Mostrando entradas con la etiqueta Jorge Guillén. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Jorge Guillén. Mostrar todas las entradas

1. Poesía y ciudad



El hecho de que la gran transformación urbana sea un fenómeno histórico reciente, junto a la conciencia de que no concierne sólo a quienes lo gestionan, explica el aspecto que en la actualidad presentan los estudios sobre la ciudad: es poco lo que se ha dicho, pero cada día se plantean nuevos asedios desde distintas combinaciones interdisciplinares (urbanistas, geógrafos, historiadores o psicólogos). Y sería conveniente que la crítica literaria no permaneciera ajena a esta tendencia.
Roland Barthes ya avisaba a los geógrafos, en 1971, de la conveniencia de ir a buscar en la tradición literaria los datos necesarios para sus investigaciones: «Lo que tiene más interés no es tanto multiplicar las encuestas o los estudios funcionales de la ciudad, cuanto aumentar las lecturas de la ciudad, de la que, desgraciadamente hasta ahora, sólo los escritores nos han dejado algunos ejemplos». Consejo que coincide con la opinión del geógrafo francés Antoine S. Bailly, autor de un estudio clásico sobre La percepción del espacio urbano (1979), quien reconoce que «mucho antes que el geógrafo o el urbanista, el escritor tuvo la ambición de aprehender la ciudad». Ambas observaciones apuntan hacia la esencia misma de la ciudad, fenómeno que sólo se puede comprender desde el mestizaje del saber. En la misma línea el geógrafo español Horacio Capel se ha atrevido a aconsejar a los geógrafos argentinos, reunidos en congreso, que sobre todo lean a Jorge Luis Borges, en conferencia que recoge el volumen Dibujar el mundo (2001).
Lo que no ha ocurrido, sin embargo, es el consejo de Barthes, Bailly y Capel a la inversa: el que los críticos literarios asuman la condición urbana que aparece en su propio y específico campo de observación. Pueden mencionarse, es cierto, algunos trabajos recientes sobre novela y espacios urbanos, pero en conjunto no remontan un acercamiento al problema meramente empírico. Y cuando algún tratadista intenta mayores vuelos suele conformarse con la luz nebulosa de las generalizaciones, o bien derivar sus análisis —en el mejor de los casos— hacia visiones mucho más amplias o más habituales en la crítica actual (sociológicas, sociales o sencillamente literarias).
Semejante vacío bibliográfico se halla en el vértice conceptual que reúne el ámbito urbano y la tradición poética. Mayor, si cabe, puesto que los cimientos críticos y filosóficos de esta relación, íntima y ya indisoluble, fueron excavados con lucidez en las primeras décadas del siglo XX por Walter Benjamin, sobre todo en su lectura del París decimonónico: «En Baudelaire París se hace por vez primera tema de la poesía lírica». Es decir, desde Les fleurs du mal la ciudad se convierte en tema de la poesía, pero también ésta —«la mirada (alegórica) del alienado»— pasa a formar parte del ser de la ciudad. Y esta doble implicación es la que debe ser desvelada por la crítica allí donde ocurra.
El binomio ciudad y poesía ha de resolver distintos contratiempos históricos y conceptuales: ¿a qué ciudad se hace referencia cuando se utiliza este término: la urbe amurallada, la expansión industrial, la metrópoli, la megalópolis? ¿Qué amplitud se otorga al concepto de ciudad, que es capaz de abarcarlos todos, desde el mero individuo como reflejo urbano (recuérdese la domus pusilla urbs de Alberti) hasta la Ecumenópolis, cuya virtualidad cada día es más patente? ¿Qué grado de autonomía histórica y artística se adscribe a las ciudades en relación con entes de mayor extensión a las que aquellas se vinculan de manera difícilmente divisible: naciones, estados, países...? ¿Cómo organizar, en suma, el laberinto de referencias sobre un único concepto, que nace de observar las ciudades más dispares y distantes? ¿Todas las ciudades son una misma ciudad? Y para no complicar del todo este panorama, se ha de dar por supuesto que existe un acuerdo crítico sobre lo que se considera poesía o sobre qué tradición sea la hegemónica.
A grandes rasgos y atendiendo a esta complejidad conceptual, las relaciones entre «poesía y ciudad» pueden situarse en tres niveles diferentes que indican tres preocupaciones distintas bajo el mismo enunciado.
En el nivel más genérico posible, ciudad equivale a civilización. Sentido éste que percibió con claridad Unamuno: «La civilización en su estricto sentido, en el sentido de hacer a un pueblo civil, ciudadano, dotado de espíritu de ciudad...» Algo semejante, pese al pobre acierto estético, expresan algunos versos de Eduardo Marquina en sus Canciones del momento (1910):

Que antes que piedra y que madera y hierro
la Ciudad era espíritu...

A partir de esta concepción cabría interesarse, en un primer acercamiento, por el debate sobre el papel del poeta en la civilización contemporánea. En la tradición anglosajona, por ejemplo, este asunto se ha convertido en una preocupación central de cualquier poética, pero no se puede afirmar lo mismo sobre la hispánica, que suele agotar el problema con meras anécdotas sociológicas (subvenciones, editoriales, público...).
Si las relaciones entre poesía y ciudad son de doble dirección, en este mismo nivel se ha de plantear una cuestión mucho más fértil e interesante: ¿qué consecuencias ha tenido la ciudad-civilización en la tradición poética? Me atrevería a pensar que tanto ese «espíritu de ciudad» de Unamuno como la propia dinámica urbana a partir de la revolución industrial (algo más tarde en España) no han sido inocuos en la evolución de las formas poéticas. La inflexión del tono lírico, de la grandilocuencia a la casi intimidad, la persecución del coloquialismo, la atención al valor simbólico de minucias y trivialidades de la vida cotidiana, o cierta afición canallesca que germinaron junto a las delicuescencias y sinestesias modernistas no son ajenas al influjo urbano, entendido éste en su sentido más extenso. Dentro del modernismo, una parte de la obra de Manuel Machado, El mal poema (1909) en especial, quizá sea el mejor ejemplo. De la misma época datan las Canciones del momento (subtituladas pomposamente: «Odas de la ciudad y horas trágicas»), de Marquina, aunque su valor literario sea sustancialmente menor.
Después del modernismo, aunque con una intención opuesta, también Dámaso Alonso se propuso integrar en la lírica el sentido lingüístico y de civilización que aportaba la ciudad en un libro extraordinario: Hijos de la ira (1944). La ciudad existencialista del «millón de cadáveres», lo es «(según las últimas estadísticas)». Este libro fecundó además una poética comprometida con las condiciones de «la vida civil» y con una lengua poética que fuera sobre todo «ciudadana».
En un segundo nivel de relación, ciudad equivale a «un asentamiento relativamente grande, denso y permanente, de individuos socialmente heterogéneos», según la definición ya clásica de Louis Wirth. En este capítulo se tratará de analizar no sólo la poesía que asume como tema la vida urbana, sino también las reacciones frente al fenómeno urbano que la literatura haya propiciado, o incluso condicione en la actualidad.
Hay que realizar una importante observación previa: la moderna lírica urbana, de raíz baudelairiana, no es heredera de la poesía de la ciudad antigua. Ésta tenía su propio subgénero, el canto apologético, que era una exaltación externa de la ciudad noble: su fundación, sus héroes, sus murallas, sus maravillas... Aunque hoy siga existiendo una poesía de lugares, a veces más artesanal que artística; al poeta actual le interesa únicamente el aspecto interno, íntimo, de la vivencia urbana. Que no existan vínculos profundos entre la poesía de la ciudad antigua y la propia de la metrópoli no significa, sin embargo, que no se perciban claramente las connotaciones de una y otra. Existe un brevísimo poema del poeta nicaragüense Luis Alberto Cabrales que es capaz de dedicar dos atinados versos a cada una de esas concepciones antagónicas, para quedarse luego con la ciudad, y el ideal amoroso, tradicionales:

Fulgen los rascacielos arropados en niebla.
Un río de muchachas frescas —leche y miel— pasa.
Sueño con una ciudad de tejas rojas
donde una mujer sola como yo sueña.

También en el modernismo se puede rastrear el inicio de esta poética. Villaespesa escribió poemas como el soneto «Toledo», que empieza «Vieja ciudad de hierro...» y concluye refiriéndose explícitamente a aquello que definía la ciudad antigua, su inmutabilidad:

y el águila imperial detendrá el vuelo
sobre la aguja de la catedral.

