11. El poeta SIN la ciudad: Luis Feria

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La conciencia poética y el protagonismo de la ciudad son elementos esenciales en la formación de la identidad de la poesía canaria moderna —tal como ha subrayado la crítica con frecuencia— al mismo nivel que la sublimación del mar y del paisaje. De hecho, el gran poeta inaugural, Tomás Morales (1885-1921) escribió dos secciones paralelas en Las rosas de Hércules que al cabo han formado un paradigma temático que irradia sobre toda la poesía canaria posterior: «Oda al Atlántico» y «Poemas de la ciudad comercial»; es decir, el mar —la naturaleza— y la vida de ciudad. Un mar atávico, mítico, misterioso, infinito y onírico; y una ciudad portuaria, cosmopolita, laboriosa, con multitudes y ajetreo. En las primeras décadas del siglo ambos polos no se sentían como opuestos; no sólo Morales, sino todos los poetas de su época transitaron entre uno y otro tema. Francisco Izquierdo (1886-1971), por ejemplo, tiene una serie de magníficos sonetos en la que el texto de cada uno recorre el camino que va desde un detalle concreto y urbano hasta la evocación abstracta del mar, o viceversa. Las generaciones posteriores dividirán este paradigma poético —el mar que trasciende y la vida urbana— en dos modos estilísticos irreconciliables.
La obra poética de Luis Feria (1927-1998), se puede afirmar con rotundidad pese a las salvedades que aquí se van a comentar, no habla en absoluto de ese elemento consustancial a la identidad de la poesía canaria que es la ciudad moderna. La ciudad es el gran ausente de la poesía de Luis Feria; en primer lugar porque el ámbito elegido por el autor para desarrollar su obra es exactamente el opuesto: la vida solariega, tradicional, casi se podría incluso hablar de la vida rural. En el paradigma que ha legado de Tomás Morales apenas hay lugar para la vida aldeana, pero sí se refleja en su obra. Los cuatro primeros poemas de la primera sección de Las rosas de Hércules, titulada «Vacaciones sentimentales», evocan «la paz encantada del viejo caserío» y «el breve rincón de un pueblecillo» durante las vacaciones escolares. Lo significativo del diálogo que la poesía de Feria establece con los paradigmas inaugurales de la poesía moraliana es que no sigue los modelos que se han consolidado —el mar abstracto y la ciudad concreta, básicamente—, sino que lo hace a través de un elemento —la vida aldeana— que ha quedado al margen de la lectura que la posteridad ha hecho de Morales.
La vida solariega en Luis Feria pasa de la mera anécdota en Morales a formar un verdadero paradigma poético que tiene una triple dimensión: una simbólica —la casa y la riqueza material y animada que acoge—, otra mítica —la infancia— y una tercera metapoética —las palabras, su origen y su dicción—. Luis Feria es uno de los mejores intérpretes que ha tenido la vida solariega en la poesía contemporánea; título que acaso deba llevar implícito el descrédito y el desprecio de la ciudad.
Muy pocos son los vestigios urbanos que están presentes en la obra poética de Luis Feria; el hecho de que sean tan escasos los convierte, sin embargo, en elementos significativos de un actitud poética que se advierte implícita. En la primera época, que trazan los dos primeros libros mayores, Conciencia (1962) y Fábulas de octubre (1965) —cuarenta y siete poemas en conjunto—, sólo cuatro textos reflejan motivos de ciudad. El poema «Niño atropellado» remite a una escena urbana por la mínima descripción que se hace del suceso: «A la gota de sangre que olvidaron limpiar / abre su asfalto [el de la calle en silencio], filtra bajo tierra». Esta gota, que se «integra para siempre a la raíz del mundo», le interroga sobre su sentido. La ciudad aparece aquí como una negación: es el ámbito de la injusticia existencial. Y situado entre los primeros poemas del libro, y de la obra, tiene un valor enfático: lo que resulta atropellado en la ciudad no sólo es el niño, sino sobre todo su infancia, o más específico de Feria, su infancia rural, la esencia de su poesía. La ciudad sería quien atropella simbólicamente la infancia rústica que todo niño merece; en sí misma, la ciudad es un atropello. De un episodio como este puede surgir el miedo genérico a la gran ciudad, que no está presente en los poemas, pero sí en los cuentos escritos en la misma época. «El encuentro», publicado en 1965, narra la relación entre un niño y una prostituta. En la mujer, el chaval busca el amigo y la seguridad que no tiene: «Puede que también sintiera miedo de no tener amigos, de vivir en una ciudad grande» —se dice el chico mirándola— y más adelante, cuando se han despedido: «Se sintió solo otra vez, como si la noche y la ciudad le fueran ajenas». Este es exactamente el papel que la ciudad cumple en la poesía de Feria: lo ajeno; de ahí su ausencia. «La espera», posiblemente uno de los mejores poemas del realismo social, presenta en la primera parte una descripción urbana: charcos, fábrica, calles... lugares agrestes y ajenos por donde camina la mujer «a solas con dos vidas» en dirección a la casa, el lugar propio donde «Sólo la luz del hijo iluminaba el cuarto».
