Fernando Pessoa, Livro do Desassossego, otorgó al fragmento de 1928 y a los poemas del ingeniero una hondura y una capacidad de vaticinio insospechadas y terribles. Tanto como necesarios han sido desde entonces esos dos libros para entender nuestro tiempo y nuestro entorno, la ciudad.

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