Pero también escribió un poema como «Nocturno de ciudad», que narra un episodio urbano donde imágenes de anonimato se suceden (niños, madres, moribundos, amantes) para concluir en una escena donde ese anonimato impregna lo más íntimo: el ofrecimiento amoroso, susurrado por «las hijas pálidas del vicio». La herencia de Baudelaire se dibuja nítida, y, junto a ésta, emerge una concepción de la vida de ciudad muy distinta a la que emana del poema dedicado a Toledo.
La primera ciudad que entra en los versos modernos es, por lo tanto, la ciudad marginal: una suerte de arrabal literario donde el poeta se identifica con alcohólicos, ladrones, anarquistas o rameras. En esta ciudad del mal la poesía a veces ampara un mero costumbrismo bohemio (Carrère), pero en otras ocasiones se reconoce un esfuerzo notable por renovar los temas de la poesía lírica.
Más tarde los poetas se centrarán sobre todo en la ciudad deshumanizada de las multitudes y el ruido. O mejor sería decir contra la ciudad deshumanizada. Poeta en Nueva York (1940) es ya un título emblemático, al que se pueden añadir no pocos textos del Cántico de Jorge Guillén, como: «Jardín de en medio», «Además», «A vista de hombre», o «Callejeo». No todos los poemas guillenianos, sin embargo, participan de esa aversión urbana; «Como en la noche mortal» es una espléndida introspección en la vida de ciudad:

Mujeres fugacísimas,
Ráfagas hacia el deseo,
Un ocio vagabundo...
¿Qué es lo que yo no quiero?

La conocida como Generación del 50 fue la primera que se propuso desarrollar una poética de la ciudad, sin complementos detrás ni preposiciones previas. «Los poemas de Ángel González en su primer libro, Áspero mundo, se remiten siempre al Madrid de los últimos cuarenta y primeros cincuenta. La atmósfera, las luces y el sentimiento de vivir en aquellos años y en aquella ciudad parecen haberse condensado en ellos, mucho más que en cualquier descripción directa» (carta de Jaime Gil de Biedma del 20 de octubre de 1988). Los poetas de esta generación fueron quienes más connotaciones desvelaron de la vida interior en la metrópoli.
Un tercer nivel de estudio es el que cohesiona radicalmente el nombre de un poeta al nombre de una ciudad. Pero, ¿es París quien crea la figura de Baudelaire o es Baudelaire quien ha creado una imagen de París? Que las dos opciones sean ciertas es premisa necesaria de aquella doble dirección que se establece entre el poeta y la ciudad. Nadie ha de dudar que cada ciudad tiene un carácter propio que penetra en sus habitantes, pero tampoco negará que vemos y leemos hoy muchas ciudades apegados a los versos de sus poetas. Lisboa sin Cesário Verde y sin Álvaro de Campos no sería la ciudad que es.
Como toda clasificación, ésta no es menos arbitraria que cualquier otra. Su única intención ha sido mostrar esa necesidad que la crítica literaria va a tener, tiene ya, de estudiar el fenómeno urbano para no desentenderse de preocupaciones y hallazgos de los poetas.

5. El poeta CONTRA la ciudad: La Generación del 27



1
La actitud intelectual y artística «contra la ciudad», en la acepción moderna de este término, que para ser más precisos deberíamos nombrar como metrópolis o incluso megápolis, nace como corriente de pensamiento en paralelo a la creación y desarrollo de la gran ciudad en Estados Unidos, tal como han mostrado Morton y Lucía White en su importante estudio sobre El intelectual contra la ciudad (1962).
Desde el siglo XVIII se verifica, a través de los escritos de Benjamin Franklin (1706-1790) y Thomas Jefferson (1743-1826), que allí donde el crecimiento urbano empieza a desbordar los límites de la pequeña comunidad unida es percibido, de una forma meramente intuitiva pero con agria rotundidad, como el lugar donde se acumulan todos los males y todos los pecados: «la vida de ciudad —dice Jefferson en una carta de 1823 citada por los White— ofrece más medios para malgastar el tiempo y también con más frecuencia, y ofrece asimismo los objetos de vicio y vileza más repugnantes. Nueva York, por ejemplo, al igual que Londres, parece ser un albañal de todas las depravaciones de la naturaleza humana».
Esta primera actitud de enfrentamiento a la ciudad, hija del puritanismo, recuerda inmediatamente que el Génesis atribuye a Caín la construcción de la primera ciudad, que compartió nombre con el de su descendencia: «Conoció Caín a su mujer, que concibió y parió a Enoc. Púsose aquél a edificar una ciudad, a la que dio el nombre de Enoc, su hijo» (Génesis 4,17). Caín era un labrador desterrado, y esta figura —antes que una encarnación del mal— cumple otro papel más decisivo en la historia de las ciudades: él fue el primer emigrante que tuvo que abandonar la labranza porque —dice el Génesis (4, 3)— «la ofrenda a Yavé de los frutos de la tierra» no fue del agrado de éste, es decir, en traducción del mito a la ciencia económica, la labranza sumió en la pobreza a Caín. Creo que esta figura del desarraigado como hecho fundador de la ciudad sigue siendo válida a finales del segundo milenio, y para ello baste pensar en los movimientos migratorios que actualmente se producen en el Tercer Mundo y la superpoblación de sus ciudades. Un problema, por cierto, que pocas veces se enuncia.
Regresemos a la concepción de la ciudad como el hábitat del pecado y no alarguemos más la digresión, peligro éste constante que amenaza no sólo a quien habla de las ciudades. En carta a su familia del 21 de octubre del 29 Federico García Lorca reconoce «El otro día tuve al fin mi primera pérdida en la ciudad... Hasta que no pasa esto, no se entera uno de dónde está, de la inmensidad de calles y la agrupación de millones de gentes» (Los subrayados, tan significativos, son de Lorca). Igual ocurre con el discurso de la ciudad, hasta que uno no se pierde en él no se entera de su complejidad y de sus posibilidades.
Este primer ataque a la ciudad norteamericana por los intelectuales del XVIII, intuitivo y plagado de acritud puritana, no resulta tan distante de nuestro contexto como parecen apuntar los datos concretos. Aquellos nostálgicos de sus pequeñas comunidades unidas por la religión experimentaron en la gran ciudad un sentimiento de contrariedad que tal vez sea posible ver reproducido en ámbitos históricos y sociales que nada comparten con el de partida. En su célebre «El silbo de afirmación en la aldea», Miguel Hernández realiza uno de los ataques poéticos más feroces que se han realizado contra la ciudad contemporánea. En este extenso poema, verdadero catálogo de agravios contra la ciudad, hasta en cuatro ocasiones utiliza argumentos paralelos a los leídos antes en la carta de Jefferson. En los versos 34-38 se lee:

Topado por mil senos, embestido
por más de mil peligros, tentaciones,
mecánicas jaurías,
me seguían lujurias y claxones,
deseos y tranvías.

Un poco más adelante, en los versos 49-52, se sigue leyendo, ahora ya con términos menos ambiguos:

Los vicios desdentados, las ancianas
echándose en las camas rosicleres,
infamia de las canas,
y aun buscando sin tuétano placeres.

Los versos 64 y 65 se apoyan en una palabra consustancial a la vida urbana, «velocidad», para darle un contenido semejante al de la carta de Jefferson, enunciado ahora con una rotundidad que anula los matices:

Y miro, y sólo veo
velocidad de vicio y de locura.

Y aún se puede leer un verso más, el 114, donde se insiste en la misma idea: «y es pormayor la vida como el vicio».
Morton y Lucía White señalan en su estudio el miedo como «la reacción más generalizada» de los intelectuales americanos frente a la ciudad. Miguel Hernández lo afirma con clarividencia:

No quiero más ciudad, que me reduce
Su visión, y su mundo me da miedo.

Reducción de la visión y miedo son, por lo tanto, dos primeras consecuencias de una concepción pecaminosa de la ciudad.
Sin olvidar el punto de partida, la ciudad como «un albañal de todas las depravaciones de la naturaleza humana», cabría leer ahora tres versillos de Jorge Guillén dispuestos a quitarle al asunto todo el hierro candente que le habían echado Jefferson y Miguel Hernández. Dicen así:

De noche en la calle espera.
Por dinero da retórica
sexual: mujer de cualquiera.
(«Tréboles», Clamor)

Convertir la depravación y el vicio en mera retórica me parece un acierto de la ironía puramente urbana. Hay otro texto de Clamor, el poema en prosa titulado «Esquina», donde se describe una espera parecida. Pasa un transeúnte. «Hubo diálogo más de ojos que de bocas». Punto y guión. Aparece el primer «No». Luego con una finísima gracia políglota el transeúnte va dándole vueltas a su negativa: «No, pecado, no. ¿Infierno? Gracias, no lo uso». Entonces, ¿cuál es la razón de una negativa ante algo que sin embargo acumula tanta antigüedad y prestigio, desde las geishas hasta las cortesanas del renacimiento? Escribe Guillén: «A pesar de todo, esclavas siempre. Y el humillado yo también. Necesito tu libertad, tu gusto sin pecado».
Creo que estas frases, que ya no necesitan exégesis, cierran para siempre el primero de los argumentos que históricamente la metrópoli ha tenido en contra. Porque las verdaderas causas de muchas cuestiones morales no apuntan a la ciudad tal como se había denunciado desde el ideal de la pequeña comunidad unida. Y de paso, gracias a la lucidez poética de Guillén, se descubre una valiosa pista en la construcción del discurso sobre la gran ciudad: cuando éste se asienta sobre concepciones apriorísticas —una visión religiosa, por ejemplo—, la distorsión de la mirada crea monstruos (la depravación, el vicio, la locura...) y produce irremediablemente miedo.
Los verdaderos ataques contra la ciudad moderna habrá que buscarlos, por lo tanto, en argumentos más sutiles, trazados con menor evidencia.