El poema «Último diálogo» evoca una visita del autor a los lugares de su infancia, donde encuentra «la casa, derruida», y en la descripción de las ruinas incluye una razón: «Donde estuvo / el crédulo molino girador, / … / están depositando materiales innobles, / arena y alquitrán de otros parajes, / seres extraños para tus paredes / hechas no más de paternales cuidos». Esta velada mención al crecimiento de la ciudad sobre lo que fue mundo rústico en su infancia tiene un sentido más profundo que el mero lamento antiurbano. En la poesía de Feria la materia comparte protagonismo con el sujeto, que dialoga cara a cara con ella. Los «materiales innobles» lo son, sobre todo, por su condición de ser ajenos a la casa y a la infancia, fundadoras de la palabra poética.
En este sentido resulta revelador un poema en prosa de Dinde (1983), el que cuenta la vida de «Estebilla», quien «se marchó… a Caracas, ciudad grande y dinámica donde se sentirá perdido». Tras recordar sus gustos en la vida aldeana, imagina que, al escribir a máquina —herramienta urbana por excelencia—, «cuando pulse la hache, le volverán a los ojos alucinados hortensias de su huerto, helechos con luz de amanecer. Y al tocar la a, álamos, aguas ausentes, amapolas, amigos de su isla.» La mente de Estebilla, en su exilio venezolano, imagina Feria que funcionará como su propia poesía, que extrae las palabras del mismo pozo, el recuerdo de la infancia: «De pie siguen castaños, esferas, estaciones, / y las palabras siguen tan bellas como rayos, / ardientes como piedras que concentran el sol.» [«El olvido», Conciencia].
Todos los poemas mencionados hasta el momento participan de una visión negativa de la ciudad que se remonta al romanticismo, y que acentúa el valor no significativo de los signos urbanos, su carácter ajeno a la sensibilidad poética y filosófica. Hay un poema en Fábulas de octubre titulado «Salón “La Taurina”» que se aparta de este modelo antiurbano. Su inicio no deja dudas sobre el carácter ahora positivo de una escena propia de la vida de ciudad: «El metro, a la una y media, / llevaba a “La Taurina”. Atrás / quedaban las monótonas / horas…». La pregunta ahora es: ¿por qué este poema de evocación urbana no está teñido por el distanciamiento de los anteriores? La respuesta, que aparece en la última estrofa, va a resultar esencial para comprender el mecanismo que otorga valor poético en Luis Feria. Leámosla:
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De todo esto hace ya mucho.
Ahora brilla otro rótulo de siniestro neón.
Damas de baja sociedad, tantas amigas mías,
donde quiera que estéis os abrazo y evoco.
Antes de separarnos tomemos otro vino:
salud y suerte por cuanto me disteis.
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La condición lírica de esta escena urbana no depende de un factor argumental o contextual, sino del hecho de que el sujeto considere que forma parte del pasado. La pérdida de una realidad («Ahora brilla otro rótulo…») que sólo permanece en el patrimonio del sujeto le otorga valor poético. La importancia de este hecho es doble: por una parte la condición póstuma de la realidad evocada, y por otra la conciencia del sujeto. La combinación de ambos aspectos funda la primera poética de Luis Feria, que rige durante la etapa de Conciencia y de Fábulas de octubre. El tema nuclear de la obra no va a variar durante casi cuarenta años de escritura, el que se podría denominar con un verso del propio poeta como «tu infancia póstuma» [Clepsidra, 1983], o con un título emblemático: Dinde —palabra que significa «entierro de un niño»—. Tema que Jorge Rodríguez Padrón ha enunciado como «escritura de la niñez», al que Jenaro Talens considera «no un referente sino una condición», mientras que Bruno Mesa habla del «pensamiento de un niño» y Manuel Borrás indica que «rescata la infancia de cada uno de nosotros»; Marifé Santiago recuerda que Feria llamó a la infancia «la gran provincia» y Miguel Casado señala este territorio vital como «el lugar de excelencia de la vida».
La «infancia póstuma» es el tema que vertebra toda la obra, pero a diferencia de otros poetas que varían su repertorio temático sin modificar nunca la concepción formal del poema, Luis Feria varió en cuatro ocasiones, en sus libros mayores y de forma radical, la estrategia estilística con la que abordó su tema vertebrador. En la primera época, tal como se ha observado, la «infancia póstuma» —que implica la vida solariega y el origen de las palabras propias— se recupera a través de un sujeto que de modo explícito rememora los hechos, objetos y personajes de una época perdida. Una segunda manera aparece en Dinde (1983) y Más que el mar (1986) mediante la conversión del tema en materia narrativa, es decir, el sujeto evocador se transforma en el narrador que describe en detalle un mundo. Con Salutaciones (1985), Cuchillo casi flor (1989) y Casa común (1991) la estrategia estilística sufre un nuevo cambio de rumbo: ahora es el poeta quien dialoga e interpela directamente a los elementos de su mundo poético con una clara impronta oral, creando una auténtica dramatización de la infancia. Y finalmente Arras (1996) somete la vivencia perdida a una abstracción reflexiva y despojada.
La ciudad, tal como había quedado planteado en la primera época, va a resultar ajena a esta evolución formal y estilística, dado que el marco temático va a seguir centrado en la vida rural, en la casa, en la infancia y en las palabras que nombran ese mundo. El rechazo a la ciudad, o su caracterización negativa, se intuye implícito en el curso de la obra, salvo en dos ocasiones, dos espléndidos poemas donde aflora de manera explícita la ciudad como contrapunto de un presente frente a los versos. En el poema «Charco» de Cuchillo casi flor se lee:
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La lluvia abandonó el poder;
desde el asfalto sucio nos desprecia.

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Resulta muy interesante, en este período de dramatización de su mundo poético, el reparto de papeles entre sujeto y objeto del desprecio: no es el poeta quien desprecia el charco en el asfalto, sino el charco quien desprecia al poeta. Esta actitud añade un matiz novedoso al rechazo romántica de la ciudad: ahora es ésta quien rechaza la mirada poética.
Y en Arras publica este soberbio poema que condensa cuanto la ciudad ha sido para el poeta Luis Feria:
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Ciudad de la tristeza, dame abrigo;
mejor un mal refugio que el vacío.
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En primer término, estos dos versos extraordinarios justifican cuanto se ha analizado sobre el valor de la ciudad en la poesía de Luis Feria. De hecho, como una suerte de hipertexto, se ha de poner en juego toda la obra poética para explicar su sentido. La ciudad sigue siendo concebida bajo el signo negativo de la tristeza y de lo imperfecto, pero se le exige, ahora, aquello que se le había demandado en el curso de la obra, y siempre, a la vida solariega: «abrigo» y «refugio»; porque ésta, la vida aldeana, rural, tradicional, ámbito de la infancia y de la palabra poética, es ya sólo «vacío». Lo que el poeta constata es la muerte de la infancia póstuma, del valor que la infancia había tenido para la construcción de lo escrito. Y el rescoldo que queda cuando todo se ha venido abajo... es la ciudad, triste y «mal refugio», pero conciencia póstuma de que la vida, el presente —la ciudad— continúa después de las sucesivas muertes que experimenta el sujeto: la del niño cuyo entierro la obra protagoniza y la del poeta que fue enterrándolo durante años en su resurrección mediante la escritura. El no hablar de la ciudad de Luis Feria ha acabado mostrando un aspecto esencial de la poesía urbana: aun donde no se habla de ella, en la poesía contemporánea, la ciudad se agazapa, implícita, como el contrapunto necesario de cuanto la imaginación poética construye para que el tiempo destruya.

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