2
Miedo y desconfianza ante el crecimiento urbano consolidan pronto dos posturas contra la ciudad. Por una parte, aparece una actitud radical con tintes irracionales en contra de la urbe y de la sociedad que la habita y en favor de la naturaleza salvaje de los bosques y de los prados en los que aún no existan vestigios humanos. Éste es el caso de Henry David Thoreau (1817-1862), quien sólo se sentía a gusto en la ciudad sentado en la sala de espera de la estación central ante la esperanza de abandonarla. Thoreau vivió «constantemente... alejándose de la ciudad más y más y retirándose a la espesura». Así lo describió el día de su funeral, en 1862, su amigo Ralph Waldo Emerson (1803-1882), que es precisamente quien consolida la otra actitud en contra de la ciudad: el discurso racional y reflexivo, inserto incluso en una teoría del conocimiento.
La teoría del conocimiento de Emerson se elabora condicionada —y ahora sigo la descripción de Morton y Lucía White— por «su desagrado ante la ciudad. Emerson distinguía nítidamente entre entendimiento y razón. El entendimiento se detiene en el presente, en lo práctico, en lo corriente; en tanto que la razón, que para él era la facultad más elevada del alma, se limita a percibir, es visión. La razón es la facultad elevada del filósofo y el poeta [....] y es ejercida típicamente en el campo, en tanto que el entendimiento es una facultad urbana» (págs. 32-33). Y ahora ya copio las reflexiones de Emerson citadas por los White: «La ciudad deleita al entendimiento. Está constituida por finitos, por líneas cortas, nítidas y matemáticas, todas ellas calculables. Está llena de variaciones, de sucesiones y de artificios. En cambio, el campo ofrece un horizonte ininterrumpido, la monotonía de un camino interminable, de vastas llanuras uniformes y de montañas distantes, la melancolía de una vegetación continua e infinita; los objetos que hay en el camino son pocos y sin interés, constantemente la vista es invitada a volverse hacia el horizonte y las nubes. Es la escuela de la razón».
Unamuno escribió en 1899 un poema titulado «Al campo» donde afirma compartir la misma pedagogía:

Aprenderás en su callada escuela
sencillos goces de artificio exentos
(Versos 29-30)

El poema empieza con una proposición que hubiera sido muy del gusto de Emerson:

Al campo libre a renovar tu savia
corre cuanto antes, agotado enfermo,
dejando el artificio que te roe,
(Versos 1-3)

e incluso algún verso habría entusiasmado a Jefferson:

Que esos ardores de ciudad te temple
y resucite tu vital esfuerzo.
(Versos 39-40)

Esta confrontación entre entendimiento urbano y razón natural ha condicionado el discurso sobre la ciudad desde el romanticismo, —ya sea intuitiva, poética o racionalmente—. Y no sólo la oposición ha proporcionado argumentos al pensamiento visionario, que lógicamente desprecia el pragmatismo urbano; sobre todo ha favorecido el hecho de que la reivindicación de la ciudad se haya realizado desde estas mismas premisas, cambiando sólo los signos de valor: el énfasis en lo pragmático (aviones, coches, velocidad...), lo múltiple o fragmentario y lo artificial. Ésta fue la actitud que mostraron, por ejemplo, las vanguardias históricas de raíz futurista frente a otras intuiciones de vanguardia, en su momento marginales, que dieron un contenido más profundo a la multiplicación inaudita de diálogos que significa la irrupción de la gran ciudad en las aguas sosegadas de la cultura, como es el caso de Fernando Pessoa.
El enfrentamiento entre conocimiento pragmático y conocimiento visionario planteado por Emerson contiene en su seno otras antagonías. Una de ellas es la que establece entre lo urbano finito y el infinito natural. Ahora bien, esta infinitud del espacio campestre prende en un elemento concreto: «un camino interminable». En la visión de lo natural de Emerson el camino, es decir, la percepción hodológica, se impone como un elemento central de esa escuela donde se aprehende la razón. Y si el campo y la razón se perciben en el curso del camino, la ciudad y el entendimiento poseen para Emerson sólo cualidades estáticas: lo corto, lo nítido, lo matemático, es decir, aquello que puede ser calculado y por lo tanto que tiende a la fijación e incluso a la inmovilidad que necesita cualquier realidad para ser percibida por el entendimiento práctico. Así pues, la contraposición de Emerson entre campo y ciudad, podría ser formulada de nuevo en los siguientes términos: el campo se percibe a través del camino y la ciudad se percibe en su fijación y estatismo.
La primera percepción cuenta con obras poéticas notables, y sólo por mencionar algún nombre emblemático se puede señalar el punto de partida hodológico que estructura los mejores poemas de visión paisajística de Rosalía de Castro o de Antonio Machado. Hay un poema de Dámaso Alonso, escrito en la época de los Poemas Puros que muestra perfectamente este sentido hodológico del conocimiento:

Mañana lenta,
cielo azul,
.................campo verde,
......................................tierra vinariega.
Y tú, mañana, que me llevas.
Carreta
demasiado lenta...

En este poema, como en tantos de Rosalía o de Machado, el camino asume no sólo la función de conocer, sino también se convierte, con los versos que siguen, en un símbolo existencial decisivo.
La segunda percepción parece, en principio, más extraña a la poesía. Sin embargo no es necesario, para encontrarla, abandonar la lectura de Dámaso Alonso. En su primer libro, impreso en 1921, aparece una sección —también nombrada en el título— denominada: «Poemillas de la ciudad». En el primero, «El propósito», se descubre con timidez el movimiento urbano, pero el sujeto ya no se encuentra incorporado a él como aquel joven de la mañana lenta, sino observándolo desde un punto fijo y distante:

De la ventana abierta se veían
lejos
sedas cambiantes, aguas de la noche.

En el segundo texto, «Calle del arrabal», el sujeto ya no busca sus referencias urbanas fuera, sino dentro, interiorizadas:

Se me quedó en lo hondo
una visión tan clara,
que tengo que entornar los ojos cuando
pretendo recordarla.

La mención es significativa porque el resto del poema está compuesto por una mera descripción de una escena urbana sin otra intervención explícita del sujeto; y cuando un leve movimiento anima la escena («Por el arroyo pasa / un viejo cojitranco») el yo se encuentra fuera de la misma, evocándola.
El tercer poema, «Los contadores de estrellas», recupera el sujeto que observa a distancia (en este caso sentimental) la ciudad, y añade un rasgo valorativo revelador:

Miro
esta ciudad
-una ciudad cualquiera-
donde ha veinte años vivo.
Todo está igual.

Este Todo está igual delata una percepción de la ciudad que, más que finita, parece ya agotada.
El séptimo poema se inicia sin preámbulo inmovilizando un movimiento urbano concreto, el de la salida de un espectáculo, mediante una imagen poética: «Racimo de burgueses». Y en el verso siguiente un plural genérico y la ausencia de un artículo crean una ambigüedad semántica de deliciosa ironía que contribuye a la percepción de la realidad como inerme: «Salidas de teatro».
El poema decimoprimero, «Tarde», que lamenta los domingos sin amor («Quiere / el alma compañía»), concluye con tres versos donde se suma a aquel observador distante desde la ventana un nuevo observador distante, aunque ahora lo sea de las ventanas ajenas (metáfora de la compañía no alcanzada por él) en una imagen que no despierta dudas sobre su concepción de la ciudad como una magnitud calculable, no sé si en el sentido que había vaticinado Emerson, aunque sí en un brillante cálculo poético de la soledad:

Heme
aquí, en esta tarde de domingo,
contando las ventanas que se encienden.

El poema duodécimo, «Crepúsculo», repite en su texto una imagen que subraya la concepción inmóvil de la ciudad, pese a la amenaza de «la noche, monstruo negro»:

Y la ciudad no sabe. La ciudad
extática
se mira en una estrella prematura:

y el poema acaba:

Y la ciudad no sabe.
-¡Ay, la ciudad
extática!-
Y están abiertas ya las fauces negras
que habrán de devorarla.

Y todavía se pueden citar tres versos más de un decimotercer poema, «Música callejera» que cerraba esta parte en la primera edición, aunque fue omitido en ediciones posteriores:

Sombra vïoleta,
café de la esquina,
dormida ciudad.

Este análisis de los poemillas juveniles y urbanos de Dámaso Alonso señala una percepción de la ciudad como una entidad distante (física y sentimentalmente), inamovible, estática (o extática), compuesta de imágenes fragmentarias cuyo movimiento o bien tiende a ser concebido como inerme, o bien no implica al sujeto.
No sé si Emerson y su teoría antiurbana del conocimiento explican estos «Poemillas de la ciudad», escritos con una ingenuidad que parece no plantear una postura en contra de la ciudad; postura que sin embargo existe previa a ellos. En uno de sus primeros poemas, «Madrid. Calles de tradición», fechado en 1918, se exaltan las calles antiguas y solitarias frente a la amenaza de la gran ciudad:

Sin que la calma de estas calles turbe,
a lo lejos difúndese y palpita
un extraño rumor, rugir de urbe,
de estulta población cosmopolita,

Y la misma idea persiste en el intelectual maduro, que en 1949 escribe: «Pero la verdad es que nosotros, habitantes de las ciudades —tan orgullosos como estúpidos—, nos entusiasmamos con la burda hojalatería de un automóvil americano, y hemos olvidado la belleza y la sabiduría (madurada en tantísimas eras) de esta nutricial y verdadera raigambre» [se refiere Dámaso Alonso al exacto significado de ciertas palabras vinculadas a la tradición].
Y si el ataque filosófico de Emerson contra las ciudades no se encontrara detrás de estos poemas, siquiera intuitivamente, sí se puede recurrir a él para analizar algunos versos emblemáticos de la poesía madura de Dámaso Alonso. El poema «Insomnio» se inicia con una definición de Madrid establecida como un cálculo —más de un millón— en el que la realidad de la ciudad queda reducida al método de establecer dicho cómputo —(según las últimas estadísticas)—. Y la selección léxica del poema contribuye a potenciar una concepción anti-hodológica de la existencia: me revuelvo, me incorporo, nicho, me pudro, paso largas horas, se pudren... La conciencia de finitud por la que clama el poema encuentra su contexto ideal en la ciudad finita y reducida a cálculo que coincide con la que había descrito Emerson.
De todas formas, la imposibilidad hodológica de la ciudad, es decir, la negación a concebir la ciudad como camino aparece hondamente enraizado en la poesía de Dámaso Alonso. «Mujer con alcuza» empieza planteando esta posibilidad: «¿Adónde va esa mujer, / arrastrándose por la acera...» Pero inmediata y bruscamente la imaginación hodológica urbana se interrumpe y se traslada a una simbología existencial trabada con elementos del campo:

Sí, estamos equivocados.
Esta mujer no avanza por la acera
de esta ciudad,
esta mujer va por un campo yerto,
entre zanjas abiertas, zanjas antiguas, zanjas recientes...

Esta reducción del ámbito significativo de la ciudad, producida una vez más en el seno de la poética de Dámaso Alonso, muestra la clara imposibilidad que la ciudad tiene en ella para proponer metáforas existenciales, seguramente por su incapacidad para encarnarse como camino. La ausencia de esta visión hodológica de la urbe —presente en la poesía moderna desde que Baudelaire la introdujera en su concepto de flâneur— sitúa a Dámaso Alonso en una actitud poética en contra de la ciudad (concebida como estática y reducida a cálculo), aun cuando la ingenuidad aparente de algunos poemillas la tiña de ternura y de simpatía.

3
Según el análisis de Morton y Lucía White, «Emerson reconocía que las ciudades ejercen una suerte de atracción magnética sobre los hombres de genio, y que es probable que sólo la ciudad ofrezca ciertas instituciones educativas, como escuelas de natación (sic), teatros de ópera, museos, bibliotecas y círculos sociales, así como oradores y viajeros extranjeros». Esta virtud de las ciudades frente a la vida alejada de ellas está implícita incluso en su origen mítico. Entre las razones por las que fue necesario construir ciudades, el humanista del siglo XIV Francesch Eiximenis afirma en el Dotzé del Crestià que la primera fue, obviamente, por honor y gloria de Dios; pero ya la segunda razón o «La segona raó per que los passats edificaren les ciutats es... per esquivar ignorancia e per saber çó que es profitós e necessari al hom en cors e en anima...». Y hasta cabría recordar lo que le dijo Sócrates a Fedro en un célebre diálogo platónico: «Soy amante de aprender. Los campos y los árboles no quieren enseñarme nada, y sí los hombres de la ciudad».
La observación de Emerson, de raigambre tan antigua, crea una asimetría entre pensamiento (sea poético o filosófico) y biografía; asimetría que resulta sencillo ilustrar en muchos poetas y filósofos cuyos escritos personales nos han llegado, con la excepción de Thoreau, claro. Incluso Miguel Hernández ha dejado en sus cartas impresiones gratas de la ciudad, opiniones que desechó a la hora de escribir su radical y nada matizado «Silbo de afirmación en la aldea».
Parecida asimetría es posible rastrearla también entre la obra y el Epistolario completo (1997) de Federico García Lorca. En sus cartas se repiten elogios a la vida intelectual que lleva en Madrid, y aún a la ciudad, pese al «bullicio insoportable y [a]... estas calles amplias llenas de desocupados y de hambrientos». Pero más claro que los continuos elogios a la ciudad mayor, anotaré sólo dos ejemplos de la comparación entre la vida intelectual de Madrid y la de su literariamente amadísima Granada. En 1920 le escribe a su madre, rogándole que interceda ante el padre y le convenza para que siga sosteniendo económicamente su estancia madrileña: «Ir a Granada —escribe Lorca— para estar en el café Alameda y oír (porque esto tú sabrás y te lo supondrás) multitud de majaderías es cosa inaguantable dada la vida seria y buena y provechosa que hago aquí». Seis años más tarde, desde su ciudad, exclama contundente: «Ya estoy un poco fastidiado en Granada. Quiero marcharme de aquí». Las citas que corroboran la apreciación de Emerson podrían multiplicarse. También las cartas desde Nueva York presentan la ciudad como algo «inmenso, pero [...] hecho para el hombre, la proporción humana se ajusta a las cosas que de lejos parecen gigantescas o descabelladas», o —dice en otro lugar— «que [Nueva York] es una ciudad de alegría insospechada» en la cual, desde luego, Lorca encuentra infinidad de motivos que atraen su atención de hombre de genio y que reseña en sus cartas, aunque sus poemas no recojan esa experiencia.
Todos los ejemplos anotados corroboran una asimetría de carácter difuso entre biografía y obra poética en la percepción de la ciudad. Para observar más de cerca este fenómeno voy a situarme en la primera obra de Lorca, publicada en 1918, el libro de prosas Impresiones y paisajes.
Se pueden definir las impresiones del título, para comprender lo que éste pretende, como descripciones con valoración subjetiva; descripciones de paisajes que a su vez son susceptibles de ser ordenados en tres apartados jerárquicos: paisajes monumentales, naturales y humanos. Los paisajes urbanos, los que interesan en esta reflexión, se incluyen en un subapartado de los primeros, es decir, lo urbano para el joven poeta carece de interés por sí mismo y es percibido en Impresiones y paisajes como un aspecto de los espacios monumentales.
Cuando se describen, estos paisajes urbanos aparecen caracterizados del siguiente modo: (a) en primer término son comprendidos siempre como emblemas del pasado, de un pasado que se admira y se añora, (b) en segundo lugar se subraya su carácter solitario y silencioso, por el que no transita nadie pese a ser lugares de paso de gentes (calles, plazas, puentes...), (c) y en última instancia, se repudia cualquier posibilidad de evolución, así como cualquier motivo que vincule el espacio con hechos del tiempo presente.
Si ahora, una vez determinados tres rasgos característicos concretos, se comparan los textos de Impresiones y paisajes con las cartas escritas por Lorca durante los viajes que inspiraron el libro, se obtiene el siguiente resultado:
a) El paisaje urbano concebido como emblema del pasado aparece tanto en las cartas («la ciudad [Ávila] es una joya del arte. Es como si la Edad Media se hubiera levantado del suelo: palacios señoriales, las murallas...» etc.) como en el libro («En algunas obscuras plazuelas revive el espíritu antiquísimo, y al penetrar en ellas se siente uno bañado en el siglo XV»)
b) Esta simetría se desequilibra ante la segunda característica. Los adjetivos silencioso y solitario son los más usados por Lorca para describir calles («se diría que por las calles tristes y silenciosas pasan sombras antiguas que lloraran cuando la noche media»), para describir plazas («Plaza amplia y desierta...»), para describir lugares («una cruz de estructura bizantina, admirable y solitaria...») y para describir ciudades («La ciudad está callada»). En el epistolario del viaje, sin embargo, no sólo no se encuentran referencias a esta soledad y este silencio que rodea los paisajes urbanos de aire medieval, sino que, por el contrario, Lorca habla a su familia de las personas que conoce («aquí la gente nos atiende una enormidad» dice en Ávila, y más adelante describe a los campesinos que acuden a las fiestas patronales y concluye: «aquí hay muchos de ellos y hemos hablado con muchos»). En la prosa literaria, sin embargo, el poeta avanza sólo «por calles llenas de quietud y oro de crepúsculo».
El carácter de estas calles castellanas y andaluzas solitarias, cruzadas sólo por sombras espectrales, se aparta por lo tanto de la percepción directa e inmediata de la realidad urbana de las ciudades visitadas. Es posible preguntarse, ahora, por el origen de esta impresión, y no resulta complicado encontrarlo. Detrás aparece el tópico simbolista de «la ciudad muerta», convertido en una moda literaria —como la califica Hans Hinterhauser en Fin de siglo, figuras y mitos (1980)— desatada tras el éxito en la época de la novela Brujas muerta del belga Georges Rodenbach, escritor en lengua francesa pero de espíritu flamenco. En España hubo «ciudades muertas» de gran prestigio como Toledo; pero sobre todo existió en el 98 un gusto especial por este tropo literario del simbolismo, presente en Azorín, en Baroja, en Unamuno y en Antonio Machado. El joven Lorca, heredero en su primer libro de la percepción finisecular del paisaje (noventayochista y modernista), puede sumarse a este nutrido recuento en la literatura española del tópico simbolista de la ciudad muerta.
Uno de los principios fundamentales del paisajismo en la época moderna es la necesaria relación que se establece en una descripción entre la veracidad del lugar y el método de observación cuidadosamente establecido. En este caso Impresiones y paisajes es el fruto de una simbiosis entre una realidad percibida cuya veracidad ha sido transformada artísticamente por un método de observación heredado de la época inmediatamente anterior, el tropo de la ciudad muerta. La asimetría entre obra y escritos íntimos se debe, por lo tanto, a esta razón.
c) Aún nos queda un tercer aspecto por comparar. En Impresiones y paisajes, el repudio de lo moderno y del presente son radicales, en coherencia siempre con el tropo elegido: «¡Ciudades arruinadas por el progreso y mutiladas por la civilización actual!» Sin embargo, de una de estas ciudades castellanas dice Lorca en carta a su familia: «Burgos es maravilloso, tanto en lo antiguo, que es de lo mejor de España, como en lo moderno».
Esta asimetría entre lo percibido en la realidad y lo reflejado en la obra literaria es la expresión de otra asimetría más profunda de la que Lorca es consciente desde muy pronto: los compartimentos estancos que habitan el arte —por una parte— y la civilización moderna —por otra—. En carta a Adriano del Valle de 1918, a propósito de la aparición de su primer libro, Lorca reflexiona con lucidez sobre este aspecto: «Yo soy un gran romántico y este es mi mayor orgullo. En un siglo de zepelines y de muertes estúpidas, yo sollozo ante mi piano soñando en la bruma...». Es decir, el arte y la poesía viven de espaldas a la civilización del presente. Resulta curioso que esto se afirme en 1918, año en que las vanguardias de estirpe futurista empiezan a llegar a Madrid. La ciudad moderna es, para este primer Lorca, un subgénero de una civilización que desprecia, pero a la que, de momento, se enfrenta de una manera oblicua, es decir, destacando sólo cuanto en ella existe de pasado y antigüedad. Es otra forma de estar en contra de la ciudad, en una oposición que no es ya la de campo-ciudad, sino, ciudad del pasado (ciudad muerta)-ciudad del presente (civilización moderna); confrontación que también aparece en el primerísimo Dámaso Alonso, pues este mismo tema es el que se desarrolla —en las mismas fechas— en su poema juvenil «Madrid. Calles de tradición»: versos que exaltan las callejas viejas, tristes y solitarias frente al «rugir de urbe» y su «estulta población cosmopolita»; argumento contra la ciudad que el primer 27 hereda de las corrientes estéticas del fin de siglo.

4
Nueva York ha sido desde el principio el objetivo favorito de los detractores de las ciudades. La literatura y el pensamiento norteamericanos acumulan reproches, antipatías, ataques y soflamas en contra de esta ciudad. Y también algún elogio. Nueva York ha pasado a formar parte de tradiciones literarias que nada tienen que ver con su territorio. Desde el Diario del poeta reciencasado de Juan Ramón o desde Poeta en Nueva York, hasta los más recientes Nova York de Blai Bonet, Ciudad del hombre: New York de José María Fonollosa o el Cuaderno de Nueva York de José Hierro, la gran ciudad norteamericana forma parte ya de los asuntos y temas centrales de la literatura contemporánea en España.
Federico García Lorca incorpora a Poeta en Nueva York muchos de los juicios contra la ciudad que le preceden y los recrea en versos pletóricos de fuerza poética. Sin embargo, Nueva York sólo posee relieve de tema principal en dos o tres poemas del libro («La aurora», «Nueva York (Oficina y denuncia)» y tal vez «Paisaje de la multitud que vomita»), en los otros textos la gran ciudad, cuando aparece, se limita a acompasar una angustia y un dolor cuyas raíces exceden la limitada magnitud de los rascacielos: «¡Asesinado por el cielo!» clama un verso desde el primer poema. Poema cuyo título, «Vuelta de paseo», busca introducir el sentido hodológico en el libro ya desde el inicio. Aunque aquí Lorca realiza una pequeña trampa literaria, o por explicarlo con palabras de María Clementa Millán, editora del texto, se delata «la diferencia existente entre [... la] 'estructura externa' [títulos] y [la] 'configuración interna' del poemario». El camino que el poema establece con sus identificaciones (árbol, niño, animalitos, agua, mariposa) no es obviamente urbano como supondría el título de la sección, «Poemas de la soledad en Columbia University», ('estructura externa') sino campestre ('configuración interna'), en coherencia con el lugar donde fue escrito: las montañas de Castkills.
Se ha afirmado en estas páginas que en Poeta en Nueva York es posible hallar vestigios de los discursos contra la ciudad que le preceden. De hecho cuanto se ha anotado en ellas debería de servir como comentario y glosa a algunos versos del libro.
Una vez recordado cómo el crecimiento urbano fue percibido y aun definido por sus expresiones más extremas («un albañal de todas las depravaciones de la naturaleza humana» decía Jefferson), y cómo Guillén sometía este criterio a una nueva visión laica que señalaba otros responsables antes que la gran ciudad, se comprueba que Lorca comparte esta última opinión, y añade incluso un nuevo matiz decisivo: el deseo de amparar el sufrimiento latente que provocan esas situaciones de esquina. En la «Oda a Walt Whitman» se lee:

Por eso no levanto mi voz (...)
(...)
contra los solitarios de los casinos
que beben con asco el agua de la prostitución,

Versos en los que, ausente la noción del pecado, aflora el sentimiento solidario ante los que sufren la verdadera soledad, que no es sólo la de quienes poseen una manera de amar diferente, sino la de quienes se encuentran solos y despreciados en esa soledad.
En esta suma de ecos de los discursos de la ciudad, es posible descubrir rastros de aquel tropo simbólico que tanto cultivó Lorca en su juventud, el de las ciudades muertas. Un verso de «Luna y panorama de los insectos» lo evoca claramente: «por las calles deshabitadas de la Edad Media que bajan al río».
Con Emerson comparte el rechazo de la ciudad pragmática del cálculo y de la medida. El poema «La aurora» es un desabrido ataque a la desnaturalizada Nueva York:

saben que van al cieno de números y leyes,
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.

«Nueva York (Oficina y denuncia)» concentra todos los argumentos en contra de la urbe matemática: multiplicaciones, divisiones, sumas... operaciones crematísticas bajo las cuales «hay una gota de sangre». En este poema Lorca enuncia con un gran acierto un tema capital de la vida en las grandes ciudades, la imposición de una economía monetaria:

Todos los días se matan en Nueva York
cuatro millones de patos,
cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes
un millón de vacas,
un millón de corderos
y dos millones de gallos
que dejan los cielos hechos añicos.

En su fundamental ensayo sobre «las grandes urbes y la vida del espíritu», Georg Simmel estudia las consecuencias de la economía monetaria impuesta por las sociedades complejas. Esta economía monetaria, objetiva e indiferente al individuo, crea un espíritu calculador que, afirma Simmel, «favorece la exclusión de aquellos rasgos esenciales e impulsos irracionales, instintivos, soberanos, que quieren determinar desde sí la forma vital, en lugar de recibirla como una forma general, esquemáticamente precisada desde fuera». Subrayo en el texto las palabras exclusión e impulsos soberanos. Creo que esta observación sociológica se encuentra en el centro del discurso antiurbano de Lorca, quien, por cierto, lo dice con una belleza que estremece:

debajo de las divisiones
hay una gota de sangre de marinero;
debajo de las sumas, un río de sangre tierna.

Estos temas —el mal, el progreso ciego, el cálculo— no agotan el pensamiento contra la ciudad en la literatura y la filosofía norteamericanas ni tampoco en Poeta en Nueva York. Hablando de multitudes, de la angustia, de amenazas e injusticias... se podría seguir estableciendo paralelismos entre ideas y versos, no sé si en el aire de la imaginación o sobre la tierra firme de los textos. Pero para cerrar estas divagaciones me gustaría anotar una frase de un célebre narrador norteamericano del siglo XIX, Nathaniel Hawthorne, quien afirmó: «Hay motivos para sospechar que un pueblo va hacia la decadencia y la ruina en el momento mismo en que su vida se torna fascinante para la imaginación del poeta o el ojo del pintor». ¿Cómo no darle la razón si se piensa en el Nueva York del 29 y en los ojos de Lorca embelesados en las multitudes? «Tropezando con mi rostro distinto de cada día» dice un verso de «Vuelta de paseo»; un verso —por cierto— que deshace aquella trampa con la que inicia el libro y desvela la autenticidad de su sentido hodológico urbano: un rostro distinto cada día, el camino y la multitud no están fuera, como en el Poe de «El hombre de la multitud» que la observa cínico desde «el café D., de Londres.», sino que camino y multitud se encuentran dentro del poeta, y éste es uno de los rasgos poéticos y también de percepción urbana más notables de Poeta en Nueva York.
Se me ocurre, sin embargo, que tal vez sí se pueda decir, parafraseando al novelista norteamericano, que cuando la imaginación de un poeta o el ojo de un pintor se fijan en la decadencia y en la ruina de una ciudad, ésta inmediatamente se redime, como esta espléndida imagen nocturna de Nueva York redime la ciudad de cuantos males se le han atribuido en estas páginas: «Enjambres de ventanas acribillan un muslo de la noche».

6. El poeta A PESAR DE la ciudad: Dámaso Alonso

1
En noviembre de 1968 Jorge Guillén saluda la aparición de un libro de su amigo Rafael Alberti, desde la misma Roma que acoge el exilio de éste y asoma en el título celebrado, con un soneto blanco, «Corridas de gentes». El primer cuarteto del poema —publicado dos años más tarde en un homenaje universitario a otro amigo, Dámaso Alonso— ya da el tono del poema:

Roma, París, quizás en todas partes...
Hemos, pues, asediados por los coches,
Los coches de presuntos asesinos
Que buscan su botín de transeúntes.


Tono que puede señalarse como emblemático de cierta opinión adversa a la vida de ciudad que ha favorecido la impresión general del 27 como una generación antiurbana.
En un artículo de 1949, al comentar Dámaso Alonso algunos errores léxicos de Francisco Villaespesa y del primer Antonio Machado, desliza una muy poco velada crítica a la sensibilidad urbana: «Pero la verdad es que nosotros, habitantes de las ciudades —tan orgullosos como estúpidos—, nos entusiasmamos con la burda hojalatería de un automóvil americano, y hemos olvidado la belleza y la sabiduría (madurada en lentísimas eras) de esta nutricia y verdadera raigambre».
Se podría continuar la suma de citas contrarias a la idea contemporánea de ciudad, aunque quizá añadieran tan sólo una más granada casuística de ese gesto antiurbano del 27, que suele interpretarse antes como una concepción que como un mero parecer.
Si bien es verdad que la ciudad no ha sido nunca uno de los temas determinantes del 27, también lo es que resulta a priori incomprensible su esfuerzo de modernidad y vanguardia sin una poética de la ciudad que trascienda esas opiniones desfavorables a la vida urbana actual. Y en efecto, desde algunos poemas de Cántico hasta Roma, peligro para caminantes, desde Poeta en Nueva York hasta Hijos de la ira, por citar únicamente los títulos más evidentes, esa poética de la urbe completa, orgánica, existe latente en muchos temas, desarrollos y modos expresivos del 27. Aquí se tratará de descubrir la imagen urbana que dibujan los poemas de Dámaso Alonso.

2
El primer libro de Dámaso Alonso, Poemas puros. Poemillas de la ciudad (1921), presenta, en su mismo enunciado, un cariz oximorónico: «poesía pura» frente a «poesía de la ciudad», que la tradición baudelairiana se había empeñado en anegar con las mayores impurezas temáticas y expresivas. La lectura de los textos, sin embargo, disuelve pronto la paradoja, pues el carácter juanramoniano del conjunto, señalado ya ampliamente por la crítica, matiza tanto su impureza como su presumible oscuridad urbana. Este juanramonismo formal le aleja, precisamente, tanto de la turbia Ciudad del Mal de los bohemios modernistas, o sus exaltaciones épicas a lo Eduardo Marquina —en Canciones del momento, odas de la ciudad y horas trágicas (1910)— o más tarde a lo Tomás Morales —en «Poema de la Ciudad Comercial»—, como de la más inmediata yuxtaposición objetual e imaginativa de los ultraístas; en él cala, sin embargo, una incipiente concepción urbana que, por encima de la tópica al uso, arraiga en su propia experiencia lírica.
El primer concepto urbano que se identifica en Poemas puros. Poemillas de la ciudad es justamente aquél donde deben echar raíces las razones de una poética que quiera asumir la ciudad: la visión primigenia; o para decirlo con una acertada expresión de Henry James, «el rincón feliz» («The jolly corner»): «[...] había cedido al deseo de volver a ver la casa que tenía en el rincón feliz (como solía llamarlo cariñosamente) donde viera la luz por primera vez, donde varios miembros de su familia vivieron y murieron, donde había pasado las vacaciones de su infancia (el curso escolar siempre duraba demasiado) y recogido las pocas flores sociales de su adolescencia sin calor.
Si se prescinde de la anécdota que vertebra el relato, la definición de James parece adecuada para formular el vínculo emocional que une a un individuo con un espacio cualquiera en el planeta, y aun en el universo. Espacio emotivo que tiene, para Dámaso Alonso, el nombre de un barrio de Madrid:

Desde Chanmartín de la Rosa, un mínimo ciudadano de la gran Vía Láctea,
abre su balcón y se asoma al Cosmos, y grita...

Un texto de Poemillas de la ciudad, el titulado «Calle del arrabal», incluye en su primera estrofa las razones líticas de un rincón feliz del cosmos:

Se me quedó en lo hondo
una visión tan clara,
que tengo que entornar los ojos cuando
pretendo recordarla

Y a continuación lo describe mediante algunos trazos realista que no ocultan su vocación connotativa:

A un lado, hay un calvero de solares;
enfrente, están las casas alineadas,
porque esperan que de un momento a otro
la Primavera pasará.
Las sábanas,
aún goteantes, penden de todas las ventanas.
El viento juega con el sol en ellas
y ellas ríen del juego y de la gracia.
Y hay las niñas bonitas
que se peinan al aire libre.
Cantan
los chicos de una escuela la lección.
Las once dan.
Por el arroyo pasa
un viejo cojitranco
que empuja su carrito de naranjas

La visión evoca una estampa urbana (el calvero, las casas, la ropa tendida, la escuela, las niñas...) que presagia a su vez la llegada de la «Primavera». Es, pues, una visión situada en un tiempo naciente, optimista, como de hecho corresponde al recuerdo del rincón feliz.
La estampa urbana positiva, teñida por la pureza juanramoniana, se repite en otros momentos del libro inicial; así el poema «El paseo» empieza con una delicada descripción auroral:

¡Los bonitos
juegos de la luz d la calle!
Las palomas que vuelan,
las ventanas que se abren.

También el poema «País» concluye, en el mismo tono, provocando una asociación simbólica, que el optimismo aconseja, con el sentimiento amoroso:

la ciudad, de tan lejos presentida,
donde estará mi blanca prometida
esperándome siempre a al ventana.


O incluso se insinúa una identidad, muy bella como imagen, entre amada y ciudad, que apunta otra vía de acceso —a través de la experiencia amorosa— al rincón feliz: «Esta avenida larga / se te parece».

3
El encanto primaveral y adolescente que se ha subrayado en «Calle del arrabal» contrasta con el esfuerzo realizado por la crítica para emparentar el primer libro de Dámaso Alonso con su obra posterior. Poemas puros. Poemillas de la ciudad no permanece ajeno al angustioso desgarro que en el poeta produce «el conflicto entre una visión idealizada de la vida y otra visión ásperamente realista, por decirlo con palabras de Andrew Debicki. La luz naciente que había matizado con su optimismo el recuerdo de la visión primera de la ciudad (avisada tal vez por la aspereza con que concluye la imagen: «Por el arroyo pasa / un viejo cojitranco...», se oscurece pronto; efímera luz que presagia la noche existencial que va a amparar —más adecuado sería decir desamparar— los libros posteriores de Dámaso Alonso.
La sección Poemillas de la ciudad se cierra con un texto intencionadamente titulado «Crepúsculo»:

La noche, monstruo negro, tiene abiertas
sus tremebundas fauces, para
devorar la ciudad multitornátil
que aún de un último sol está dorada.

Y la ciudad no sabe. La ciudad
extática
se mira en una estrella prematura.

Penden al aire las banderas áureas;
un polvoriento batallón retorna
tocando la charanga;
y en los bancos en flor de la glorieta
hay dúos y romanzas
sin palabras.

Y la ciudad no sabe
—¡Ay, la ciudad
extática!—

Y están abiertas ya las fauces negras
que habrán de devorarla.

Este poema adelanta, en efecto, la grisura y aun monstruosa negritud que impregnará su obra de posguerra; pero está todavía tamizado por la luz diurna que alumbraba el conjunto —la visión— inicial. La ciudad, «por el último sol dorada», contempla «extática» la idílica estampa de la música («la charanga») y los besos («romanzas / sin palabras»), ausente a su destino. Porque lo que va a ocurrir está expresado en un rotundo futuro, «las fauces negras / que habrán de devorarla». «Crepúsculo» es el punto de inflexión entre la adolescencia ingenua y la aspereza real, entre la ciudad como símbolo naciente y la ciudad como evidencia de la angustia; en suma, entre la vida el fin mortal.
La clave metafórica de «Crepúsculo» es decisiva para definir un segundo concepto básico en una poética urbana. La «noche», con su negra monstruosidad y sus fauces devoradoras, y la «ciudad», con sus luces ponientes y su sosiego, son los dos polos metafóricos que vertebran el poema. La primera, extraordinariamente fértil en la poesía de Dámaso Alonso, puede ser interpretada como metáfora de la condición mortal. La segunda, objeto de la acción devastadora de la muerte, ha de poseer, lógicamente, un valor metafórico de análogo rango, para que el enfrentamiento de ambas produzca una emoción verdadera. Así, pues, la «ciudad», alberga la connotación de cuanto posee vida. Ahora bien, la reunión simbólica de «ciudad» y vida ofrece un rasgo novedoso. La tradición poética había privilegiado la naturaleza como fuente principal de referentes metafóricos. Es más, el idealismo incluso había consagrado la naturaleza como el libro donde todos los símbolos podían ser leídos, frente a la artificiosidad y el pragmatismo de la ciudad, incapaz de suscitar una visión poética. En la ruptura implícita de este esquema y la consiguiente identidad entre naturaleza y ciudad se fundamenta el segundo baluarte de una verdadera poética urbana.

4
«¿De modo que aquí viene la gente para vivir? Yo creería más bien que aquí se muriera». Con esta cruda aseveración inicia Rainer Maria Rilke las cuadernos donde narra su experiencia urbana. París («aquí»), con sus hospitales y sus moribundos en plena calle, propicia una reflexión sobre la muerte que le conduce hasta sus propios recuerdos, temores y angustias. Hijos de la ira (1944) empieza con un verso de no menor crudeza: «Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres». «Insomnio», cuyo primer verso se acaba de anotar, participa de la concepción poética que otorga a la ciudad un valor simbólico análogo al que poseía la naturaleza en la tradición; pero aporta además un nuevo dato que aparecía intuido en «Crepúsculo» y tal vez levemente apuntado en los tres versos finales de «Calle del arrabal». Cuando cae la noche sobre la ciudad, nos dice Charles Baudelaire en el poema «Recueillement», a unos les alcanza el descanso de su jornada diurna, pero a otro les asalta le souci (la inquietud, la zozobra). Baudelaire, Rilke y Dámaso Alonso pertenecen a esta estirpe de poetas. Con sus obras han fundado una mítica Ciudad del Dolor. Han contemplado incluso la ciudad como el lugar de la muerte; su desasosiego, angustia y desamparo ha impregnado una visión contemporánea de la vida urbana, quizá la que simbólicamente se haya afirmado con mayor vigor, y que irradia desde poemas como «Mujer con alcuza»:

Sí, estamos equivocados.
Esta mujer no avanza por la acera
de esta ciudad,
esta mujer va por un campo yerto,
entre zanjas abiertas, zanjas antiguas, zanjas recientes
y tristes caballones,
de humana dimensión, de tierra removida,
de tierra
que ya no cabe en el hoy de donde se sacó.

7. El poeta EN la ciudad: Jaime Gil de Biedma

.
«La gran ciudad es el hábitat natural del hombre moderno». Con esta frase de tintes paradójicos, pronunciada en un coloquio sobre su obra, en 1985, Jaime Gil de Biedma (1929-1990) resume una de las actitudes que mejor caracterizan su quehacer literario: concebir y situar a su personaje poético en una perspectiva contemporánea, es decir, en su justo hábitat urbano.
Desde el umbral mismo de Las personas del verbo, un «Arte Poética» proporciona las claves temáticas que han de vertebrar muchos de los poemas que le siguen: «la nostalgia» (primera estrofa), la experiencia amorosa (segunda estrofa) «y sobre todo el vértigo del tiempo» (tercera estrofa). Ahora bien, la nostalgia lo es «del sol en los terrados» y el amor prende «a solas / en medio de la calle familiar». La ciudad —ya sea paisaje, trasfondo o metáfora— desde el principio aparece en estrecha relación con los asuntos propios del poeta. Cabe preguntar entonces si la ciudad puede ser considerada, ante el papel privilegiado que se le otorga, un cuarto tema, análogo a los tres que el autor cita y la crítica ha confirmado. De momento conviene afirmar que «la ciudad», como tema en sí mismo, invalidaría la perspectiva contemporánea en la que el poeta y su personaje quieren instalarse. El canto a la urbe —apologético o de rechazo— externo y denotativo es propio de otra poesía pre-moderna, aficionada a una retórica de temas apriorísticos que está en el polo opuesto de las pretensiones líricas de Jaime Gil de Biedma.
De hecho, el cambio de rumbo entre una poesía de evocación externa y otra pendiente sólo de las tensiones personales se verifica muy temprano en la obra del poeta; un cambio que aparece expresado precisamente con una metáfora urbana. El inicio del poema «III» de Las afueras evoca explícitamente el canto antiguo a la ciudad. Surge en primer término una apelación directa, vocativa, a la «Ciudad / ya tan lejana», y después un conato de descripción, «lejana junto al mar», tal como recomendaba el tópico. Pero los cinco versos finales consiguen desviar el trayecto previsto con un giro radical:

Mas, cada vez más honda
conmigo vas, ciudad,
como un amor hundido,
irreparable.


La ciudad se convierte en objeto poético no por su identidad real y objetiva, sino porque forma parte de un modo indivisible, «irreparable», del interior del sujeto. Esta perspectiva interna de la urbe, moderna, es la que reaparece en el «Arte poética» tejiendo una sutil red en torno a los temas capitales del poeta: la nostalgia, la experiencia amorosa y la condición temporal. O dicho de otro modo, en el sistema biedmiano no existe la ciudad como lugar temático autónomo, deslindado de estos tres núcleos que nutren la voz poética que suena en Las personas del verbo. Este hecho ha de permitir que el paulatino abandono de lo urbano como referencia explícita en sus textos no merme en ningún momento la conciencia lectora de que «la gran ciudad es el hábitat natural» de los poemas de Jaime Gil de Biedma, desvaneciéndose de paso los tintes paradójicos de la afirmación.
Descartado en el poema «III» de Las afueras el tratamiento poético tradicional de la ciudad, externo y denotativo, otros muchos textos corroboran la simbiosis entre los temas del poeta y el paisaje urbano. Por ejemplo, en «Noches del mes de junio» el exaltado recuerdo nostálgico incluye el significativo paréntesis en el que el personaje evoca «junto al balcón abierto de par en par / la calle». El poema «Sábado» reitera, por su parte, la condición esencialmente urbana de la experiencia —y aun de la ilusión— amorosa: «Es ésta la ciudad. Somos tú y yo. / Calle por calle vamos hasta el cielo». Y en «Contra Jaime Gil de Biedma», donde el autor plantea el conflicto existencial en su máxima acritud, la estrofa que se inicia con una enumeración urbana («Te acompañan las barras de los bares / últimos de la noche, los chulos, las floristas, / las calles muertas de la madrugada...») concluye con una palabra clave: «envejezco».
Hasta este momento se ha utilizado el término ciudad en un sentido unívoco que las citas no han tardado en denunciar. En el primer ejemplo la calle nocturna sugiere un ámbito biográfico, barcelonés; en «Sábado» el significado es más amplio y general, más abstracto también; y en el tercero, tras algunas referencias barcelonesas y otras abstractas se agazapa una ideación donde ciudad y vida contemporánea se dan la mano. A grandes rasgos, las relaciones entre poesía y ciudad pueden situarse en tres niveles diferentes que señalan tres preocupaciones diversas bajo el mismo enunciado. En primer lugar la ciudad representa un espacio concreto, geográfico; en segundo lugar, traduce un modo particular de entorno y las relaciones o conflictos que ésta genera, es decir, la vida urbana; y aun cabe una tercera perspectiva, de mayor amplitud, que emparienta aquélla con la modernidad.
Barcelona es el espacio geográfico que se intuye tras muchos poemas de Jaime Gil de Biedma y que se cita expresamente en otros. No es, sin embargo, el único. «Ampliación de estudios» se inicia con una descripción de una «vieja ciudad», Salamanca, donde el poeta vivió algunos meses estudiantiles en su juventud. París aparece como un punto de referencia biográfico y generacional, como paradigma que era de la libertad ciudadana y el apogeo cultural que se echaba a faltar en la vida española bajo la dictadura. «París, postal del cielo» evoca un viaje de juventud en clave de experiencia amorosa. En «La calle Pandrossou» una imagen urbana de Atenas aparece ligada al recuerdo, a la temporalidad y a una sensación de intimidad del personaje poético.
El espacio urbano, sin embargo, que adquiere un mayor relieve es, sin duda, la ciudad de Barcelona. Un término de inequívoca filiación barcelonesa, «ramblas», aparece mencionado en varios poemas. Pero sobre todo «Barcelona ja no és bona, o mi paseo solitario en primavera» escenifica la tensión dominante en la Barcelona contemporánea mediante el monólogo de un vástago de la burguesía industrial, perplejo ante la rápida transformación de las estructuras económicas y sociales de la ciudad, en un paseo por la montaña de Montjüic, al mismo tiempo símbolo caduco del poderoso mundo burgués decimonónico y del ascenso de las capas emigrantes recién llegadas por esa bonanza económica. Poema que por sí solo puede ilustrar un capítulo de historia barcelonesa.
Dos aspectos de la vida urbana, o más exacto sería decir dos variantes de un único aspecto, destacan en los poemas de Jaime Gil de Biedma: la muchedumbre anónima y los encuentros abstractos. El anonimato urbano es un motivo constante en la primera parte de Las personas del verbo, «Compañeros de viaje». Y tal vez su abandono —con escasas excepciones— en las partes más maduras del conjunto presagia lo que el análisis ha de indicar: que es un motivo ajeno del que el poeta no consiguió apropiarse totalmente. Al margen de varias menciones esporádicas, «Idilio en el café» pregunta ingenuamente:

No sé bien de qué hablo. ¿Quiénes son,
rostros vagos nadando como en un agua pálida,
éstos aquí sentados, con nosotros vivientes?

y «Los aparecidos» responde con contundencia:

Cada aparición
que pasa, cada cuerpo en pena
no anuncia muerte, dice que la muerte estaba
ya entre nosotros sin saberlo.

perplejidad y respuesta que se alejan poco de su fuente, Jorge Guillén:

Hervor de ciudad
En torno a las tumbas.
(...)
Juntos, a través
Ya de un solo olvido,
Quedan en tropel
Los muertos, los vivos.
(«Vida urbana», Cántico)

En efecto, los temas guillenianos de la muchedumbre, la algarabía y el anonimato nutren estas referencias de la época inicial, sin que en ningún momento logren un matiz particular que Cántico desconozca.
Entre las escasas excepciones a la desaparición de este motivo se encuentra un verso de «París, postal del cielo», en el que la referencia anónima, teñida por la tibia luz del recuerdo feliz, muestra por primera vez un sentido claramente positivo: «ese calor de gentes». Y puede mencionarse también, en este apartado, una imagen primeriza, guilleniana, en el poema «VII» de Las afueras, que sugiere la multiplicidad de la vida urbana: «la ciudad cegadora se agrupaba / lo mismo que un cristal innumerable».
Los «encuentros abstractos», término con el que la sociología nombra las relaciones azarosas y efímeras en la gran ciudad, se inscriben en una tradición literaria más amplia, de la que pueden citarse tres poemas emblemáticos: «A un desconocido» de Walt Whitman, «A une passante» de Charles Baudelaire y «Encara el tram» de Joan Salvat Papasseit. Estos encuentros son herederos, en la segunda y tercera parte de Las personas del verbo, del anonimato genérico de la primera, es decir, representan la apropiación de Biedma del motivo guilleniano. Uno y otro aspecto de la vida urbana aparecen en «Los aparecidos», donde se reúnen el negro anonimato letal y la «visión de unos ojos terribles». En otro poema unos «ojos inmensos» son símbolo «Del año malo»; y los «ojos azules» del poeta —«oh joven pirata»— participan en el más paradójico de los encuentros, pues al mismo tiempo es íntimo y anónimo, contado sin vacilaciones ni pudor en «Nostalgia de la boue». Ahora bien, el texto que logra el efecto más sorprendente y novedoso con este rasgo temático es «Peeping Tom», donde el recuerdo de un encuentro amoroso desvía su afectividad hacia un desconocido que espiaba la intimidad de los amantes, y lo convierte en una metáfora personal:

Así me vuelve a mí desde el pasado,
como un grito inconexo,
la imagen de tus ojos. Expresión
de mi propio deseo.

La conversión de las muchedumbres anónimas en encuentros abstractos, y estos en evocaciones íntimas, ilustra el proceso de interiorización de la ciudad y de la vivencia urbana en la poesía contemporánea.
El término ciudad, además de referirse a un espacio concreto y sus tensiones históricas, o a los matices de la vida urbana, puede también nombrar, en abstracto, la «civilización» actual. En este sentido, el descrédito de la poesía sacralizada, apriorística y retórica que evidencian los poemas de Jaime Gil de Biedma constituyen un aspecto también, quizá el más genérico, de su condición de poeta en la ciudad.
El poema «Albada» reúne todas las acepciones que se han deslindado en el término ciudad y su intersección con la tradición poética. Situando en el espacio geográfico barcelonés («Irán amontonándose las flores / cortadas, en los puestos de las Ramblas»), evoca algunos rasgos peculiares de la vida urbana («y en la oficina, con sueño por vencer») entre los que no falta la sensación del anonimato (en la que el propio personaje participa: «mientras que al volver / la negra humanidad que va a la cama / después de amanecer»), ni la del anonimato amoroso («Junto al cuerpo que anoche me gustaba / tanto desnudo», donde cuerpo tiene un valor análogo a los ojos antes mencionados), y está escrito con una dicción apoética donde prende la ironía («llega el amanecer, / con su color de abrigo de entretiempo / y liga de mujer»).
La cualidad modélica de «Albada» como emblema del poema en la ciudad no reside en estos tres aspectos, sino en una ambición poética mayor. «Albada» recrea, desde el título, un género provenzal, el alba, en el que los amantes lamentan la llegada del día porque con él deben separarse. Métrica y rima proporcionan incluso una vaga resonancia medieval, pero lo que llama la atención es la metamorfosis que sufre el escenario natural, pieza por pieza, en un escenario urbano. Así el amanecer llega, no desde el mar o desde las lejanas colinas, sino a través de los «montantes de la galería», la típica figura del guardián de amores, encargado de avisar a la pareja de la llegada del día, se transforma en el «portero de noche», el arrullo de las alondras provenzales se convierte en el «enronquecer [de] los tranvías»... y en fin, el día acarrea la separación de los amantes, pero también el castigo de una vestimenta convencional frente a la desnudez de la noche, el trabajo, la rutina... ¿Qué diferencia, cabe preguntar ahora, al poema contemporáneo del género medieval si ambos comparten estructura formal, motivos y hasta sentimentalidad amorosa? Existe una diferencia radical. En el alba provenzal todos los elementos aparecen ligados a una estructura fija y convencional, apriorística, y de ahí que el poeta barcelonés pueda parafrasearlos; acción que lleva a cabo, claro, gracias a la maleabilidad de los elementos urbanos, todavía no sujetos a convención, puestos únicamente al servicio de la sensibilidad y la experiencia del poeta. Y esta es, hoy por hoy, la característica principal de la poesía en la ciudad.


.


.